Parafraseando al otro podría decirse que las elecciones son la enfermedad infantil de la democracia. Para disimularlo aquí los cursis la llaman la fiesta de la democracia, algo parecido a rubricar un sepelio con un banquete; una liturgia en la que no se sabe si se celebra la pérdida del difunto  o la suerte de los deudos que siguen vivos.  Podemos imaginar a Sánchez, Iglesias, Abascal, Casado, Rivera y otros palpándose el cuerpo para descubrir con un suspiro de satisfacción que aún están vivos y en la pelea. Lo cierto es que estas elecciones, específicamente, son fruto del fracaso de la democracia; en el mejor de los casos, el último recurso contra el fracaso de su funcionamiento ordinario. En un contexto de pérdida de peso del estado-nación por efecto de la globalización y de las instituciones supranacionales que la gobiernan, y cuando los tribunales han de ocuparse del que quizá sea el principal problema político del país, podríamos preguntarnos qué o para qué votamos. La agenda social está mediatizada, cuando no coartada, por los mercados y sus exigencias, y la organización territorial del estado está encorsetada en una constitución, que, digan lo que digan los embaucadores, fue diseñada para que fuera irreformable.

Estamos en la jaula de hierro y hemos perdido la llave del cerrojo. Entranto, nos consolamos como el hámster haciendo girar la rueda con nuestros mínimos votos. El agobio del encierro explica las prédicas alucinadas de la oferta electoral: este quiere la independencia, aquel la reconquista contra el moro, el de más allá cuidar a los pobres y desvalidos, uno es escapista, otro saltimbanqui, el tercero un orate deslenguado, un cuarto oficia de forzudo de gimnasio. Si los partidos políticos no se jugaran un inmenso botín institucional en forma de cargos públicos y recursos disponibles, las elecciones serían ociosas. O dicho de otro modo, si los partidos fueran capaces de identificar los problemas que debe resolver el buen gobierno, negociar y pactar las soluciones, que es lo que espera el electorado con impaciencia, las urnas serían innecesarias, al menos en este formato teñido de desesperación que han puesto de moda. Los políticos perdidos en su laberinto convocan elecciones no para salir de él sino para continuar en el mismo juego, refrendados por la soberanía popular, otro cuento.

Los españoles podemos fijar la fecha exacta en que el sistema entró en declive. Fue el veintiséis de septiembre de dos mil once, cuando el bipartidismo monopolista acordó, a demanda de poderes supranacionales, la modificación del artículo 135 de la constitución y los ciudadanos perdimos la condición de tales para convertirnos, en primer término, en tributarios de nuestros vigilantes acreedores. En aquel momento, los dos partidos de la alternancia rompieron el contrato que los ataba a sus electorados y aparecieron otros partidos en las grietas que se habían formado. La modificación constitucional a favor de los mercados permitió al gobierno entrante –votado por mayoría absoluta- el desguace de salarios, empleos, becas, pensiones, subvenciones, etcétera, en los que se basaba la cohesión social y el consenso político, a la vez que el mismo gobierno se desangraba en un torrente de corrupción. Desde entonces, la brecha social no ha dejado de ensancharse, los partidos se han replegado en sus cuarteles estancos, el discurso público se ha hecho más estentóreo y la tensión hacia los extremos parece irrefrenable. En este estado de agitada confusión vamos a las urnas.