Hablamos y escribimos como quien confecciona un traje destinado a vestir la realidad, adaptándonos a las hechuras de una situación, de un personaje, de una prédica, y el resultado depende de nuestro oficio. El texto puede resultar elegante, vistoso, ajustado, deshilvanado, emperifollado, pero en todos los casos el oyente o el lector perciben la cosa que está tras el tejido. Pero ¿qué ocurre cuando las palabras se empeñan en tomar la iniciativa y se ponen en marcha sin que haya un patrón que les dé sentido? Estos intentos suelen ser breves, inconexos y truncados, como los tuits, el epítome de la incomunicación. Los pedantes pueden llamarlos pensamientos pero no son más que ocurrencias, grumos del lenguaje fruto de una pulsión nerviosa momentánea. Larvas. He aquí algunas, aprisionadas en la charca de un cuaderno cualquiera y escritas a mano:

Momentos felices que nos persiguen como lobos.

A la vejez, la vida se convierte en un hueso: el resto del banquete.

Soy un antepasado de mí mismo.

Miro a esa gente y veo el vacío que dejan.

La voz domina el espacio y se desvanece en el tiempo.

No espanta tanto la muerte que nos espera enfrente como la vida fallida que dejamos atrás.

Busco un libro; cuando lo encuentro, está muerto.

La vida avanza más aprisa que la historia. Eso significa que morirás antes de decir la última palabra.

Vivimos atrapados en las habilidades que aprendemos para ser libres.

La vida es un globo al que no cesamos de insuflar aire y cada día es más pequeño y está más arrugado.

El viejo descubre que el tiempo no es el perro que lleva atado de la correa.

Aquel cazador prehistórico nunca pensó que sería famoso ¡en un museo de paleontología!

La edad es sedante, acaba con la esperanza.

La cuatro paredes de mi habitación se esfuerzan por mantener el vacío a buen recaudo.

Aquí estoy, varado en un piélago de frases hechas.