En la segunda parte de El Padrino, Michael Corleone y los otros jefes de las familias mafiosas celebran una reunión en la terraza de un hotel de La Habana en la que se reparten el pastel de los prometedores negocios que explotan en la isla con la complicidad del gobierno de Batista. La reunión marcha razonablemente bien hasta que Corleone cuenta un suceso visto por él ese mismo día: una redada callejera de la policía en el curso de la cual uno de los detenidos se ha abalanzado sobre el vehículo en el que estaba el mando policial y ha hecho estallar una granada que llevaba consigo en un exitoso acto suicida. El capo di tutti capi que preside la reunión (un trasunto del gánster Meyer Lansky interpretado por Lee Strasberg) hace un mohín de desagrado y argumenta que en Cuba siempre ha habido rebeldes, a lo que el reflexivo Corleone replica: he pensado que los policías cobran por su trabajo pero los rebeldes no tienen nada que perder. Al final de la película, los barbudos de Fidel Castro han tomado La Habana y los mafiosos son expulsados de la isla y de sus negocios.
La historia avanza en zigzag pero las constantes de la ecuación permanecen y siempre hay oligarcas que se reparten el pastel, gobiernos corruptos y gente que no tiene nada que perder. A este espectador le vino a la cabeza la escena de El Padrino cuando vio en la tele a un frenético eurodiputado italiano golpear a zapatazos el papel de la comisión europea en el que se rechazaban los presupuestos de su país. Parecía un acto suicida pero aquel loco representa a los que no tienen nada que perder. El rasgo más relevante de la política económica europea, y por extensión de toda la zona colonizada por el neoliberalismo financiero, es que se nutre de la desesperanza. Millones de europeos sienten que no hay lugar para ellos en el sistema que han ayudado a levantar con sus sueldos escasos, sus empleos precarios, sus viviendas al borde del desahucio y sus ahorros volátiles. Ahora mismo o mañana como muy tarde no tendrán nada que perder. El comisario europeo de turno, un tal Moscovici, llamó fascista al eurodiputado italiano del zapato. ¿Y qué? La palabreja funcionó como un ensalmo derogatorio (y una coartada) mientras el fascismo histórico estaba enterrado, pero no sirve para exorcizarlo cuando ha salido de la tumba y arrastra tras de sí una legión de desarrapados en trance de convertirse en zombis. Los parias de la tierra han cambiado de bandera. ¿De dónde, si no, sacan los votos los Trump, Bolsonaro, Salvini, Le Pen y demás patulea? La respuesta de la decadente elite liberal consiste en llevarse las ganancias a paraísos fiscales mientras hacen mohínes de ofendidos en su honor ante las grasientas tendencias electorales del populacho. Entretanto, la casa se cae a pedazos. Frau Merkel, el muro maestro del edificio, anuncia su retirada y el fragor del neofascismo rampante seduce a comunistas rocosos como el español don Anguita o la alemana frau Wagenknecht.
Tiempos de confusión en los que, por fortuna, aún quedan asideros inmutables. La paradisíaca revista ¡Hola!, dedica la portada de esta semana a la parejita formada por don Vargas y doña Preysler en vísperas de sus felices nupcias. El ilustre propagandista del sistema del que disfrutamos y su más conspicua modelo y beneficiaria juntitos en el retablo de colorines en el que burbujea lo más lucido de las clases parasitarias y ociosas. La parejita sonríe con untuosa docilidad pero lo mismo podría sacar la lengua a los transeúntes que pasan junto al quiosco.