La equívoca y torturada relación de V.S. Naipaul y Paul Theroux
Cuando, en octubre de 2001, la Academia Sueca acordó otorgar el Premio Nobel de Literatura ese año a V. S. Naipaul, el mundo occidental estaba conmocionado por los recientes atentados yihadistas del 11-S contra las Torres Gemelas de Nueva York, y de las numerosas informaciones y entrevistas que acompañaron a la noticia destinadas a crear una identidad mediática del galardonado pudieron extraerse dos datos relevantes. El primero, que Naipaul era un conspicuo adversario intelectual del islamismo rampante, y el segundo, que descreía de los géneros de ficción y prefería una literatura documental. En medio de estos rasgos apreciables en su obra se deslizaba otro, que se ha popularizado también: su difícil y antipático carácter.
Vidiadhar Surajprasad Naipaul está presente en el mercado editorial en lengua castellana desde los primeros años de la década de los ochenta y el autor de esta nota fue un temprano lector interesado por sus historias de lugares geográficamente excéntricos y personajes en busca de una identidad. Este escritor angloindio originario de la caribeña isla de Trinidad indaga en la periferia del ya extinto imperio británico y por otros países del llamado entonces Tercer Mundo y levanta acta del vacío dejado por la colonización europea.
Naipaul es un escritor magnético y duro, que ofrece de esos países una visión inquisitiva y desesperanzada, como si describiera un error oculto de enormes proporciones, e irreparable. Son historias y reportajes que dejan en el lector una desasosegante mezcla de fascinación por el vigor de su estilo y de desamparo ante la materia del relato. En una conferencia de 1992, ofrecida en el Instituto Manhattan de Nueva York bajo el título Nuestra civilización universal, Naipaul describe con claridad su evolución existencial e intelectual desde la cultura hindú de su familia y entorno social en Trinidad hasta su conquista de un lugar destacado en la cultura occidental anglófona, que él llama civilización universal. Lo cuenta así: Puesto que, en el seno de esta civilización, me he movido desde la periferia hasta el centro, es posible que haya visto o sentido ciertas cosas desde una perspectiva más nueva que las personas para las que esas cosas son algo cotidiano. En este hilo argumental dedica especial atención al islamismo: ¿por qué se presenta el islam como algo opuesto a los valores occidentales? Creo que la respuesta está en la histeria filosófica. No es algo fácil de definir y comprender, y los portavoces del islam no ayudan mucho. Hablan de tópicos pero quizá se deba a que no tienen una manera de expresar lo que sienten.
Al límite de la fe (Editorial Debate), publicada en España al año siguiente de la concesión del Nobel, da fiel noticia del escritor y de sus preocupaciones literarias. Es un libro de viajes a cuatro países islámicos no árabes que tienen en común el hecho de que fueron islamizados mediante conquista: Indonesia, Irán, Pakistán y Malaisia. El material literario está constituido por inquisitivas indagaciones sobre la vida y antecedentes de un puñado de personas en cada país, a través de cuya experiencia se despliega un paisaje social generalmente marcado por la ruptura, la desgracia y el conflicto. Naipaul repite en muchas ocasiones a lo largo del libro la idea de que los países que describe padecen el peor de los sometimientos, el del Islam, que significa sumisión, que hace que sus gentes olviden sus raíces provocando una especie de neurosis generalizada: “El Islam es el imperalismo más inflexible que se pueda imaginar” (pags. 98-99); “el converso olvida quién es o qué es y se convierte en el violador” (pag. 352).
Algunas otras observaciones que salpican las páginas de Al límite de la fe sirven para perfilar un poco mejor el punto de vista desde el que Naipaul enjuicia al realidad que describe. Las alusiones despectivas a la izquierda sesentayochista y a las ambiciones de cambio social que están en el pasado de algunos de los personajes del libro y, a sentido contrario, los comentarios laudatorios que de pasada dedica, por boca de sus personajes, al legado colonial británico, ofrecen el perfil de un british conservador que, aunque no añore el pasado del Imperio, para lo que por razones de su propio origen tiene pocas razones, necesita sin embargo el orden legal y meritocrático, de valores universales, que le ha permitido desplegar una brillante y reconocida carrera como escritor en la lengua culta más extendida del mundo. Es éste un punto de vista legítimo y comprensible, y quizás el único que pueden compartir la mayoría de sus lectores occidentales (los españoles también, a condición de que obvien el cierto desdén que Naipaul destila hacia las culturas que no son la británica), pero no necesariamente explica la experiencia existencial de un campesino javanés o de un médico de un suburbio de Karachi, que buscan en su tradición, espuria o no, un orden de valores que haga inteligible el agresivo caos en el que viven, y que no por completo surge de la religión que profesan.
La amistad y su sombra
La sombra de Naipaul del Paul Theroux (Ediciones B) se publicó en aquel mismo año 2002. El primer contacto con este título en la mesa de novedades de la librería me llevó a pensar que era demasiado volumen para el asunto que trataba. Meses más tarde, su lectura me fue incitada por una referencia de David Lodge en su ensayo La conciencia y la novela (Ed. Península, 2004), que lo cita como modelo de un nuevo tipo de literatura documental de final del siglo XX. De Theroux, autor de libros de viajes y de un par de novelas –Saint Jack y La costa de los mosquitos, que han sido llevadas al cine- no había leído ni una línea antes de este libro. La opinión que tenía Naipaul de las cualidades de Theroux como escritor no era menos displicente, y además formulada con una característica acidez: “Los viajes se han convertido en un asunto plebeyo y cotidiano, la aventura de las clases bajas, y por eso se escriben libros para viajeros de clase baja. Creo que Theroux pertenecía esa categoría: escribía libros turísticos para las clases bajas”.
Paul Theroux y V.S. Naipaul se conocieron en Uganda a mediados de los años sesenta y desde entonces cultivaron una dilatada relación que Theroux califica de amistad. La sombra de Naipaul quiere ser una remembranza de esta amistad, escrita cuando la relación ya se había extinguido. El plan del relato de Theroux, sin embargo, exhibe al menos un par de rasgos que dañan su credibilidad de manera irreparable. El primero es la falta de reciprocidad en el punto de vista. En la medida que versa sobre una amistad, ésta nos es contada sólo desde la mirada de Theroux, que describe a placer a Naipaul pero nos hurta su propio perfil. El lector asiste a sucesivos abordajes de la personalidad del escritor angloindio pero nada sabemos de quien lo describe, como si hubiéramos sido convocados a presenciar la dilatada ejecución de un retrato, realizado por acumulación de bocetos, durante la que vemos al modelo posando al efecto, pero no al retratista. El segundo rasgo que quiebra la credibilidad del relato de Theroux es que está dictado por el resentimiento que causó en él el abrupto e inesperado modo como Naipaul acabó con la relación que los unía, circunstancia que le es desvelada al lector cuando la crónica llega al final (pag. 432 de la edición española).
Conocida esta clave, no extraña que lo que se presenta como la memoria de una amistad sea en realidad un demorado e implacable ajuste de cuentas. El personaje de Naipaul que se ofrece en estas páginas es repulsivo: maniático, desdeñoso, cruel, egocéntrico, colérico y resentido, como si el cronista diera por supuestas sus virtudes y no creyera necesario ponerlas de relieve, porque hemos de pensar que alguna virtud tendría Naipaul para que su biógrafo se considerase honrado y estimulado por su amistad durante treinta años. Curiosamente, la única anécdota bienhumorada que cuenta Theroux de su amigo es apócrifa, según reconoce él mismo. En una de las numerosas reuniones descritas en el libro, se cita a un poeta indio, llamado Ved Mehta, ciego, admirado por la calidez que imprimía a la recitación de sus poemas, pero sobre cuya ceguera otro personaje tiene dudas, así que, mientras el poeta recita ante un círculo de invitados, el escéptico se dedica a hacer visajes y muecas frente a su rostro, que se mantiene imperturbable en su peroración. Después de su fracasado intento, el impertinente escéptico confiesa a la anfitriona de la reunión que se ha convencido de que la ceguera del escritor indio es auténtica, a lo que la anfitriona replica: “ese hombre no es Ved Mehta, es Vidia Naipaul”.
Frente a la rocosa personalidad de Naipaul, las escasas pinceladas que Theroux ofrece de sí mismo pintan a un individuo tolerante y abierto a la experiencia, escritor curioso y a veces desorientado, compasivo, amante tierno y atento (en contraste con la sexualidad sombría y tortuosa de Naipaul), enamorado y orgulloso de sus hijos (que Naipaul no ha deseado ni ha tenido), exitoso en su carrera y para nada afectado por los accesos de vanidad y celos, que tan intensamente poseían a su amigo. El agudo desequilibrio moral entre los dos personajes que componen la materia del relato lleva a preguntarse al lector por el nudo mismo de esta crónica: ¿en qué consistió la amistad que unió durante tantos años a dos personalidades tan dispares y que presuntamente ha justificado el libro?
Lo cierto es que Theroux no lo explica. No hay en el relato ningún momento de especial intimidad entre ambos, ninguna afinidad compartida, ninguna experiencia relevante que hayan tenido en común. La amistad alude aquí a la relación de dos escritores, con sus propias circunstancias personales y ocupados en sus carreras profesionales, que se han tratado con alguna frecuencia y, al parecer, con mutuo respeto, quizás también con afecto en algún momento, y con manifiesta admiración por parte de Theroux, que han hechos algunos viajes juntos, han intercambiado opiniones, se han revelado confidencias y acaso se han hecho algunos pequeños favores de circunstancias para el logro de sus respectivos objetivos. Cualquier adulto comprende que una relación así, que llega a ser gratificante e inolvidable, puede sin embargo acabar en algún momento, en ocasiones por una causa nimia e inesperada, sin que signifique una catástrofe para sus protagonistas. El modo esquinado y abrupto como ocurre la ruptura en este caso cuadra bien, por lo demás, con los rasgos del carácter de Naipaul que nos han sido reiteradamente ofrecidos en la crónica.
¿Qué hacer, pues, cuando llega la ruptura? Desde luego, perpetrar un ajuste de cuentas de 470 páginas parece excesivo, aunque sin duda no sea ésta la opinión de Theroux, quien, requerido por algunos entrevistadores sobre su amistad con Naipaul, afirma: “No existía respuesta sencilla, por lo menos una que ocupase menos de cuatrocientas páginas” (pag. 347). Lo curioso es que una explicación de cuatrocientas páginas puede ser insuficiente. Naipaul da su propia respuesta a la cuestión, en seis palabras, cuando la casualidad hace que se encuentre con Theroux durante un paseo después de la ruptura que los ha separado: “¿Qué hacemos entonces?”, inquiere Theroux a su antiguo amigo. “Encajarlo y pasar a otra cosa”, responde Naipaul. “Y entonces se marchó, el simulador en persona”, rubrica Theroux, que siempre se reserva la última palabra (pag. 456).
Adiós a todo eso
Este desenlace se había iniciado unas decenas de páginas atrás, cuando, después de treinta años de relación con Naipaul, Theroux recibe en el fax de su domicilio la oferta de un librero de lance que vende primeras ediciones modernas entre las que se encuentran algunos títulos del propio Theroux que tienen el valor añadido de la dedicatoria que escribió a su amigo Naipaul, lo que quiere decir que éste ha vendido parte de su biblioteca y el remate no ha excluido lo que fueron pruebas de la amistad de Theroux, el cual, dolido por el descubrimiento, le escribe una carta que intenta que resulte amistosa y conciliadora y que recibe respuesta de la nueva esposa de Naipaul, la pakistaní Nadira, en un tono grosero e insultante, de mujer resuelta a ahuyentar a todos los fantasmas del pasado de su marido. Theroux, desconcertado, responde a Nadira en un característico tono sarcástico dirigido a poner de relieve la ignorancia, incluso gramatical, de su corresponsal, e intentado soslayarla para recuperar la relación con su amigo. Son precisamente las incorrecciones gramaticales de la carta de Nadira las que hacen pensar a Theroux que Naipaul no la había leído antes, ni por lo tanto la había aprobado tampoco. Pero lo cierto es que Naipaul no responde a ulteriores misivas de su amigo y la ruptura es un hecho.
Si hasta la llegada del fax develador, la crónica que ofrece Theroux de su amigo tiene una apariencia objetiva, aunque implacable, a partir de ese momento el estilo se impregna del desconcierto y el resentimiento que debieron invadir al cronista. Hay algo de pueril en el designio que ha alentado la redacción de La sombra de Naipaul, y no sólo en el cambio de humor del narrador al sentirse burlado. La creencia de que la corrección gramatical de los mensajes intercambiados es un signo de la robustez y credibilidad de la comunicación, y que, en consecuencia la tosca nota de Nadira no debía tener por eso el visto bueno del gran escritor que era su amigo, es un prejuicio característico de la gente de este oficio, que dice poco sin embargo de su perspicacia. Theroux debería haber comprendido lo que le pasaba a Naipaul en vez de comportarse como un adolescente despechado. Y lo que le había ocurrido se deduce naturalmente de la misma crónica de Theroux.
Cuando ambos escritores se conocieron en Uganda treinta años antes, Naipaul estaba casado con una mujer culta y abnegada, Pat, entregada al cuidado de su famoso e irascible marido, a la que éste pretería e ignoraba, y con la que no mantenía relaciones sexuales, y alardeaba de ello. Las escenas de violencia psicológica entre ambos, en las que Pat terminaba llorando ante la crueldad de Vidia, eran frecuentes y el amigo Paul fue testigo de algunas. Como es habitual en esta clase de relaciones de pareja, la ligazón de Vidia y Pat se fundamentaba en recónditos mecanismos de dependencia recíproca y una alta dosis de renuncia mutua. Sea como fuere, Paul sintió inmediata simpatía y compasión por Pat, e incluso cierta atracción sexual en algunos momentos, mientras ésta siguió unida a Vidia durante los treinta años siguientes, hasta que falleció de cáncer y Vidia encargó a su amigo que redactara la nota necrológica que, obviamente, él no se sentía capaz de escribir. En los últimos años, Vidia, todavía en vida de Pat, había descubierto el gozo sexual con una amante argentina, Margaret, y, poco después con la pakistaní Nadira, con la que se casó a los tres meses de quedarse viudo. A los cincuenta y tantos, V.S. Naipaul era un escritor famoso, rico y tenía una mujer joven, celosa y complaciente. Cualquiera podría deducir que la vida de Naipaul –un hombre sediento de honores, reconocimiento y estabilidad, según lo pinta Theroux, y sin duda también de placer físico, según podemos deducir los lectores- había llegado a un punto en el que la dicha recién adquirida exigía dejar atrás todo lo que había sido en el pasado, incluida la amistad con Theroux. La misma crónica de éste evidencia que un tipo del carácter de Naipaul, que se complacía en dejar que otro pagara la cuenta del restaurante, no debía sentirse especialmente implicado en su amistad con el escritor norteamericano diez años más joven que él. Lo que se cuenta en este libro lleva a pensar que para Naipaul la relación con Theroux era instrumental, o, en el mejor de los casos, superficial.
El cronista equivocado
El fiasco de la relación de amistad entre el cronista y el objeto de su crónica nos devuelve a la misma pregunta que no dejado de planear sobre la lectura: ¿De qué demonios trata este libro?, ¿cómo es posible que después de treinta años de relación con un tipo al que ha descrito con los tintes más desapacibles que se pueden atribuir a un talante personal, el autor se sienta desconcertado y herido por lo que no es sino una consecuencia lógica de lo que él mismo ha descrito?, ¿cómo hemos llegado a este punto de perplejidad herida?
Los capítulos que componen estas memorias describen situaciones ordinarias de la vida pública de un escritor: reuniones, encuentros en cafés y restaurantes, viajes, veladas literarias. Theroux selecciona unas cuantas de estas situaciones (en el epílogo recordará que en sus cuadernos de notas guarda más apuntes que no ha desarrollado en el libro) y las describe con admirable pericia y una plasticidad casi cinematográfica, hasta el punto de que, como ejercicios de estilo, resultan impecables, pero el lector -al menos, este lector- no deja de sentirse inquieto y frustrado por lo que parece una evidente falta de sentido en el relato. Las escenas narradas tienen un efecto acumulativo, sobre todo en relación con los fastidiosos rasgos de la personalidad de Naipaul, pero no constituyen un desarrollo argumental ni ofrecen explicaciones del comportamiento de las personas, ni, como queda dicho, consiguen describir convincentemente los términos de la amistad entre ambos personajes, aunque Theroux hace votos por ella cada pocas páginas, como si fuera un mantra que se viera obligado a recordar para no perder el hilo de la historia. En el capítulo 10, por ejemplo, titulado El almuerzo, se describe magistralmente un almuerzo del entorno de Naipaul sin que ocurra nada significativo. Theroux termina por ser consciente de ello y apostilla (pag. 277): “La ficción requiere revelaciones que te inciten a volver la página. A menudo es cuestión de ritmo. Pero en este caso se trata de otro tipo de narrativa, sin suspense, sólo la crónica de una amistad a lo largo de los años”. De nuevo, pues, la amistad como petición de principio y justificante de las flaquezas del texto.
La cuestión pendiente sería, ¿sabemos algo más del fondo oscuro del que Naipaul nutre su obra después de leer este libro? La respuesta es no. Los rasgos que Theroux pinta de su amigo, por más irritantes que resulten, y a menudo lo son en grado extremo, no pasan de ser estrategias relacionales de un egotista de fortísimo carácter, inseguro y desplazado, y por ello necesitado de reconocimiento. Las víctimas de su comportamiento son circunstanciales, con excepción quizás de su mujer, Pat: contertulios, taxistas y empleados de hotel, y colegas de profesión, a los que Naipaul se complace en mortificar saltándose todas las cautelas exigidas por la etiqueta y de lo que antes se llamaba urbanidad. En cuanto a sus opiniones políticas y sociales, a menudo incorrectas y brutales, tienen el mismo valor que cualesquiera otras en el vasto y confuso mercado mediático que nos envuelve a todos. Lo que asombra es que se pueda mantener una amistad de treinta años con un tipo así, con lo que la carga de la prueba, una vez más, recae en Theroux. Pero, en todo caso, nos quedamos sin saber qué vínculos unen a este personaje atrabiliario con su obra, una de las más solventes y creativas de la literatura del pasado fin de siglo.
Naipaul ignoró el libro de Theroux del mismo modo displicente que había ignorado a su autor cuando éste se declaraba su amigo y del que pensaba que “hizo correr el rumor de que yo era su gran mentor y consejero, pero lo cierto es que, desde lo de África, desde 1966, apenas nos habíamos vuelto a ver. Se presentó aquí un par de veces. En aquella jungla, yo lo había encontrado de lo más entretenido. Era un tipo muy anodino que había venido a África a enseñar a los negros. Se me enganchó, me dio la tabarra y no dejó de enviarme cartas y más cartas”.
Naipaul desnudo
La incisiva y autorizada biografía de Naipaul, escrita por Patrick French (El mundo es así, Duomo Ediciones, 2008) revela que el carácter de Naipaul era tan desapacible y mezquino, si no más, que como lo pinta Theroux. La novedad, en este caso, es que a Naipaul le traía sin cuidado que fuera así y que se supiera. Llegado a la cúspide de su carrera, demostró una extraña mezcla de desdén por lo que había dejado atrás en su andadura, ya fueran paisajes o personas, y de admirable respeto a la verdad sobre sí mismo. Naipaul pareció asumir que él formaba parte de su obra y que la claridad que aspiraba a proyectar sobre el mundo exigía que se volviese también sobre sí mismo, un empeño que debía quedar a cargo de otros, como si pensara que, del mismo modo que sus libros dejan de pertenecerle cuando son publicados y quedan al juicio de los lectores, tampoco le pertenecía la existencia que le había permitido escribirlos.
Esta indiferencia hacia la mirada de los otros sobre uno mismo parece un modo de escapar al disfraz que es todo proyecto humano, tanto más si reviste una forma literaria. La simulación es un tema central en la obra de Naipaul, cuyo mensaje más potente es un aviso contra las imposturas que construyen de sí mismas las sociedades bruscamente emancipadas de la tutela colonial y del consiguiente corsé de valores y normas impuestos por la metrópoli. En esta tesitura, los individuos deben inventarse a sí mismos a partir de una herencia mestiza de elementos incongruentes heredados de la sociedad tradicional indígena y del legado colonial. El resultado es una personalidad frágil, insegura, arribista, que Naipaul ha descrito con feroz lucidez, a la vez que se retrataba a sí mismo. En este juego especular entre el autor y su obra terció Theroux. “Su libro es un acto de venganza, pero también de homenaje”, escribe French y añade: “El libro revela tanto sobre Theroux como sobre Naipaul: su incomprensión de los ingleses, su vanidad sexual, su tendencia a ser despreciado, su implacable ambición”. Pero, a la postre, explica French, Theroux “no acabó de entender la naturaleza de su encuentro con Naipaul ni por qué se sintió atraído por él durante tantos años. Hombre generoso, vehemente, inquisitivo y amistoso, no se dio cuenta de que Naipaul no le tenía la menor lealtad y le consideraba, básicamente, una mezcla de ayudante de campo y bufón, por lo que su rechazo final era inevitable”. En resumen, Theroux ha perpetrado un librote descomunal para dar noticia de lo que fue por su parte un dilatado error de apreciación con la esperanza, quizás, de que los lectores le absolviéramos de su inopia.
La sombra de Naipaul resulta incomprensible sin tener en cuenta las necesidades de la industria editorial y el papel de los escritores en el proceso productivo de letra impresa. Mientras se lee, resulta imposible sacudirse la idea de que no es más que un ejercicio de estilo, que nunca hubiera visto la luz si no fuera por la fama del autor y del biografiado y por las potencialidades de mercadotecnia que esta circunstancia encierra. La virtualidad de este libro brota de dos circunstancias concurrentes. De una parte, los escritores han de buscar temas en casi cualquier parte disponible, habida cuenta que el espacio de la imaginación está por completo colonizado por operadores de todo tipo, y su experiencia inmediata constituye un yacimiento más o menos rico pero insoslayable. De otra parte, la fama, buena o mala, es un ingrediente del oficio literario y los escritores deben exponerse al escrutinio de un público lector que practica el canibalismo con el objeto de su admiración (como se demuestra en el festival literario al que son invitados Theroux y Naipaul, animado por Bill Bufford). A la postre, estamos ante un “libro-espectáculo” y su consumo queda circunscrito a materia de cotilleo y para pasto de los departamentos universitarios de literatura, lo que a menudo es la misma cosa.