Meditaciones sobre el imbatible gusto por la novela sentimental

En la mesa de últimas adquisiciones de una librería de segunda mano encuentro un ejemplar de El último encuentro, la novela de Sándor Márai que editó Edhasa en 2002 y que gozó de un insospechado éxito de ventas. La crítica la presentó como la obra de uno de los grandes escritores europeos del siglo XX y el público respondió a la llamada del bombo. Yo también. El efecto que me produjo la novela se confundió con la evocación de otras lecturas juveniles y lo recogí en un archivo que rescato ahora del fondo del ordenador.

Medio siglo atrás, acampaban en el paisaje editorial español un puñado de autores extranjeros que proporcionaban un pasto literario semiculto y semipopular a lectores desorientados. Eran Maxence Van der Meersch, Frank Yerby, Vicki Baum, Sven Hassel y otros, hoy sepultados bajo mil toneladas de olvido (excepto éste último, un gamberro belicista y nazi, que gozó de una segunda oportunidad editorial a principios de este siglo). En aquel desconcertante páramo literario, leí algunas novelas de estos autores y una de ellas, de Lajos Zilahy, también desaparecido en el combate del tiempo, me impresionó sobremanera. Era un relato en forma de larga epístola en la que el narrador protagonista relataba su pasión contradictoria y simultánea hacia dos mujeres y cómo, en la imposibilidad de resolver este desgarrador dilema, optaba por el suicidio.  Recuerdo aquella lectura como un relato garboso, no exento de verosimilitud y aderezado de dosis convenientes de sentimentalismo, morbidez y fatalidad para justificar su lectura.

Volví a pensar en aquella novela de Lajos Zilahy al leer ésta de Sándor Márai. Las razones de esta asociación de ideas quizás sean arbitrarias pero no por eso menos contundentes. Los dos autores son húngaros, lo que me parece algo más que una casualidad. Segundo, el foco de la narración se centra en ambos relatos en un conflicto amoroso irresuelto que, de alguna manera, no puede tener otro fin que la muerte. Tercero, el modelo narrativo elegido por ambos es el monólogo del protagonista, y cuarto, en ambas novelas reina una fuerte carga de enfático narcisismo, por encima de cualquier otro rasgo emotivo. No sabría decir, porque no me acuerdo suficientemente de la novela de Zilahy, si ésta se desarrolla también en ese vago escenario de las clases altas de lo que fue el imperio austrohúngaro, como es el caso en la obra de Márai.

No creo que ningún crítico serio restableciera hoy la fama de Lajos Zilahy, al que debo algunas horas de placer en mi juventud lectora, y, sin embargo, los suplementos literarios jalearon sin medida a Sándor Márai presentándolo como la última revelación de las letras húngaras, cuando no creo que esta obra sea para nada superior a la del olvidado Lajos. Cuando descubres en la contraportada del libro que la traducción al castellano de  El último encuentro ha sido financiada por un organismo oficial húngaro y conoces algo de la menesterosidad de la industria editorial española y de sus críticos semipensionistas, comprendes el entusiasmo de las reseñas, pero constituye un fraude al lector presentar como una novedad literaria reseñable lo que sólo es una modesta obra, notoriamente rancia en muchos aspectos y de la que cabe dudar que pueda impresionar a ningún crítico profesional. La biografía de Sándor Márai (1900-1989) revela que fue un ciudadano ejemplar y desdichado pues se exilió de su país, primero durante la dictadura conservadora de Horthy en los años veinte, y luego, en 1948, para huir de la dictadura comunista; vivió en Estados Unidos y finalmente se suicidó en San Diego (California) en 1989, “pocos meses antes de la caída del muro del Berlín”, como recuerda piadosamente la reseña de la contraportada.

Pero la probidad cívica no ampara la excelencia literaria. En resumen, lo que cuenta Sándor Márai en esta novela es la visita que un viajero hace a su antiguo amigo de la juventud, terrateniente de la nobleza rural, cuarenta años después de que ambos se separaran de una manera intempestiva.  El reencuentro tiene lugar en la casa solariega del anfitrión, donde ambos ancianos compartieron una intensa relación de amistad juvenil, en los tiempos en que sirvieron juntos en el ejército del emperador. El terrateniente esperaba, no se sabe por qué, esta visita después de cuarenta años de separación y el encuentro sirve para que, en la sobremesa de la cena que ha ofrecido al visitante con los manjares que los dos amigos paladearon en otros tiempos, el anfitrión desgrane los recuerdos del pasado que están emponzoñados por la convicción de que aquel amigo querido que ahora vuelve le engañó con su mujer y además quiso matarlo durante un cacería. Bien, la narración revela que el terrateniente ha vivido todo este tiempo, desde que su amigo se marchó y, más tarde, murió la mujer, herido por la doble infidelidad de ambos, y, ahora,  al final de su vida, lo cuenta al propio amigo que pasa por su casa diríase que con el único propósito de escuchar en silencio esta historia que ya debe conocer, aunque los lectores nos quedamos sin saberlo porque en toda la novela no abre la boca, excepto para decir algunas generalidades circunstanciales. El visitante, oída la historia, se despide y la novela se acaba.

La edad de los personajes es algo más que una circunstancia biográfica, es una precondición de la verosimilitud de la historia,  que hubiera sido imposible si los protagonistas fueran más jóvenes. El último encuentro está urdida con los materiales propios de la novela centroeuropea decimonónica pero con estilo de la literatura de la post guerra mundial. Aquí tenemos todo lo que se puede encontrar, digamos, en una novela de época: un ambiente rural con gran mansión, bosques umbríos y poblados de caza mayor, criados con librea, personajes de la nobleza y de la milicia, mujeres refinadas y cosmopolitas, pasiones secretas, celos, un adulterio, camaradería cuartelera, una vieja sirvienta muda que fue nodriza, fiestas vaporosas, noches de farra, etcétera, en un paisaje consabido en el que incluso el emperador Francisco José hace un cameo (como ahora ocurre con el presidente de Estados Unidos, que aparece en todas las películas americanas). Pero, ay, la novelita está escrita en una época en la que todo eso es el pasado, de manera que no hay una historia sino una evocación. Cuando Márai escribió este relato, Musil y Kafka ya habían pasado la garlopa sobre el esplendor del Imperio, y, como se recuerda en la novela, la primera guerra mundial ya se había llevado por delante a diez millones de personas. De manera que el autor revive el pasado a través de su protagonista mediante el recurso a una prosa contenida, como en un susurro, aparentemente neutral y desprovista de pathos, y sin embargo autocomplaciente, paladeada con placer y dirigida, no al invitado de piedra, sino al propio ánimo del narrador que, por efecto del soliloquio interior, debe ser también el del lector. No hay personajes ni situaciones, y menos conflicto dramático, sino un estático estado de conciencia que se expresa a través del monólogo.

Este estilo anega la historia porque no se puede abordar una pasión del XIX desde una conciencia del siglo XX. Los protagonistas de la novela decimonónica se reconocen por la acción y lo que se nos ofrece aquí es una experiencia interior donde un único personaje se presentan y se la cuenta a sí mismo. Sandor Márai no consigue superar este problema narrativo. Al principio, ofrece los antecedentes de la historia, el ambiente, la psicología de los personajes y la situación de la llegada del viajero desde la posición de un narrador externo, pero lo hace a bulto, obviando los detalles, con premura y una rigidez que contamina toda la historia, como si tuviera prisa por situar a los actores en el escenario para que empiece el monólogo; en realidad, la función de un actor solo. El autor está atrapado en un dilema irresoluble. Impedido por el plan del relato para recrear una atmósfera real y vívida, a la manera de Tólstoi, digamos, ya que habla del pasado, e imposibilitado por su propia falta de recursos para ensayar una literatura de la memoria, a la manera de Proust, el resultado es un teatrillo de cartón piedra: un viejo que perora ante otro viejo que está mudo.

Encuentro con Coetzee

Sin duda, Sándor Márai no es un mal narrador; lo que cuenta tiene ritmo y sentido, y cuando penetra en las zonas más intimistas del relato puede ser vibrante, como lo era Lajos Zilahy para el lector novel que fui una vez, pero para nada justifica el estruendo laudatorio que algunos críticos levantaron para saludar la entrada de este autor en el mercado español.  Lo que no imaginaba es que este jaleo alrededor de Márai tuviera una dimensión internacional y que un escritor de la talla de J. M. Coetzee habría ocuparse también de él en un capítulo de Mecanismos internos, una colección de ensayos literarios del Nóbel sudafricano publicada en España por Random House en 2010, ocho años después de que el texto que ha precedio a este epígrafe fuera escrito con destino a un cajón. El artículo de Coetzee aparece reproducido de nuevo, no tengo ocasión de comprobar si con alguna variante, en otra edición de ensayos del mismo autor y la misma editorial (Las manos de los maestros, 2016), que acababa de leer cuando el otro día encontré la obra de Márai en la librería de lance, de modo que puede decirse que mi último encuentro con este autor lo ha sido en compañía de Coetzee.

 Es forzoso que la aprensión invada a un provinciano cuando ha de confrontar sus juicios literarios con los de una autoridad como la de Coetzee, pero en esta ocasión el provinciano que soy salió no solo bien parado sino razonablemente satisfecho en su vanidad. Opina  Coetzee que “el reciente brote de interés por Márai no es fácil de explicar” y lo atribuye a la autoridad del editor Roberto Calasso en Italia y del crítico Marcel Reich-Ranicki en Alemania, que promocionaron este libro en 1998. Que el impulso concurrente de estos dos críticos, autoridades literarias absolutas en sus respectivas áreas lingüísticas, consiguiera poner en órbita una novela es una repetida obviedad que se ha dado con otros autores (en este caso, en Alemania se vendieron setecientos mil ejemplares en tapa dura), pero es más intrigante que el aprecio por el autor se extienda al parecer sin límite en los gustos lectores de toda Europa; en España, continúa desde entonces la edición de las obras de Márai, hasta ahora mismo. En referencia a El último encuentro, Coetzee explica así la acogida del público: “No cuesta mucho creer que ese éxito es en gran medida una respuesta a los elementos de romance popular del libro –el castillo en el bosque, la historia de pasión y adulterio y venganza, la sensual amante oriental, el lenguaje ampuloso, etcétera-, es decir, a esa caricaturesca capa de kitsch de la que Márai, a su manera compleja e irónica, se distancia y al mismo tiempo acepta como inevitable. Aunque, en el caso de los lectores europeos, no debería olvidarse una corriente histórica más profunda, concretamente el cansancio o la mera impaciencia provocados por una visión del siglo XX en la que todo lleva o se aleja del agujero negro del Holocausto, y la correspondiente nostalgia por una época en la que las cuestiones morales todavía poseían dimensiones manejables”.

 Esta atribución del éxito de la novela a la necesidad del público lector de escapar del agujero negro del Holocausto mediante el retorno, aunque sea impostado, a la novelería romántica es muy intrigante porque, al menos en este caso, implica a la alta cultura, la que representan Calasso y Reich-Ranicki, éste último víctima él mismo del Holocausto, lo que significaría que después de un largo periodo de digestión intelectual de este trauma europeo, todos los esfuerzos han resultado inútiles y autores, editores y lectores optan por volver a la casilla de salida donde todo comenzó. Los terratenientes, la caza en los bosques umbríos, la camaradería juvenil y militar, los duelos a espada, la nostalgia del imperio y el idealismo taciturno que configuran  la escenografía de El último encuentro aparecen en la mitología cotidiana del nacionalsocialismo. Incluso la afrenta sufrida por el protagonista de la novela y que provoca el desarrollo del relato guarda una inquietante analogía con la puñalada por la espalda, que justificó las agresiones nazis y el retorno a la guerra. No creo que deba exagerarse esta veta interpretativa, que, por lo demás, Coetzee no argumenta más allá de dejarlo apuntado. El tiempo en que Márai escribió la novela es muy distinto al tiempo en que ha registrado este tardío éxito de público por lo que se puede inferir que las razones del autor y de sus lectores han de ser muy distintas y el encuentro se debe a un venturoso azar para las editoriales que lo han publicado. Sin embargo, la sugerencia de Coetzee invita a recordar la sostenida pervivencia de las obras de Stefan Zweig, otro autor de entreguerras, de nuevo de moda en nuestro panorama editorial del que en realidad no se ha ausentado nunca. Zweig ilustra de manera más acabada aún el retorno del público a los gustos novelescos anteriores a la guerra porque él mismo fue víctima del Holocausto y su última obra, El mundo de ayer, de gran éxtio editorial ahora mismo, es una memoria elegíaca de inequívoco cariz testamentario por la Europa que arrumbó el nazismo y la guerra.

Coetzee identifica a Sándor Márai como perteneciente a la burguesía progresista del imperio austrohúngaro y en el apunte biográfico que hace de él lo describe como un personaje típicamente centroeuropeo, de identidad nacional mestiza (húngaro nacido en una ciudad que ahora pertenece a Chequia y que en algún momento quiso ser escritor alemán), propenso al vagabundeo por Europa, escritor prolífico y no siempre reconocido, y fugitivo de todos los regímenes políticos que ocuparon su país. Esta condición hace aventurar a Coetzee si el kitsch de sus relatos no habría que interpretarlo en clave irónica, como una forma de poner de relieve todo lo que el fascismo primero, la guerra después y por el último la invasión soviética y el régimen comunista habían destruido en Hungría. Esta interpretación se vería reforzada por el contenido y el tono de las memorias del autor, tituladas explícitamente Confesiones de un burgués (Ed. Salamandra) pero no aclara gran cosa porque no se entiende qué enseñanza se puede extraer de una ironía inaccesible al evocar una situación y un régimen que han sido definitivamente sepultados por la historia. ¿O quizás no? La ironía, si existe, no puede ser el motivo de su éxito entre el público actual, que forzosamente carece de experiencia sobre lo que fue aquella época y lo que lee es una fábula. Márai jamás militó en ningún partido político pero fue un tenaz defensor de los valores de la clase media de su país, se nos dice en su biografía, y cabría pensar que también lo fue de sus gustos novelescos. La lección que su éxito nos da es que esos gustos están lejos de haberse enfriado desde la post guerra mundial hasta ahora mismo entre los lectores de la franja sociocultural que alimenta los best sellers. Porque Márai tampoco fue un escritor desconocido y es falso que fuera un descubrimiento en los años noventa, como agitó la mercadotecnia de los editores. Una parte de su obra fue (mal) traducida y editada en diversos países de Europa en los años cincuenta; también en España, donde la novela que se comenta se publicó en la editorial Destino en 1955 con el título más teatral y apropiado al relato de A la luz de los candelabros (Arden las  velas, en el original húngaro). Fue, pues, contemporánea de mi desvencijado recuerdo de Lajos Zilahy y de sus lacrimosos dilemas morales de pequeño burgués, como se decía antes.

Coetzee concluye: “Se han prometido más traducciones de la obra de ficción de Márai, pero nada de lo que está disponible hasta la fecha para lectores que no saben húngaro contradice la impresión de que, por más reflexivo que él haya o pueda haber sido como cronista de la oscura década de 1940, por más valentía (o tal vez sólo falta de reparos) que haya demostrado en su defensa de la clase en la que nació, por más provocativa que pudiera ser su paradójica filosofía de la máscara, su concepción de la forma novelesca era, no obstante, anticuada, su concepción del potencial de la novela era limitada, y sus logros en el medio fueron, en consecuencia, escasos”.  Está dicho.