Confieso, no sin dificultad, mi pertenencia a la secta de los que no pueden evitar la fuga de una lagrimita de reconocimiento cuando los clientes del café de Rick cantan La Marsellesa en Casablanca en respuesta a la provocación de los oficiales nazis y bajo la batuta del elegante héroe Victor Laszlo. El subtexto de este acontecimiento inmortal mientras haya cine es, sin embargo, bastante confuso. Casablanca no era territorio francés sino parte del botín colonialista de Francia; el bar estaba lleno de refugiados extranjeros que no debían saber la letra del himno y de rufianes a los que debía importarles una higa; el jefe de policía que tolera al enardecido coro servía a un gobierno fascista, y el tal Laszlo estaba inspirado en Otto Katz, un vividor checo, estalinista, agente del Komintern y jefe de una red de espionaje que, entre otros objetivos de altura, trabajaba con la izquierda de Hollywood. De manera que todo en esta escena es equívoco menos la emoción que suscita. Por eso me inquietó observar en mí el otro día que la reiterada audición de La Marsellesa tras los atentados de París, atrozmente reales, no consiguieran arrancarme la lágrima que se escapa ante un pase de Casablanca. Más tarde, creí entender mi apatía al ver en una foto de prensa a un seguidor del Frente Nacional enfundado en una camiseta blanca en la que había estampado el primer verso del himno: Allons enfants de la patrie… El ufano patriota celebraba con su camiseta la jornada de gloria que había llegado para su partido, ganador de las elecciones regionales. Un cataclismo político por otra parte nada nuevo, ya que una situación análoga se produjo en 2002 protagonizada por el papá de la ganadora de estos comicios y con la misma reacción de los partidos perdedores –la derecha y los socialistas- que pidieron entonces, y piden ahora, la unidad de voto en la segunda vuelta para defender la república. Republicanos patriotas contra patriotas republicanos. Francia es un país dual y al mismo tiempo equilibrado como un elefante. Un país que tuvo hasta ayer al partido comunista más rígido de Europa y tiene ahora a la extrema derecha más populosa, ambos sostenidos en gran parte por los mismos votantes. Un país que supo erigirse sobre el mito de la Resistencia cuando apenas podía ocultar la reciente y conspicua sumisión colaboracionista con el invasor alemán. Un país de asilo habitado por una población de robustos sentimientos xenófobos. Cómo es posible este balanceo entre los extremos sin que la nación se quiebre es uno de los encantos de Francia. Un país, en resumen, que marca mejor que ningún otro la temperatura de Europa porque es al que más podemos parecernos los demás. Ahora, Francia está escorada a la derecha, como toda Europa, y La Marsellesa no es el himno de la libertad sino del miedo.