La hipoteca es la argolla de los ciudadanos así llamados libres. Millones de personas arrastran durante diez, veinte, treinta o más años la cadena de una hipoteca, efecto de una necesidad perentoria: tener un techo y, si hay suerte, rentabilizar los magros ahorros y dejar algo para los hijos; sin suerte, verse en la calle junto al colchón, la mecedora y la foto del día de la boda, rodeado de polis ataviados de robocop. La hipoteca es el rito de paso del capitalismo popular. El duro precio de un refugio contra los lobos. La piedra de Sísifo de la respetabilidad económica. El pivote a partir del cual se forma una familia comodiosmanda. La divisoria existencial entre despreocupados y agobiados. Para pagar la hipoteca aceptó el personaje de Berlanga el empleo de verdugo. Las hipotecas son los títulos de propiedad de la banca sobre la vida de los ciudadanos. Por eso resulta un misterio que el tribunal supremo haya decidido en pleno utilizar la fiscalidad de las hipotecas para abrirse las togas y enseñarnos sus vergüenzas.

En algún momento del proceso se les fue la pinza a unos jueces, que se sintieron investidos de la misión de abolicionistas de la esclavitud y decidieron que el impuesto de actos jurídicos documentados debía cargarse al hipotecante y no al hipotecado. Al instante crujieron las cuadernas del tinglado y la bolsa mostró los colmillos para hacer ver que estábamos en el umbral de una crisis sistémica, adjetivo terrorífico que, como todo el mundo sabe, significa que los bancos pierden y todos hemos de allegar nuestro esfuerzo financiero para evitarlo. Pánico en el tribunal supremo. La ciega  justicia siente el destemplado tintineo de los platillos de la balanza, como si los sacudiera un terremoto. Los supremos jueces levantan la vista de sus legajos y descubren con espanto que son objeto de innumerables miradas de odio y de esperanza. El odio procede de los banqueros con los que comparten partidas de golf en el club de campo; la esperanza está en los desarrapados que frecuentan los banquillos de sus salas. El dilema es insoportable: si corrigen el sentido de la sentencia quedan desacreditados como jueces; si lo mantienen, nunca más podrán volver al club de campo y sus hijos serán objeto de bullying en los carísimos colegios donde se prepara el relevo de la clase dominante. Entonces, se agrupan para colegiar la decisión. Las togas agrupadas producen un efecto equivalente a las rayas de las cebras; un juez solitario es una animal vulnerable y un punto cómico, con sus ropones negros, sus puñetas de encaje y los abalorios pectorales, pero un rebaño impresiona por su vitalidad y desconcierta a los predadores. Por ende, transmite la creencia de que en el grupo anida una inteligencia colectiva que no posee el ejemplar solitario. El pleno celebra un breve proceso deliberativo que está dictado más por el instinto de supervivencia que por la razón jurídica y resuelven el dilema de acuerdo con la realidad a la que sirven. Ninguna especie puede escapar a su rol en el ecosistema. Los banqueros ganan, los hipotecados pagan y los jueces hacen justicia.