Memoria de la lectura de ‘Ulises’, de James Joyce

El anual recordatorio que dedica el suplemento Babelia a la celebración del Bloomsday el próximo dieciséis de junio  me ha llevado al recuerdo de mi lectura de la obra de James Joyce, de Retrato del artista adolescente y de Dublineses en los escarceos lectores de juventud  y del Ulises mucho más tarde, cuando ya era un lector lo bastante curtido para enfrentar este desafiante ochomil de la literatura. Fue en 2004 y, después de coronar la cima, escribí las siguientes notas que han permanecido inéditas en un archivo del ordenador desde entonces. Las releo ahora:

Por fin he saldado una de las cuentas lectoras pendientes, en el último mes, y casi hasta el último día, del año del centenario del Bloomsday.  No llegué a fajarme con el libro en verano pasado, que era la época prevista para la lectura, porque me dominó la pereza. Pero al fin lo he conseguido, después de cuatro semanas de sostenida lectura. El esfuerzo ha sido notable, porque me he propuesto no dejar de leer ni una línea del libro, y a menudo he vuelto una y otra vez sobre el mismo párrafo, cuando la fatigada atención intentaba escabullirse de la página. Hacia el mes de junio pasado, inevitablemente, los suplementos literarios se hicieron eco del centenario y El Cultural requirió la opinión de algunos escritores de mi generación, que se mostraron comúnmente reticentes. Reconocen la magnitud de la novela, pero tanto o más su tenaz opacidad. Todos confiesan haber leído dos veces el Ulises; la primera, en su temprana juventud, más o menos atropellada y descuidadamente, y la segunda, ya en la madurez.  Tengo para mí que esta confesión es un pacto entre el deseo y la realidad; yo hubiera contestado lo mismo, si me hubiesen preguntado. Lo cierto es que yo no leí Ulises en mi dorada juventud, aunque lo intenté varias veces y, por lo que he descubierto por marcas de lápiz dejadas en las páginas de la vieja edición de Lumen (presentada en su día como una superación de traducción argentina  de Editorial Rueda), llegué bastante lejos en alguna de estas incursiones. Esta vez, sí, lo he leído, desde “Solemne, el gordo Buck Mulligan…” hasta la última sílaba del monólogo interior de Molly, “Sí”. Y me siento presa de la exultación de quien ha conquistado una cumbre desafiante que no cesaba de proyectar su sombra sobre mi apesadumbrada conciencia de lector.

En la lectura me han acompañado dos guías: El Ulises de James Joyce, de Stuart Gilbert (Siglo XXI Ediciones, 1971), con un prólogo de Juan Benet, y Curso de literatura europea, de Vladimir Nabokov (Ediciones B, 1987). Del primero de estos libros me complace pensar que es una rareza hace muchos años descatalogada y que debo ser de los pocos españoles que lo conservan en su biblioteca, procedente en este caso del botín de El Parnasillo Pamplonés, antes de que esta fraternidad de lectores corsarios fuera la marca de una respetable librería de mi ciudad. El rótulo que acredita la procedencia del libro tiene la elegante e inconfundible letra de Patxi Irigoyen [cuando hoy reproduzco estas notas, la librería hace más de un año que ha cerrado y el amigo Irigoyen ha fallecido].

Por lo demás, las obras de Gilbert y Nabokov tienen una utilidad relativa como guía de lectura de la novela de Joyce. Gilbert publicó su trabajo en 1930 y es responsable de la interpretación mitológica que a partir de entonces ha acompañado solemnemente a Ulises y ha eximido a muchas personas de su lectura. Esta caracterización la desarrolló y explotó Gilbert a partir de algunas observaciones privadas que hizo el propio Joyce a su amigo Carlo Linati sobre las analogías de su personaje y el héroe de la Odisea. No hay duda de que, si Joyce lo afirma, Ulises guarda ciertas concordancias estructurales con la obra de Homero, pero Gilbert ha llevado esta observación hasta el absurdo por el procedimiento de hacer una lectura no sólo mitológica, sino también esotérica de la novela, y ha colgado de cada capítulo una pesada y ostentosa ristra de símbolos. De hecho, sus comentarios críticos están amasados por dos clases de materiales muy distintos y perfectamente discernibles: una descripción convencional del contenido del capítulo (personajes, situaciones, diálogos, que ciertamente no siempre son perceptibles en primera lectura), y la correspondiente interpretación simbólica que no guarda ninguna relación con la literalidad del texto, y que tanto podría ser la que ofrece Gilbert como cualquiera otra. Al cabo de unos cuantos capítulos, este juego resulta insufrible y la guía de Gilbert, prescindible. A su turno, Nabokov zanja la cuestión calificando a Gilbert de  “pelmazo”. Sin embargo,  la guía del autor ruso, escrita en forma de lecciones para sus estudiantes de literatura, tampoco es de mucha utilidad porque constituye una introducción a la lectura de la novela, no sólo muy elemental sino presidida por los criterios a menudo sumarios y reduccionistas de Nabokov. Sus observaciones son  generalmente sensatas y cargadas de sentido común, pero la selección que ofrece de los puntos de interés del relato, así como los juicios que le merecen unos capítulos u otros son muy personales y discutibles.

En este sentido, la mejor guía es la contenida en la misma edición de Lumen, a cargo de José Mª Valverde, traductor de la novela (al que algunos críticos han achacado un conocimiento estrictamente académico del inglés). Valverde ofrece en cada capítulo unos apuntes que permiten al lector abrirse paso en la maraña del texto, y anota la interpretación mitológica correspondiente, si bien deja constancia de no creer en ella. A la postre, una guía de Ulises constituye una misión imposible. Una edición crítica, que ignoro si la hay o la habrá algún día en castellano, obligaría a un gran aparato de notas de carácter lingüístico e historiográfico, que tal vez terminasen por asfixiar el texto original y hastiar al lector. No obstante, éste no deja de tener la desasosegante certeza de que buena parte del texto escapa intacto a su comprensión.

El lector en español, en mayor medida, se ve privado, no sólo de la jugosidad del lenguaje original de la novela, sino también de muchas de sus reverberaciones y de la innumerable acumulación de connotaciones que arrastran las palabras, que son la materia misma de Ulises en una medida que no se encuentra probablemente en ninguna novela escrita hasta ahora. De modo que, a pesar de la enorme dificultad de la lectura, ésta sólo proporciona un atisbo del intento de Joyce. El propósito de éste era deliberado, y así lo dejó escrito: esperaba que el desentrañamiento de Ulises diera trabajo a los críticos durante trescientos años, y por ahora lo ha conseguido durante los cien primeros. El lector adivina la potencialidad alojada en la novela, que constituye una enmienda a la totalidad de la literatura escrita hasta el momento de su aparición y  un hito que alumbra de manera cegadora lo escrito después, pero, al mismo tiempo, es incapaz de prever todas sus consecuencias. Es como una deflagración atómica cuyas radiaciones no cesan de expandirse, aunque tengamos la falsa impresión de  que no nos han alcanzado.

Sin embargo, no podemos sustraernos al resplandor del acontecimiento, nunca visto antes. A pesar de todas las insuficiencias y fatigas que acarrea la lectura, Ulises resulta una obra fascinante. Al término de cuatro semanas de lectura, me siento feliz, y lo que es más curioso, deseoso de tener otra oportunidad de volver a estas páginas. La experiencia de esta lectura se sitúa en los antípodas de las previsiones del eximio Juan Benet estampadas en el prólogo del libro del Gilbert, donde califica la novela de Joyce de costumbrista y le augura el melancólico destino de los clásicos que todos veneran y nadie lee: “Supongo que en las vísperas del 16 de junio de 2004 [el prólogo es de 1971] se abrirá de nuevo el proceso –tal vez con caracteres más lánguidos, con un fervor mitigado, con ese sentido del deber que sustituirá a la verdadera pasión- para que tras la revisión, Stephen, Bloom y el río Liffey suban un peldaño más en la escala de las estanterías, a gozar por fin del sueño eterno, quizás junto a las obras de Teilhard, Schweitzer, Russell y Sartre- si es que al efecto se dispone de anaquel  con un rótulo que diga: Santones”. El extenso comentario de Benet –de prosa robusta y brillante, as usual– esta guiado por una reticencia de fondo que achata la perspectiva. A Benet no le gusta Joyce por razones que no son las que expone en el prólogo y quién sabe si son siquiera razones literarias o de otra índole. Su diatriba parece dictada menos por la obra de Joyce que por el gregarismo que su veneración concita. Benet no busca tanto negar los méritos de Joyce, que debieron de resultarle evidentes e incontrovertibles, como negar a los demás el derecho a reconocerlos. Su argumento puede leerse más o menos así: si él no pudo degustar completamente la obra del irlandés por su insuficiente dominio de la lengua y la precariedad de las traducciones, ¿en nombre de qué principio es ensalzado por los que saben menos inglés que él y han dedicado menos horas a la disección de la novela? De modo que el contradictor se centra en un aspecto de la obra de Joyce –su carácter innovador-, que, a pesar de su notoria fragilidad, ciertamente ha sido durante mucho tiempo el mérito que con mayor frecuencia se le ha atribuido. Benet no puede negar que, bajo ciertas condiciones, puede hablarse del carácter innovador de algunos textos -él mismo fue un poderoso innovador (en un sentido formalmente distinto pero conceptualmente análogo al de Joyce) de la novela española-, de modo que niega no la innovación, sino que ésta pueda considerarse canónica en referencia a una obra concreta. Como se ve, para salirse con la suya, Benet reduce el campo de la razón del adversario hasta expulsar a la razón del campo. A partir de ese punto de la argumentación, despliega un soliloquio al que convoca a una pléyade de autoridades literarias (Woolf, Flaubert, James, etcétera), dispuesto a que la arrolladora ofensiva de este parnaso no deje ni las cenizas del prestigio de Joyce, cuya capacidad de innovación, por cierto, encuentra su cenit en Finnegans Wake y ahí te he pillado, porque si bien puede darse el pego alabando las virtudes de Ulises, ante Finnegans, “La estupefacción no dejaba lugar a dudas. Aunque nadie la entendiera, aunque muy pocos fueran capaces de leerla, era la obra de un genio”.  La ironía de Benet no deja de tener un carácter especular: él mismo fue en vida un genio de la literatura, cuyas obras nadie leía por su árida dificultad y que hoy reposan en el anaquel de los “santones”, aludidas de vez en cuando “con ese sentido del deber que sustituye a la verdadera pasión”. Y sin embargo fue, es, como Joyce, un gran escritor. Pero dejemos a Benet y sus manías.

Intentaré resumir mi experiencia de la lectura del Ulises a partir de un cierto número de ítems:

La materia de esta novela no es la trama, ni los personajes, ni las ideas, ni la acción, sino el lenguaje que crea todos estos elementos y los hace reales. Es un lenguaje proliferante, proteico, masivo, que desborda los cánones del género y dicta sus propias leyes, y en ese sentido adquiere un protagonismo singular e inédito hasta la aparición de Ulises. La materia prima de la literatura, su textura, ocupa el primer término del relato.

La lectura obliga, pues, a dialogar con el lenguaje mismo. El lector se ve empujado a una operación paradójica: el desciframiento de la literalidad del texto que impone un espacio hiperreal, el cual anega e impide cualquier reconstrucción metafórica del propio relato. Lo que leemos es lo que es, por abstruso que parezca. El simbolismo y las analogías mitológicas atribuidas con profusión a la novela son plausibles pero, a la postre, no son más que vías de escape para eludir la a menudo insoportable preeminencia del lenguaje, lleno de fuerza y vivacidad. Y es de este trato con el lenguaje de donde el lector extrae el placer de la lectura, no sin esfuerzo y fatiga, ciertamente.

La tarea del novelista no es, en consecuencia, idear una trama, perfilar unos personajes o desarrollar una acción, sino hacer un acopio de todas las variantes  posibles del lenguaje y ordenarlas de acuerdo a ciertos criterios formales. Lo que distingue un capítulo de otro no es propiamente lo que se cuenta en ellos, sino el programa retórico, o dicho de otro modo, el estilo con que están escritos.

La anécdota de la novela, es decir, el referente factual, es muy simple: el relato de las ocupaciones y divagaciones de un puñado de ciudadanos corrientes de Dublín durante la jornada del 16 de junio de 1904. Esta simplicidad no debe confundirse con falta de significación. Preñada de lenguaje, la anécdota contiene todas las realidades posibles, del mismo modo que un instante en la vida de un hombre contiene toda la experiencia de la humanidad y una palabra toda la gramática. El mecanismo de mediación entre la anécdota y la trascendencia, o entre el tipo y el arquetipo, es, precisamente, el lenguaje.

Los estilos o manières del lenguaje son a la vez parodia y exploración. En la medida que están saqueados del acervo común de la literatura, los estilos de la novela constituyen una repetición, una parodia, que es el modo como, según Marx, se repite la historia. El individuo se mira en el espejo del común y ensaya poses, maneras, ante ese espejo para encontrarse a sí mismo. Pero los estilos también constituyen formas de exploración, la búsqueda de un camino entre los muchos posibles, la tentativa de construcción de una identidad, es decir, de un ser moral. El estilo es el método para cumplir el destino de individuo, que sin embargo es parte, y no puede dejar de serlo, de la especie humana. En palabras de Stephen Dedalus, avanza así al encuentro de la “increada conciencia de la raza”.

El oleaje de la lengua exige una prosa muy dúctil, porosa, iridiscente, una especie de sopa verbal primigenia, donde la conciencia vive en estado latente, como un organismo entre otros organismos interdependientes. El lenguaje reverbera, crepita, en juegos de palabras, retruécanos, onomatopeyas, acrónimos, paranomasias, sobreentendidos, elipsis y otras estratagemas cuya eficacia se pierde en parte en la traducción. Es una literatura que se lee con el oído, del mismo modo que a través del oído se formó el lenguaje.

Lenguaje auditivo, pero también visual. Los vaivenes del punto de vista, las reminiscencias, las elipsis, el discurso paralelo de dos o más desarrollos argumentales, los quiebros del tiempo dramático, la fragmentación del fraseo o el torrencial continuum verbal, producen imágenes. Imágenes prendidas a las palabras. Podría decirse que Ulises es una novela cinematográfica, no en el sentido de que pueda ser traducida con facilidad (ni en modo alguno) al lenguaje del cine, sino porque su prosa evoca el flujo de imágenes que preludia una película en la cabeza de su creador antes de ser rodada y montada, o que resume el recuerdo que queda de ella en la memoria del espectador. El lector se ve obligado a acomodar en cada escena la perspectiva, a aceptar perspectivas inéditas y abigarradas, desde las más cercanas y minuciosas hasta las más sintéticas, desde relatos literales hasta estructuras simbólicas, del periodismo a la alegoría. Joyce explota todas las posibilidades de los géneros narrativos tradicionales –el realismo, la estampa costumbrista, el diálogo moral o la crónica periodística- e inventa otros, mestizos y de nueva planta. En este sentido, los capítulos 15 y 17, respectivamente, los que se desarrollan en el barrio de los burdeles y la última estancia de Bloom y Dedalus en la casa del primero antes de que se despidan, constituyen dos insuperables ejercicios de sincretismo literario. El primero de estos capítulos está narrado con la estructura de literatura dramática y el segundo, más arriesgado aún, es un intento de desentrañar todas las implicaciones de una situación, es decir, su casuística, a partir del procedimiento ignaciano de preguntas y respuestas.

Ulises está llena de acciones pero carece de acción. Contra la preceptiva clásica, aquí no hay una presentación, un nudo y un desenlace. Ulises es la representación de una unidad convencional de tiempo (una jornada) que contiene toda la experiencia humana. Una “vuelta al día en ochenta mundos”, para decirlo con el irónico hallazgo de Julio Cortázar, que ofrecía así el envés del célebre título novelesco de Julio Verne. Joyce es la antítesis de Verne, y su obra una enmienda a la totalidad de la novela burguesa. En Ulises no hay historia, ni progreso, ni sentido. El 16 de junio de 1904 tanto podría ser el primer día de la creación como la víspera del juicio final. Los personajes están en situaciones accidentales, atravesadas por circunstancias azarosas, que igual podrían ocurrir así o de otro modo. Y sin embargo, no son autómatas, ni lo que les acontece es gratuito, y lo que les sostiene es un misterio irrepetible.

El mundo que representa Ulises es abigarrado y frágil. Los personajes no cesan de moverse, de mirar, de pensar, de desear, de buscarse y rechazarse, de encontrarse y alejarse, de nombrarse e ignorarse unos a otros, asediados todos de continuo por la inexistencia, el olvido, la muerte. La prosa de Joyce ofrece maravillosamente el carácter binario del hecho humano, que tanto se manifiesta como se oculta, se cumple como se frustra, vive como está muriendo.

La existencia se da en el lenguaje, fuera del cual no hay nada. El lenguaje es así patrimonio y mausoleo: nutriente de nuestra plenitud y testimonio de nuestra inanidad. El lenguaje, en Joyce, describe una parábola y por último nos devuelve sus dones, antes de arrebatárnoslos de nuevo. Los personajes viven en el lenguaje y nosotros vivimos en los personajes mientras les seguimos los pasos, y tras la última palabra del libro, no hay nada. Instrumento y materia, al mismo tiempo, del relato, el lenguaje se hace autónomo, es nuestro ectoplasma, se convierte en nosotros.  Empieza siendo nuestro guía y termina por suplantarnos.

Ulises es una novela grávida, en la que nada es gratuito en su exuberancia. Es un intento de representación del mundo, y, como tal, alberga arbitrariedades, digresiones, redundancias, cumbres de alto valor y vastas y desasosegantes planicies. Pero todo está ahí por algo, siquiera sea para provocar nuestra sorpresa o nuestra desazón. El esfuerzo de la lectura no es un gravamen sino la condición para su disfrute.

Ulises carece de humor. El texto está trufado, aquí y allá, de chistes, historietas picantes y chocarrerías diversas a cargo de los personajes, pero en las que autor no se inmiscuye y cuyo impacto difícilmente llega al lector (y menos en la traducción). El humor es siempre una enmienda a la realidad y, a la vez, un intento de abolirla o de domarla; Joyce nunca se permite esta vía de escape y su proyecto está en los antípodas de un divertimento. La novela es, en todo caso, compasiva y, si se me permite decirlo, triste, lo que no quiere decir patética ni sentimental.

Las manifestaciones orgánicas son una constante del relato. Los  personajes expelen ventosidades, flujos menstruales, mucosidades, micciones y deyecciones casi en cada capítulo; las afecciones y dolencias de sus cuerpos asedian la experiencia cotidiana y, al mismo tiempo, constituyen el núcleo de sus apetitos: el sexo y el alimento, en cuya dieta también se da una preferencia por las partes entrañables de los animales (riñón, hígado, leche); las cosas son adjetivadas con frecuencia con calificativos táctiles o gustativos (cremoso, blando). Banquete y cópula, ágape y orgía, orificios de entrada y salida, nutrientes y excrementos. El organismo se convierte así en lenguaje y el lenguaje adquiere una cualidad orgánica: expresión y comunicación de la experiencia humana, involuntaria e ineludible.

Incluso el más celebrado recurso retórico de la novela, el archicomentado flujo de la conciencia podría considerarse como una manifestación orgánica, y desde luego involuntaria, de la actividad cerebral humana. El discurso divagatorio, obsesivo, zigzagueante e incontenible que constituye el flujo de la conciencia no es menos premioso y perentorio que la necesidad de evacuar los intestinos. El hallazgo de Joyce sería, pues, que la manifestación más conspicua de la conciencia humana no se distingue de otras funciones orgánicas asimilables a las que experimentan especies animales inferiores.

El pecunio es la otra preocupación que acompaña constantemente a los personajes.  Pertenecientes a la pequeña burguesía, y asediados por una fatídica mezcla de insolvencia financiera y de pretensiones de ascenso social, los tipos que pueblan el Dublín de Ulises no cesan de calcular los precios de cada mercancía o servicio, las entradas y salidas de sus rentas y las dimensiones de sus deudas y créditos. Estos cálculos se introducen de manera automática en sus pensamientos y conversaciones, y los formulan con gran precisión y rapidez, como una forma privilegiada de explicarse a sí mismos la realidad y ponderar su valor. La tenaz precariedad pecuniaria se manifiesta en innumerables detalles a lo largo de todo el relato y, como otras observaciones específicas de Joyce, su reiteración termina por trazar un rasgo indeleble de la realidad, no sólo de la pobretería de los menestrales dublineses sino de la universal condición humana. El dinero, o su carencia, es una parte constitutiva de nuestra experiencia común.

El sexo impregna Ulises, hasta el punto de que, como es sabido, la primera edición fue censurada en Estados Unidos e Inglaterra por obscena. No hay sin embargo ninguna escena propiamente sexual, y menos tal como las entienden los lectores de este principio de siglo, aunque un capítulo entero ( el 15) se desarrolla en un prostíbulo y su estructura de literatura teatral está salpicada de las procacidades propias de la situación. El sexo es, como el dinero, una forma del lenguaje y, en este sentido, es parte constitutiva de los personajes, determina sus pensamientos y sus acciones y se manifiesta con significados y en grados diversos, relacionados con la satisfacción del apetito, la afirmación de la propia identidad y la necesidad  de enraizamiento. Este pansexualismo del relato es otro rasgo de su modernidad. El sexo de la novela, sin embargo, se manifiesta más por sus límites y frustraciones –celos, dominación, onanismo, incomunicación, rechazo- y también por sus peregrinas fantasías (en las que aparecen algunos de los escasísimos rasgos cómicos que pueden rastrearse en la novela) que por sus realizaciones; en este sentido, el sexo es sobre todo una forma de anhelo insatisfecho. Al católico Joyce le resulta evidente la fractura que separa al sexo –proliferante, invasivo, anecdótico- de la inaprehensible convención que llamamos amor. Bloom y Molly sin duda se aman, y sin embargo Molly engaña a su marido y éste acepta su condición de cornudo e incluso especula con la posibilidad de que sea el joven Dedalus y no el odioso Boylan quien le ponga los cuernos, mientras se deja poseer por el deseo por otra mujer, huye del recuerdo de otra y intenta establecer una liaison postal con otra.

Los personajes de Ulises son todos hombres, excepto Molly Bloom, que toma la palabra en el capítulo que cierra la novela. Esta estructura no es casual. Las calles de Dublín, es decir, el espacio público de la novela está colonizado por el discurso masculino y ocupado por los negocios de los hombres: gestiones profesionales, discusiones políticas, cruces de apuestas, enterramientos de amigos, tertulias y parrandas, y toda clase de divagaciones que acompañan a estas actividades son exclusivamente masculinas. Los hombres y sus interrelaciones forman la vibrante malla de la vida. Las mujeres aparecen en segundo plano (literalmente, como “segundo sexo”), bien como figurantes de paso en el escenario de la novela o como mudos objetos del deseo en la imaginación de los personajes masculinos. Las primeras siempre aparecen caracterizadas  como individuos transeúntes de segundo orden, menesterosas, huidizas y prescindibles: entre otras, las recogedoras de berberechos de Sandycove, la famélica hermana de Stephen Dedalus y las prostitutas de la calle Mabbot o la prostituta accidental de cuyo recuerdo huye vergonzante Bloom. Entre las mujeres que pueblan la imaginación de los personajes, está la Gerty que excita el onanismo de Bloom, pero la estrella absoluta es Molly Bloom, cuya opulencia corporal y buen palmito despierta por doquier el apetito de los varones y está en hablillas de todos por sus infidelidades con su amante Boylan. A lo largo de la novela Molly es un personaje entrevisto y construido por la imaginación de su marido y de otros hombres que la desean, que se tomará la revancha en el capítulo final de una forma paradójica: mediante un largo monólogo mudo (interior). El monólogo de Molly Bloom no es sólo uno de los mejores fragmentos de la novela y acaso la aportación más memorable de Joyce a la ficción literaria, sino que es también, probablemente, el primer intento de presentar el mundo desde la entraña de la experiencia femenina. Sin duda, Joyce no fue feminista, pero cuesta creer que alguien pueda serlo sin tener en cuenta el monólogo interior de Molly.

Los dos personajes principales, Leopold Bloom y Stephen Dedalus, son paseantes de Dublín cuyos itinerarios se cruzan en un par de ocasiones y terminan por confluir en la casa del primero, bien entrada la mañana del día siguiente. Ambos tienen en común su condición de expulsados de casa. El primero, por la infidelidad de su esposa; el segundo, por su rechazo a las exigencias de la familia. Dos mujeres están en el origen de esta experiencia del desarraigo. Molly, la mujer de Bloom, que lo rechaza sexualmente, y la madre de Stephen, que en el lecho de muerte, quiso imponerle a éste que se arrodillara para rezar. Este hecho, en forma de recuerdo, y con una discusión consiguiente entre Dedalus y su colega Buck Mulligan, se nos ofrece en el primer capítulo del libro y constituye la experiencia angular sobre la que se construye el personaje Dedalus, el héroe que se afirma en la negación. Bloom, por el contrario, es una víctima pasiva de las circunstancias y de su propia debilidad y falta de carácter. Dedalus, que busca su destino y Bloom, que examina su vida y lo que queda de ella. La aurora y el ocaso. Los polos de una común experiencia cíclica. Los términos dialécticos de la generación humana que establecen, en su desamparo común, una empatía táctica, una especie de tregua, que puede ser interpretada como símbolo de la relación paterno-filial. Esta interpretación simbólica es de cajón, pero, como las demás aplicadas al relato, dificultan más que favorecen su lectura. Es cierto que el melancólico Bloom tiende a ver a Stephen como el hijo que perdió en la cuna e incluso especula para sí con la posibilidad de acoger en su casa a este compañero de parranda, no sin que medie el interés de que su presencia en el hogar ayude a dificultar los encuentros de Molly con su amante. Pero, a sentido contrario, el huraño y ensimismado Dedalus no muestra ni afecto ni siquiera atención hacia las amables invitaciones de su anfitrión.

Leopold Bloom es el protagonista absoluto y el gran hallazgo de la novela. Podría decirse que si Dios hizo al hombre del barro (sin saber muy bien lo que hacía, habría que añadir), Joyce ha construido el arquetipo del urbanita moderno  mediante la acumulación de las circunstancias que le rodean. Bloom es un tipo cualquiera, desarraigado, ocupado en empleos marginales y azarosos como corredor de anuncios de publicidad en prensa, que arrastra la herida de la muerte de su hijito y tiene otra hija fuera de casa, anda enredado en un amorío por correspondencia y soporta como mejor sabe y puede el rechazo y la infidelidad de su mujer, obsequioso con sus vecinos, tolerante con todo el mundo, pasivo, medianamente culto, al que no se le conoce ninguna pasión ni idea relevante. Es el hombre masa característico del siglo XX. Joyce no lo describe sino que, propiamente, lo descubre entre la multitud; se fija en él y lo sigue como haría un dios compasivo, o un detective rutinario, y obliga al lector a convivir con su criatura y, en consecuencia, a conocerla y quererla. Página tras página, sabemos más de Bloom y lo comprendemos un poco mejor sin que podamos decir nunca  que lo conocemos por completo. Nuestra experiencia de los otros no es muy distinta en la realidad: los conocemos y desarrollamos afectos hacia ellos a medida que progresamos en la convivencia, pero el conocimiento está sujeto a sorpresas ante lo inesperado, y el afecto, sometido a cambios de sentido. Bloom no es un carácter literario (ni de ninguna clase), sino un ser que se hace ante nuestra mirada y que, como todo los que nos rodean, parece a punto de desvanecerse.

Los personajes se muestran como animales políticos, y sus interrelaciones están impregnadas de códigos simbólicos e identitarios propios de la política. El debate político emerge en tertulias, reuniones y encuentros casuales. El Dublín de la novela es un microcosmos agitado, que muestra fracturas y llagas y en el que se vislumbran ominosos presagios de la crisis que eclosionará sólo unos años después. La recesión económica y la quiebra del orden tradicional del Imperio (británico, en este caso) alumbran el nacionalismo (irlandés), con sus sombríos rasgos de intolerancia y exclusión. El apolítico Joyce, que escribió su novela en el exilio entre 1914 y 1921, es decir, durante la Gran Guerra de Europa, ofrece una nítida premonición de lo que vendrá en los siguientes años veinte y treinta. Leopold Bloom es un judío como millones de judíos europeos de antes de las leyes raciales de Nuremberg: converso, alejado de su religión original, integrado en la sociedad de los gentiles y paciente sufridor de un antisemitismo ambiental que se manifiesta de manera continua y fastidiosa. Joyce no minimiza la cuestión; el antisemitismo está presente en toda la novela. Cada aparición pública de Bloom viene inevitablemente acompañada de los comentarios de sus conciudadanos sobre su condición racial y las consiguientes actitudes más o menos reticentes o intolerantes hasta el punto de que en una ocasión está a punto de ser linchado como colofón de una etílica reunión de bar presidida por un sujeto llamado, no sin ironía, Ciudadano, un nacionalista furibundo que desgrana sus agresivas peroratas con un perro de presa tumbado a sus pies. Bloom, como el vagabundo creado por Charles Chaplin, encuentra su individualidad en su condición de  flâneur amenazado por los demás, prestos a convertirse en una turba.

En resumen, Ulises es, como poco, un compendio literario del siglo XX, además de su premonición. Imagino que dos rasgos identifican a la obra clásica: el carácter magistral y nutriente de sus propuestas estéticas y su capacidad para iluminar un estado de la humanidad de modo tan amplio y profundo que pueda servir de referente a otras épocas alejadas de aquélla. Si esto es así, Ulises es un clásico, sin duda.