Cine y novela de la memoria de un niño atormentado.
La obra de J. G. Ballard está traducida al castellano, aunque no sé de nadie que haya leído ninguna novela suya, quizás por su especialización en ciencia ficción, un género del que no conozco aficionados entre mis amigos y del que yo mismo me he sentido expulsado cuando he intentado alguna incursión en él. Los comentarios que encuentro en Internet sobre este autor son ambiguos. Por ejemplo, éste: “Sin embargo, dentro del mundo de la ciencia ficción se limita a cierta elite interesada en su gran calidad literaria y, en ocasiones, a su experimentación lingüística. Él mismo se ha calificado de terrorista literario, y como muestra más clara de esta afirmación está su novela Crash”. Sin embargo, Susan Sontag ha dicho de Ballard: «One of the most important, intelligent voices in contemporary fiction”.
En fin, como quiera que sea, mi lectura de El Imperio del Sol no está provocada tanto por la curiosidad hacia la literatura de Ballard sino por el impacto que me produjo la película homónima de Steven Spielberg, una de las mejores de este cineasta, a mi juicio, aunque creo que no de las más famosas ni aplaudidas de su filmografía. Ballard es de la misma opinión; en su autobiografía (Milagros de vida, ed. Mondadori, 2008) dice que la película “es a mi juicio la mejor y más imaginativa de Spielberg”. El estreno en 1987 catapultó la fama de Ballard y ocasionó la reimpresión de su novela en el mercado de habla española, cuatro años después de su primera edición. La televisión emite a menudo la película y cada vez me emociona el arrebatado lirismo de algunas escenas, la acreditada elegancia narrativa de Spielberg y la empatía que provoca en mí el personaje de Jim, interpretado por un jovencísimo Christian Bale, antes de que este excelente actor galés quedara encasillado en papeles de psicópata. Una vez más, advierto que Ballard comparte este criterio. En su autobiografía (pag. 219) anota que Christian Bale, que entonces tenía doce años, “interpretó a Jim de forma brillante cargando prácticamente todo el peso de la película sobre sus hombros”. Ballard asistió al rodaje de la película y llegó a participar como figurante en la escena del baile disfraces, y ha dejado de esta experiencia unas anotaciones llenas de entusiasmo y júbilo.
En resumen, el efecto de la película es tan intenso que me costó leer la novela con libertad. A cada paso, traducía el texto a las imágenes del filme y me impacientaba cuando esta traducción no era automática. Al final, tiendo a creer que la versión cinematográfica de Spielberg es mejor que el original literario de Ballard. Esta afirmación puede resultar equívoca, porque son materiales notoriamente diferentes, aparte de la anécdota, que, lógicamente, es la misma. No es sólo que la película se vea obligada a sintetizar personajes y situaciones para traducir a una representación visual lo que en la novela es por definición un desarrollo discursivo, sino que en este tránsito Spielberg y su solvente guionista, Tom Stoppard, han introducido algunas modificaciones esenciales en la perspectiva de la historia.
Un rito de paso en el infierno
Como es sabido, lo que cuenta El imperio del Sol es un fragmento novelado de la biografía del propio Ballard, nacido en Shangai en 1930 e internado por los japoneses en el campo de concentración de Lunghua para civiles de los países aliados, cercano a esta ciudad china, donde permaneció desde 1942, a raíz del bombardeo de Pearl Harbour y la posterior ocupación de la ciudad por los japoneses, hasta el final de la contienda en 1945. Es, pues, una novela sobre el paso de la niñez a la adolescencia en un escenario insólito e infernal: un centro de detención dominado por el hambre, la enfermedad y la muerte, donde el pequeño Jim, hijo de una familia de la oligarquía industrial europea en Shangai, ha ido a parar, separado de sus padres, y donde no sólo debe sobrevivir sino también entender el mundo que le rodea y encontrar una razón para la esperanza. Para contar esta historia, Ballard recurre a un estilo libre indirecto, que le permite urdir el relato desde la experiencia de Jim. El lector acompaña al pequeño protagonista durante toda la novela y recrea la realidad a través de su conciencia. Esta elección no está exenta de algunos riesgos, que el autor no siempre resuelve satisfactoriamente. El primero es que la novela está escrita muchos años después a que ocurrieran los hechos que se narran en ella por un adulto que sólo parcialmente puede volver a investirse en la piel del niño que era entonces. Escribe Ballard sobre esta experiencia literaria tardía: “Pocos novelistas han esperado tanto para escribir sobre las experiencias más formativas de su vida, y todavía me sorprende que dejara pasar tantas décadas. Tal vez, como he meditado a menudo, tardé veinte años en olvidarme de Shangai y otros veinte años en recordarlo”. De hecho, en el relato no hay progreso ni maduración del protagonista: lo que se nos ofrece es una colección de viñetas engarzadas en orden cronológico: la ocupación de la ciudad por los japoneses, el desconcierto de niño abandonado, la azarosa captura y el traslado al centro de detención y, a partir de ese momento, el monótono discurrir de los días hasta la liberación sin otro objetivo que escapar a cada momento de las asechanzas de la muerte. La medida de todos estos acontecimientos la da la subjetividad del niño.
La segunda dificultad del relato parte de la anterior y radica en el desarrollo narrativo de esta subjetividad del protagonista. Jim es un niño hiperactivo, azogado, de imaginación desbocada (“desesperada”, se dirá en alguna ocasión), con una increíble capacidad de observación y retención de los detalles, que se mueve continuamente en un espacio físico cerrado, junto a personas extrañas con las que se ve obligado a establecer relaciones de cooperación para su supervivencia. Ballard urde para su personaje una malla de idas y venidas, correrías de aquí para allá, jalonadas de reflexiones repentinas, comentarios inconexos y fragmentos de conversación circunstancial, que constituyen una prosa apretada, a menudo prolija y no siempre inteligible, de lo que sin duda es en parte responsable una traducción más imprecisa de lo que sería deseable. Uno de los méritos de la película de Spielberg radica en haber ordenado esta gavilla de fulgurantes impresiones en una historia convencional bien armada, con principio y final y una bien dosificada mezcla de pinceladas de crudo realismo y de fragmentos de intenso lirismo, en un escenario reconocible y verosímil, con personajes identificables, capaces de establecer relaciones inteligibles, y con episodios diferenciados, dotados de entidad y clímax propios. Al lector de la novela le resulta muy difícil no leerla como un borrador en bruto del guión de la película y se siente incómodo cuando atraviesa por pasajes del texto que no puede traducir a las imágenes de Spielberg.
La providencia en el cine
Claro que en el proceso de traslación al cine, Spielberg ha lavado el material literario para despojarlo de la sordidez y la incertidumbre que constituyen el cuajo del relato. Spielberg cree en la providencia (o hace películas para gente que cree en ella, lo que para el caso es lo mismo) y ni se plantea que sus historias puedan carecer de final feliz. De hecho, ésta quizás sea la característica más relevante del cine de este, por lo demás, gigantesco director: en su cine no hay historia, por atroz que sea, que no termine con un abrazo fraternal y un reconocimiento de que el mal es una circunstancia instrumental para hacerlos comprender que estamos llamados a la felicidad y que la conseguiremos con la ayuda de dios. Ballard deja constancia en su autobiografía de la reticencia, y a menudo hostilidad, que el cine de Spielberg despertaba en los críticos norteamericanos con los que él habló, y relata la extrañeza de un crítico por el hecho de que el escritor hubiera permitido que fuera este director el que llevara al cine su novela. El escritor concluye el relato de estas circunstancias con una observación acerada: “Tal vez los periodistas estadounidenses, que se consideran la conciencia de la nación, le guardan rencor por revelar la tendencia sentimental e infantil que subyace bajo la superficie de la vida estadounidense. Sin duda existe una dimensión de la que se percatan los visitantes europeos. Una confianza en la idea de Estados Unidos que ningún francés ni británico siente por su país. O puede que en Europa seamos más tristes por naturaleza”.
Desde el primer fotograma de El imperio del sol, el espectador sabe que el joven Jim Graham es invulnerable y que sobrevivirá a sus penalidades. Este idealismo básico exige aislar las manifestaciones físicas de la realidad, aquéllas que revelan la falibilidad de la condición humana y el problemático final de su experiencia, lo que en este caso significa obviar los rasgos característicos de un campo de concentración: los prisioneros famélicos y descoyuntados, el hambre constante, las heridas purulentas, el mercado negro, la promiscuidad sexual, la brutalidad rutinaria de los guardianes, el cinismo y la codicia a flor de piel de los cautivos, pero, sobre todo, la convivencia constante con la muerte que no cesa de manifestarse en los cadáveres sembrados por todas partes: en el precario cementerio del borde del campo, en las cunetas y taludes; en medio del patio donde se ejecuta a palos a los castigados por alguna falta; en la enfermería donde se mantienen unos días los difuntos para que los vivos puedan aprovecharse de las raciones alimenticias que les corresponden. En la película de Spielberg, todos estos rasgos son eludidos o presentados en dosis homeopáticas y siempre destinados a revelar de alguna manera su carácter providencial en el destino de Jim. En Ballard, sin embargo, constituyen el mundo de Jim, del que no puede escapar y a menudo ni siquiera lo desea.
La resurrección de los muertos
Al término de la novela, hay una escena donde la muerte adquiere rasgos alucinatorios y se convierte en el eje de la pervertida percepción de la realidad del protagonista. Éste está en un arrozal a donde ha llegado después de que el campo de concentración haya sido evacuado en los últimos días de la guerra, y permanece sentado junto al cadáver de un piloto japonés derribado, mientras se dispone a dar cuenta del contenido de una lata de conserva de carne que ha sido arrojada en paracaídas por los norteamericanos. En ese momento, Jim sufre la alucinación de que la carne que se lleva a la boca está viva y de inmediato imagina que el piloto japonés se incorpora para devorarlo, por lo que golpea el cadáver y al hacerlo la boca del piloto se abre y un párpado se estremece, y Jim cree que su acción ha resucitado al japonés, y este delirio se encadena al recuerdo de los masajes cardiacos que había visto hacer al médico del campo, su amigo, en algunos recién fallecidos en la enfermería, y de seguido piensa en la bomba atómica sobre Nagasaki, cuyo reflejo ha visto hace dos días desde este mismo arrozal donde ahora está y a la que atribuye el poder de devolver la vida, como si fuera un nuevo sol. El Jim de la novela vive inmerso en su propia experiencia, de la que está prisionero, y que se nos describe a veces mediante característicos encadenamientos del flujo de la conciencia. En la película de Spielberg aparecen todos los elementos convocados en esta escena: la lata de carne en conserva, el piloto japonés muerto, el reflejo de la bomba de Nagasaki, los masajes cardíacos, pero su sintaxis es distinta y también lo es la función que cumplen en el relato. El Jim de la película no forma parte de ese mundo amenazado por la destrucción, en el que la vida es tan escasa y precaria que necesita anunciarse como una rebelión de la materia muerta: en la carne en conserva, en el parpadeo de un cadáver o en la energía que mana del instrumento de destrucción más monstruoso que ha inventado el hombre.
En la película, Jim sobrevuela o en su defecto (pues volar es sólo un deseo) atraviesa a la carrera la realidad del campo de concentración; en la novela, está prisionero en ella, como un ratón febril en un laberinto. Los dos Jim, el de la película y el de la novela, viven la misma situación y ambos son agitados, imaginativos y audaces, pero el mundo que resulta de esta misma experiencia es muy distinto en cada caso. El reencuentro de Jim con sus padres, al término de la historia, es característico de esta distancia que separa los talantes de Spielberg y Ballard. En la película, la escena se ofrece al espectador como una liturgia, en un pabellón donde unas decenas de niños europeos, perdidos durante la guerra y recogidos por las autoridades americanas, han sido llevados para que los recuperen sus padres, que los buscan inmaculadamente ataviados, como en una aparición. El reconocimiento recíproco, -y ritual- de padres e hijos restaura el orden subvertido por la guerra y devuelve la paz a los espíritus. En la novela no hay nada de eso; de hecho, ni siquiera se describe la escena del reencuentro sino que se da por supuesta mediante un hiato tras la escena del piloto japonés muerto: “Dos meses más tarde, la víspera de la partida hacia Inglaterra, Jim recordó las palabras de Ransome mientras bajaba la planchada del SS Arrawa y pisaba por última vez el suelo chino”. Es el último capítulo del libro y se ha restaurado una situación que se parece bastante a la realidad de antes de la guerra, pero sólo lo parece. Ha vuelto la agitación a las calles de Shangai con su hormigueo de carritos tirados por coolies, la proliferación de mendigos, prostitutas y sus chulos que visten como gánsteres americanos, mezclados con soldados de Chiang Kai Shek que han sustituido a las tropas japonesas, y marineros de la flota americana anclada en el puerto. La familia ha recuperado su casa en el exclusivo barrio de la oligarquía europea y ha vuelto a contratar a su antiguo chófer chino, Yang, al que Jim pide que le lleve de nuevo a ver el campo de concentración de Longhua, donde ha pasado los últimos tres años de su vida. Cuando llega al campo constata que las alambradas han sido repuestas y el recinto está habitado por chinos y algunos ingleses que ocupan las antiguas instalaciones; los aviones varados en la pista del aeródromo, que tanto le habían hecho soñar, están cubiertos de vegetación y el cementerio ha sido nivelado “como si se pensara en construir una serie de pistas de tenis”. Mientras hace el viaje de vuelta a Shangai, Jim piensa “en las últimas semanas de la guerra” y conviene consigo mismo en que “hacia el final, todo se había confundido un poco. Quizás el hambre lo había enloquecido levemente”. No obstante, en las semanas siguientes “pensó muchas veces en el joven piloto que había creído resucitar. No estaba seguro que fuera el mismo que le había dado el mango. Probablemente, los movimientos de Jim habían despertado al joven agonizante”. No, el reencuentro con sus padres no borra el pasado de Jim. Al contrario de lo que ocurre en el final feliz de Spielberg, la recuperación de la normalidad perdida empalidece a la luz de lo vivido: “Jim nada había contado a los padres de todo eso”. En su autobiografía, Ballard inicia así el relato de su regreso a Inglaterra con su madre y hermana, después de la experiencia en Shangai durante la guerra: “El invierno era helador, e Inglaterra estaba congelada”. Incluso, albergaba la convicción de que la bomba de Nagasaki, cuyo resplandor había creído ver a través de seiscientos kilómetros del Mar de la China, de eso sí estaba seguro, anunciaba el comienzo de otra guerra, de la tercera guerra mundial, una convicción que nadie a su alrededor compartía. La última visión de Jim cuando abandona China en el vapor Arrawa es un ataúd infantil que se balancea en las aguas del Huangpu.
Refracción de la memoria
Hay un destino paradójico en esta novela, en relación con la película que la ha recreado. El proyecto de Spielberg devolvió la fama a Ballard, pero fue una fama vicaria, equívoca, porque lo que resucitó no fue la obra del escritor inglés sino su reflejo en la pantalla. A pesar de las dudas postreras de Jim, el piloto kamikaze japonés está definitivamente muerto y el Zero que pilotaba, como los Mustangs que se le enfrentaron en el cielo de China reposan en el museo. Ballard, como su protagonista Jim, es un superviviente de la segunda guerra mundial y de la experiencia del infierno conservaron una extraña conciencia: nada de aquello parecía que hubiera terminado definitivamente aunque los cementerios fueron prontamente nivelados para construir pistas de tenis. Pero algo sí fue cierto y definitivo, aunque los supervivientes de la guerra anterior sólo alcanzaran a ver el resplandor. La bomba atómica trajo la tercera guerra mundial que revistió otras formas, tan recónditas que sus mejores cronistas son los autores de novelas de espionaje. Spielberg y su cine forman parte de los vencedores de esta tercera guerra y el resplandor de su energía tiene la doble virtud de transformar en mito la inconclusa experiencia de la guerra anterior y ocultar la realidad de la guerra presente. La novela de Ballard terminaba con una interrogación; la película de Spielberg la ha convertido en una respuesta inequívoca, cuya rotundidad nos impide conocer la pregunta a la que responde.
La memoria es una cadena de refracciones que operan cada vez que se activa el recuerdo, cuyo relato recrea el hecho recordado de acuerdo con mecanismos inconscientes e inmanejables. Si la memoria del niño que fue J. G. Ballard sufre una refracción en la traducción de la novela a las imágenes de la película, no es menor la que sufre la novela en relación con las memorias escritas de Ballard. Éste dedica cuatro capítulos de la primera parte de su autobiografía (Milagros de vida, op. cit.) a su experiencia como prisionero en el campo de Lunghua, donde tienen lugar las aventuras de su alter ego, Jim. De esta época, que fue en efecto para el autor un rito de paso de la infancia a la juventud, dice “En Longhua me desarrollé y saqué el máximo provecho de los años que pasé allí, según el lenguaje del boletín escolar de mi infancia”. Tal como la recuerda, aquella época fue, si no feliz, desde luego intensa, desenvuelta y fructífera. El lector recorre estas páginas y reconoce el aroma y algunas circunstancias de su novela El imperio del sol, pero el tono de la evocación memorialística es muy distinto al de la ficción. En su autobiografía, el autor parece haber hecho las paces con su pasado y lo que nos cuenta se asemeja más a la estancia en un destartalado campamento de vacaciones que al internamiento en un campo de concentración. Probablemente, este tono templado y ligeramente plano de sus memorias debe imputarse a un rasgo de honradez intelectual del autor, que no ha querido enredar a sus lectores en las imposturas propias de un relato novelístico. En todo caso, no deja de ser chocante.
En relación con el material novelado, Ballard hace una revelación significativa. El escritor compartió el cautiverio con sus padres y hermana pequeña, y no como Jim, que aparece como un chico huérfano o abandonado. Lo recuerda así: “En la novela, la ruptura más importante con los acontecimientos reales es la ausencia de mis padres en Lunghua, Reflexioné detenidamente sobre este punto, pero me pareció que era más fiel a la verdad psicológica y emocional de los acontecimientos convertir a Jim en un huérfano de guerra”. En efecto, en la medida que la materia de novela, y también la experiencia biográfica del autor en este episodio de su vida, es la de la ruptura del joven Jim con el mundo de la infancia (el ataúd infantil que se balancea en las aguas del río cuando el barco que lleva a Jim a Inglaterra deja el puerto de Shangai) parece congruente que los padres hayan desaparecido del escenario. De hecho, así ocurrió en la realidad. Las condiciones del cautiverio otorgaron al pequeño Ballard una forma de libertad que era incompatible con la experiencia de sus mayores en las mismas circunstancias. También aquí la película de Spielberg traiciona el espíritu de la novela y la memoria del autor. El filme concluye con un emotivo reencuentro de Jim con sus padres cuando la guerra ha terminado, y el correspondiente retorno al hogar familiar. Fue al revés. La familia de Ballard se separó al término de la contienda. Él, su madre y su hermana partieron hacia Inglaterra pero su padre que quedó en China al frente del negocio de industria textil que le retenía en Shangai y que era la razón de su estancia en China. Ballard contempla desde la cubierta de popa del vapor Arrawa cómo la ciudad queda atrás y, entre la gente que ha acudido al puerto para despedir a los que parten hacia Inglaterra, ve a su padre que “en el último momento” se vuelve hacia él y le dice adiós con la mano, “y por una razón que un nunca he llegado a entender yo decidí no contestarle”. Cuando padre e hijo volvieron a verse en 1947 y luego en 1950, “para entonces nos habíamos distanciado, y él ya no desempeñaba ningún papel en las numerosas decisiones que yo había tomado respecto a mi futura carrera”.