Las series policíacas de la tele se desarrollan alrededor de la mesa de disección. Sam Spade, Miss Marple y Pepe Carvalho,  incluso el tristísimo y deprimente Kurt Wallander, han sido sustituidos por médicos forenses que operan en rutilantes e hipertecnificados templos en cuyo altar reposa mansamente la víctima con las tripas a la intemperie, y las pistas fatigosamente recogidas en el pasado en callejones mugrientos o en casas con mayordomo están ahora contenidas en un montón de casquería cuyo lenguaje descifra un o una científica (esta última encaramada a unos vertiginosos zapatos de tacón) ante la mirada atónica de sus colegas, los polis de toda la vida. Esta traslación del enigma policiaco desde la calle, donde viven los asesinos y sus víctimas, a la sala de disección es resultado de dos cultos – al cuerpo y a la ciencia- que envuelven nuestra existencia y que confluyen en la celebración mayor de la muerte, que no es vista como una pérdida, ni siquiera como algo particularmente doloroso, sino como un pretexto necesario para que reine la justicia, el orden y el progreso, lo que quiera que signifiquen estas palabras. Esta afición a los detectives de las postrimerías tiene que ver también con la urgencia impuesta por el desarrollo de la comunicación. Las nuevas tecnologías conspiran contra el relato –el modo Twitter es el patchwork o el mosaico- y la disección forense se aplica también a la política, como puede comprobarse asistiendo a otro afamado bloque de la programación televisiva: las tertulias, que han dejado de ser, si alguna vez lo fueron, un reposado espacio para el intercambio de opiniones (la memoria me ofrece la arqueológica La Clave, de José Luis Balbín) para convertirse en una agitada competición de analistas enfebrecidos que con gran alboroto sajan, extraen, escrutan, sentencian y por último arrojan el despojo al cubo de aluminio. La tradicional mesa de redacción se ha convertido en mesa de disección donde las noticias que antes se construían ahora se deconstruyen. El pasado sábado, Sánchez anunció su resurrección como peregrino del futuro pesoe en una sentida comparecencia, lágrimas incluidas, pero ha bastado que trasladaran la noticia a la mesa de las tertulias para que su anunciada iniciativa quedara reducida a sus factores primos. Lo que queda se lo han llevado los piratas informáticos, los últimos invitados de la cadena trófica. Ningún guionista de series de detectives forenses se ha atrevido aún a formular la audacia argumental de que, al final del capítulo, el difunto se levante de la mesa de autopsias, recoja sus vísceras como quien recoge los papeles del atril de oradores y regrese tan pancho a sus negocios. Pues bien, eso ha ocurrido en la realidad, pregúntenselo a Rajoy.