La destrucción de las estatuas es un signo inequívoco de cambio de época histórica. Es el exorcismo contra la maldición que Marx relata en su 18 Brumario: ‘La tradición de todas las generaciones muertas oprime como una pesadilla el cerebro de los vivos’. El pasado nunca se desvanece del todo y su virus permanece en el bronce o en el mármol. El mensaje de la iconoclasia es inequívoco pero, paradójicamente, deja un vacío a su paso. Nada hay más sorprendente e interrogativo que un pedestal sin estatua: ¿qué debería estar ahí?
El dispensador de matarratas
¿Cómo convencer a un tipo con semejante ego de que es un completo y muy peligroso idiota? La dificultad del empeño es tanto mayor porque ha conseguido reunir toda la estupidez del país para auparle al cargo que ocupa.
Fotos en la red
La tentación de inmortalizarse a uno mismo mediante un selfie en la boca del tigre de Bengala que va a dejarte en los huesos un instante después es irresistible. Lo curioso es que estos documentos gráficos tienen el efecto de fomentar nuestro amor por los tigres y despiertan el apetito de ser devorado por ellos.
Apología trumpiana
Las historias de Eastwood se nutren de un tipo de malestar caracterizado por la dificultad de que el individuo encaje en la sociedad y su personaje original, que él mismo interpreta a menudo, es un tipo ambiguo: un sheriff delincuente o un delincuente justiciero. En resumen, su cine está basado en la fragilidad, cuando no la impostura, del contrato social.
El mal tiempo
El viaje de retorno que ha emprendido la derecha en su actual reencarnación como nacional-populismo nos devuelve a un lugar que ya no existe, del que solo quedan ruinas y desechos no reciclados, y no hay modo de verlo que no sea a través del sarcasmo. Trump y Boris son buenos humoristas, tanto que parecen operadores de la industria del espectáculo más que de la política.