Un tronco de árbol o una roca que la naturaleza ha tallado puede hacernos ver un rostro, un animal o alguna otra forma familiar. Es un tipo de alucinación voluntaria que alivia al caminante de la monotonía e indiferencia del paisaje y le devuelve a un escenario doméstico del que por el momento está exiliado. La historia también ofrece esta clase de alucinaciones, tanto más si se producen en medio de un periodo de insoportable aridez y miseria. El llamado contubernio de Munich pertenece a este rango de acontecimientos en el que se ha querido ver una significación trascendente a lo que solo fue un trampantojo en el paisaje mineral de la dictadura franquista. Un reciente libro de Jordi Amat, que se presenta con  el reverdecido y apologético título de La primavera de Munich, indaga los acontecimientos que confluyeron en el encuentro celebrado en la capital bávara a principios de mayo de 1962 entre representantes del exilio republicano y personajes de la derecha liberal y socialdemócrata, desafectos al régimen de Franco. La reunión quedó para la historia con el estrambótico nombre de el contubernio de Munich porque así lo calificó el diario Arriba con el característico gusto del lenguaje falangista por los términos arcaicos y campanudos, contaminándolo de paso de ridículo para los restos. Todos los elementos constitutivos de esta reunión contribuyeron a que su efecto político fuera  nulo; efecto que  podemos creer que estaba ya descontado por los patrocinadores mismos de la reunión, que no fueron otros que los servicios de la CIA a través de un artilugio de la guerra fría creado con el nombre de Congreso para la Libertad de la Cultura para contrarrestar la influencia comunista en el debate político de Europa occidental. Munich era entonces la base de operaciones para la agitación anticomunista en el ámbito cultural europeo por medio de un conglomerado de entidades tapadera, fundaciones, editoriales y publicaciones, que reclutaban a intelectuales exiliados del Este y a ex comunistas occidentales conversos y en las que colaboraba un distinguido plantel de figurones de impecable marbete liberal, entre ellos el español Salvador de Madariaga, que presidió el contubernio. En aquella fecha, Franco era una anomalía en Europa occidental: el único superviviente del fascismo derrotado en la segunda guerra  mundial, pero, ¿para qué habría de querer Estados Unidos organizar una acción potencialmente desestabilizadora de su régimen cuando tres años antes había firmado con éste el acuerdo para la instalación de bases militares norteamericanas en suelo español a precio de baratillo? La nómina de invitados a la reunión excluyó a representantes del movimiento franquista y de la única fuerza que ejercía la oposición sobre el terreno, el partido comunista (que, no obstante,  coló algún delegado clandestino y de rondón, igual que el gobierno español colaría algún confidente policial), y los distinguidos concurrentes no representaban a nadie excepto a sí mismos, lo que no quiere decir que los que llegaron del interior de la península no fueran castigados con penas menores de destierro y cárcel a su vuelta a casa. Con Franco, pocas bromas. El gobierno franquista agitó el contubernio para reforzar la adhesión ignara de sus bases sociales y dar una vuelta a la tuerca del miedo entre los delicados círculos liberales y socialdemócratas a los que pertenecían los asistentes, y la cosa funcionó. ¿Quién sabe si no era esa la intención última de los organizadores de Munich? Cualquiera puede pensarlo, habida cuenta de que entre ellos medraban personajes tan turbios y provocadores como Julián Gorkin y, entre los asistentes del interior, tan idealistas y desnortados como Dionisio Ridruejo. Los apologetas de aquella reunión -sobre la que apenas hay bibliografía más allá de las memorias personales de los participantes, que es el material que ha manejado Amat- tienden a considerarla el precedente de la transición y a sus protagonistas como los juanbautistas de la democracia española. Nada de eso. Ni siquiera fue el encuentro cordial, tolerante y esperanzado que quiere pintar la leyenda sino que menudearon los habituales roces y fobias entre personalidades y colores políticos presentes. No en vano había detrás una guerra civil. La transición tuvo lugar quince años después por deceso del dictador y en circunstancias y con fuerzas políticas inimaginables para los contertulios de Munich, alguno de los cuales, como Rodolfo Llopis, secretario general del pesoe, fueron barridos, literalmente, por sus sucesores y herederos. Otros, más afortunados,  tuvieron papeles de reparto en las primeras instituciones de la democracia y para todos la aventura muniquesa debió ser un hito en sus biografías, pero hasta ahí llega el efecto del contubernio. En fin, el libro de Jordi Amat no carece de interés y ha sido lectura para estos días pasados de impostada aflicción que, según me hace entender el campanero loco de la parroquia de mi calle, ya han terminado.