El texto que sigue es la ponencia que sirvió de base a la charla-coloquio que bajo el título Europa y el euroescepticismo se celebró en la Escuela social de Barañáin el 16 de noviembre de 2016. A la vista de la aceleración de los acontecimientos, bien podría haberse titulado Perplejidades ante el fin de Europa.

Buenas tardes y muchas gracias por su atención y por el crédito que conceden a mi capacidad de dar alguna luz sobre el embrollo europeo y su indeseable hijuela: el euroescepticismo. Cuando fui invitado a este encuentro les advertí que no soy un experto en la cuestión europea, de modo que forzosamente mi exposición va a ser impresionista, la propia de un periodista jubilado que personal y profesionalmente no ha dejado de ser curioso del tema que se le solicita.

En esta línea impresionista empezaré contando una anécdota personal que ilustra el momento en que sentí la realidad del europeísmo, no como una ideología sino un estado político netamente beneficioso para mí. Era en la segunda mitad de la década de los años ochenta, tenía por primera vez en mi vida un salario que entonces era decente y que hoy quizás sea comparativamente inalcanzable para cualquier joven de la edad que yo tenía entonces, me había comprado por primera vez un coche nuevo, un renault supercinco, y atravesaba la frontera de Hendaia. La crucé sin mostrar ningún documento y ya en la carretera francesa hacia San Juan de Luz adelanté a un vehículo de matrícula francesa. Fue en aquel momento cuando me sentí europeo. En esa circunstancia estaban contenidos valores largamente añorados por la gente de mi país y de mi generación: libertad (de circulación, en este caso); igualdad de derechos con nacionales de otros países y el progreso que significaba entonces el vehículo nuevo, competitivo con el de otro viajero francés. Este europeísmo inducido por aquellas circunstancias ha sido parte de mi identidad política desde entonces.

Pueden imaginarse, pues, el estupor que he sentido recientemente cuando la presidenta del Parlamento de Navarra, a cuyo partido yo he votado en las elecciones, y la mesa de la cámara dominada por fuerzas dizque progresistas han acordado arriar la bandera de la Unión Europea del balcón, como señal de protesta por el injusto y reprobable trato que Europa da a los refugiados.  En el ciclo histórico de treinta años que va desde aquel ya remoto viaje a San Juan de Luz hasta el arriado de la bandera azul estrellada en el parlamento de esta nuestra comunidad ha germinado y crecido un estado de ánimo político que rechaza sumariamente las instituciones que han deparado el periodo más largo de paz, prosperidad y democracia que ha conocido Europa en toda su historia. Un estado de ánimo al que vagamente llamamos euroescepticismo y que es el asunto que nos ha reunido aquí.

Introducción a un concepto difuso

Sin entrar en el fondo de la cuestión todavía, interesa destacar dos rasgos generales del rechazo a la Unión Europea. El primer aspecto es el que el euroescepticismo implica el reconocimiento en negativo de una realidad política consolidada, y, como veremos más adelante, difícil de revertir, tanto más cuanto que quienes se oponen a ella carecen de una alternativa para la organización de la convivencia entre las naciones del continente. El segundo rasgo, asociado al anterior es que este rechazo anida tanto en la derecha como en la izquierda –en los llamados populismos-, lo que da lugar a un gigantesco y todavía no resuelto equívoco. En la anécdota del arriado de la bandera en el parlamento, el bucle se cierra de la siguiente manera: las fuerzas nacionalistas y xenófobas de extrema derecha condicionan a los gobiernos de los países europeos para que frenen la llegada de inmigrantes y refugiados, y es una fuerza de izquierda y progresista quien castiga (simbólicamente) a la unión europea por hacer lo que la mayoría de los países miembros desea hacer. De modo que los refugiados se quedan en todo caso fuera de juego, ya que no hay sobre la mesa ninguna propuesta alternativa para su acogida o expulsión que la practicada por las autoridades de la UE y sirven como pretexto dialéctico para que derecha e izquierda desde perspectivas enfrentadas coincidan en el mismo objetivo: el ataque a las instituciones comunitarias.

En términos demográficos y electorales el euroescepticismo es hoy una fuerza enorme, pujante y potencialmente mayoritaria en los países de la Unión. De modo que, si se quieren mantener las conquistas económicas, políticas y sociales conseguidas en el ámbito europeo durante las últimas seis décadas, habrá que emplearse a fondo y armarse de recursos argumentales y políticas potentes y convincentes. En una información sobre un sondeo internacional del verano pasado se estimaba que los índices de rechazo a la Unión Europea por países eran:

  • 71% Grecia
  • 61% Francia
  • 49% España
  • 48% Reino Unido
  • 48% Alemania
  • 46% Holanda
  • 44% Suecia
  • 39% Italia
  • 37% Hungría
  • 22% Polonia

El euroescepticismo en España

El primer dato que llama atención es el tercer lugar ocupado por España, un país que ha sido fervorosamente europeísta desde su ingreso en la comunidad europea y durante tres décadas. Pero hay otro dato también significativo. En siete de los 10 países mencionados, el euroescepticismo se sitúa a la derecha del espectro político, pero en tres de ellos –España, Grecia y Suecia- los euroescépticos son mayoritariamente de izquierda y es en España donde se registra la diferencia más grande entre euroescépticos de derecha y de izquierda. Estos últimos superan a los de derecha por 24 puntos porcentuales (59% de izquierda por 35% de derecha). La mitad de los votantes españoles de Podemos son euroescépticos en alguna medida, pero también lo son los del PP (43%), PSOE (39%) y Ciudadanos (35%). Lo cierto es que puede decirse que más de la mitad de los españoles son euroescépticos o críticos con el estado actual de la Unión Europea en una escala que va desde el simple abandono de la Unión, al estilo del Brexit, que quizás es una posición ahora mismo minoritaria, hasta la recuperación de competencias y funciones políticas por el estado nacional o las comunidades autónomas.

En España, como es sabido, no hay ninguna organización política significativa que rechace frontalmente la Unión Europea o apueste por el retorno a una soberanía nacional tal como se entendía hasta los años treinta del siglo pasado, antes de la segunda guerra mundial, a cuyo término se fundó la comunidad europea. No hay nada parecido al Frente Nacional de Le Pen en Francia, ni al UKIP británico, ni a los variados nacionalismos del este, algunos de los cuales están en el gobierno. Lo que quiere decir que en España el euroescepticismo no es por ahora una fuerza operativa y capaz de imponer su agenda, como lo ha hecho en el Reino Unido. Pero las condiciones económicas y políticas podrían ayudar a que esto derivara a peor.

El euroescepticismo español se nutre de los efectos de la crisis económica y de las políticas de austeridad implementadas por las autoridades europeas que han cercenado brutalmente el estado del bienestar y golpeado las rentas de los ciudadanos, en mayor medida las de las clases trabajadoras, sin conseguir por eso ninguno de los objetivos macroeconómicos previstos (paro, 20%; deuda, casi 100% del PIB). Este fracaso constituye una invitación vigorosa al rechazo de la entidad política que lo impulsa y patrocina, y que puede leerse como un maltrato deliberado de las instituciones europeas a las condiciones de vida de los ciudadanos. España, como queda dicho, ha sido un país tradicionalmente europeísta; aún hoy, el 65% de los españoles cree que el ingreso en Europa fue positivo pero de 2007 hasta ahora, la visión negativa sobre lo que hace y representa Bruselas ha pasado del 15% al 49% (34 puntos de diferencia), mientras que en otros países los niveles de rechazo entre antes y después de la crisis son relativamente estables Este impacto de la crisis y de las políticas europeas lleva a resaltar en la opinión pública el carácter antidemocrático de las instituciones comunitarias. El 29% de los ciudadanos europeos de media cree que su voz se escucha en las instituciones de la Unión. Este porcentaje baja en España al 18% (el 82% restante cree que no se le escucha). Solo uno de cada tres españoles confía en la Comisión y en el Parlamento europeos; un bajo nivel de confianza que comparte con los países meridionales, precisamente los más azotados por la crisis y por la medicina europea aplicada: Italia, Grecia, Portugal y Chipre.

Arriba y abajo, derecha e izquierda

             En un malicioso y provocador artículo de prensa, el jefe de opinión del diario El País; José Ignacio Torreblanca, proponía una adivinanza consistente en tres enunciados de discursos políticos distintos que formulaban los mismos diagnósticos y propuestas. El diagnóstico atribuía la responsabilidad de la crisis económica a los poderes existentes, se criticaba a la unión europea como la ejecutora de los intereses de los mercados y de la ideología neoliberal dominante, y, como propuesta, se reivindicaba la recuperación de la soberanía nacional. Por último, el autor revelaba que los tres discursos idénticos correspondían a Falange española, al Frente Nacional de Marie Le Pen y a Podemos, todos ellos motejados en este momento por los ideólogos del establishment como partidos populistas, término que, se aplique a la derecha o a la izquierda, alude siempre al euroescepticismo.

No corresponde aquí entrar en el debate sobre lo que es el populismo, aunque más adelante comentaremos algunas propuestas de la izquierda respecto a esta cuestión. Lo cierto es que en la Unión se detectan dos posiciones euroescépticas claras y enfrentadas. La crisis económica y su gestión por la autoridades de Bruselas ha dividido a los países miembros en acreedores de deuda, al norte, y deudores netos al sur, y la política de los países dominantes, con Alemania al frente, han ahondado esta brecha con el paradójico resultado de que la devastación de las economías del sur no ha servido para mejorar las condiciones de vida de los ciudadanos del norte. Y es, curiosamente, en los países septentrionales que son además fundadores y primeros socios de la comunidad europea donde el euroescepticismo es más agresivo y claro en sus objetivos. Los discursos de los movimientos de Farage, Le Pen o Petry en Alemania tienen poco que ver, por ahora al menos, con el discurso de Podemos. Lo único que tienen en común es un malestar perfectamente comprensible y creciente por la situación política y económica y por la deficiente gestión de los partidos gubernamentales tradicionales. He aquí un florilegio de principios políticos del partido Alternativa por Alemania, que le está restando votos por la derecha a la señora Merkel, patrona absoluta y representante conspicua del actual estatus europeo.

1)Retorno a la antigua moneda nacional, el marco alemán; 2) reducción de la Unión Europea, no a los rescates de Grecia, no al ingreso de Turquía y salida de Alemania; 3) freno a la inmigración; 4) restricción del derecho a la práctica de su religión para los musulmanes; 5) no al matrimonio gay, no al aborto en la sanidad pública e incremento de las ayudas a las familias numerosas pero solo alemanas; 6) potenciar las ayudas a la industria del automóvil, que genera empleo y no afecta al cambio climático, no a los subsidios a energías renovables; 7) recuperar el servicio militar obligatorio para los varones a partir de los dieciocho años, retomar las buenas relaciones con Rusia y no participar en operaciones de la OTAN en las que no esté en riesgo la seguridad nacional, y 8) enseñar en la escuela una historia que resalte los valores del pasado y dejar de sentir culpa por lo hecho por Alemania.

El euroescepticismo, pues, se identifica con el retorno a la noción de estado nacional tal como se entendía en Europa hasta el primer tercio del siglo veinte: un territorio, legitimado por cierta interpretación dominante de la historia; habitado por una colectividad humana étnica y culturalmente homogénea, y en consecuencia chauvinista y xenófobo; soberano en relación con las naciones vecinas, y en consecuencia dotado de poder militar suficiente; y autosuficiente en sus recursos económicos para garantizar el mantenimiento y el progreso material de la población.

La historia nos enseña que este tipo de estado-nación, a pesar de su aparente popularidad, jamás ha existido tal como se formula. Las naciones han sido siempre interdependientes, a menudo por relaciones de dominación; las poblaciones han migrado continuamente de un lugar a otro en busca de mejora de las condiciones de vida, dando lugar a identidades culturales cruzadas, y la armonía ha estado lejos de ser la circunstancia dominante entre naciones, siempre al borde del conflicto o directamente en guerra.

El euroescepticismo, formulado en términos de retorno a un idealizado estado-nación, significaría la ruptura de las sólidas relaciones internacionales establecidas desde hace medio siglo entre los países de la Unión y una catástrofe en términos prácticos que ningún gobierno nacional podría gestionar, tanto menos cuanto que este recuperado estado nacional se encontraría con tensiones nacionalistas en su seno de naciones que reivindicarían para sí la soberanía que ha obtenido el estado que las contiene y que, por razones de circunstancias y de estrategia desearían seguir perteneciendo a una entidad supranacional como la Unión Europea. Volveríamos, pues, al juego de grandes estados dominantes, naciones emergentes, alianzas oportunistas e intervenciones exteriores en países vecinos, en resumen al escenario europeo  al comienzo del siglo pasado, si eso fuera posible.

Crisis europea, crisis del estado-nación

Si acercamos la lente a lo que significa el euroescepticismo, tal vez entendamos que lo que está en crisis no es la Unión Europea sino precisamente los estados nacionales que la forman. La globalización ha redimensionado la agenda política y ninguno de los desafíos actuales, ya sean económicos, de seguridad,  medioambientales, tecnológicos, etcétera, pueden resolverse en el marco de un estado-nación, si este pudiera restaurarse tal como lo sueñan los nacionalismos. El malestar que recorre a las sociedades avanzadas tiene su origen en una confluencia de factores, entre los que podrían citarse:

  1. El desempleo fomentado en gran parte por la revolución tecnológica, que destruye masivamente empleos de la industria y del sector servicios, hasta ahora bien retribuidos y propios de trabajadores cualificados.
  2. El dominio adquirido por las oligarquías de grandes corporaciones prestadoras de servicios básicos: comunicaciones, energía, logística, banca, etcétera.
  3. El descontrol derivado de la liberalización de los mercados y las brutales oscilaciones de la oferta y la demanda.
  4. La ideología neoliberal dominante, que prima la economía de oferta, la restricción monetaria y el beneficio fiscal proporcionalmente favorable a las grandes fortunas.
  5. La crisis migratoria provocada en el caso europeo, no solo por desigualdades de oportunidad entre los países de la Unión sino también por el conflictivo despertar del mundo árabe y su gestión por los gobiernos occidentales.
  6. La ansiedad que planea sobre el futuro ante las evidencias del cambio climático.

El malestar derivado de estas circunstancias, que todo el mundo comprende que son de carácter global, encuentra respuesta en una querencia instintiva por el retorno a casa, al orden de los viejos tiempos, al espacio donde los vecinos tenían cara conocida y los problemas tenían solución. De ahí a que estas emociones sean agitadas por demagogos que identifican al adversario en el otro, ya sea el inmigrante o el burócrata de Bruselas hay un paso muy corto, favorecido además por el modo como se ha construido la Unión Europea. Veamos algunos rasgos de su arquitectura:

  1. Los ciudadanos de la Unión no lo son por sí mismos sino porque son ciudadanos de un estado miembro. El pasaporte tiene un diseño común y los individuos tienen garantizada la libertad de circulación y domicilio, pero es una libertad otorgada por un acuerdo de los países miembros y en consecuencia reversible.
  2. La Unión Europea es una agregación de países, o estados nacionales, realizada mediante un progresivo repertorio de tratados internacionales que mantienen intacta la soberanía de los firmantes.
  3. Los poderes de la Unión no proceden de un acto de constitución de la nación europea, que no existe en términos políticos tradicionales, sino de las cesiones de soberanía realizadas voluntariamente por los estados miembros.
  4. La toma de decisiones políticas en la Unión no puede decirse que sea antidemocrática en un sentido formal pero el procedimiento es tan tortuoso y opaco que es fácil pensarlo. En la práctica, las decisiones se toman después de un proceso deliberativo muy complejo y la ejecución de la resolución resultante queda en manos de los gobiernos nacionales que pueden o no llevarla a cabo según sus intereses domésticos. La capacidad sancionadora de la Unión es muy limitada, está sujeta a negociaciones y está lejos de que pueda considerarse justa.
  5. El laberinto institucional de la Unión tiene dos pilares básicos, la comisión y el parlamento europeos, competentes de manera limitada y, en último extremo, dependientes de los gobiernos nacionales que tienen la última palabra en la definición de las políticas de la Unión.

Este repertorio de circunstancias hace que la ciudadanía europea tenga un carácter subsidiario respecto a la identidad nacional de los individuos, identidad que se convierte a menudo en la única posesión cuando, como ocurre ahora, unas políticas económicas brutales los despoja de los recursos básicos. La nación y el bienestar son dos aspiraciones que estaban en la mente de los fundadores de la comunidad europea. El proyecto era hacer del espacio europeo el lugar habitable y compartido que nunca había sido. Como es sabido, el origen de la comunidad europea fue un acuerdo de los países del centro-oeste de Europa (Alemania Occidental, Francia, Italia y Países Bajos), que habían sido escenario principal de las dos guerras habidas en el siglo pasado y el basamento del acuerdo fue económico: la creación de un mercado compartido para dos bienes básicos en la época industrial, el carbón y el acero.

Después de esta primera iniciativa, muy restringida, tanto por la materia del acuerdo como por el número de firmantes, vinieron sucesivos acuerdos internacionales que sellaban una doble dinámica. De una parte, el aumento del número de países socios a los que se dio entrada en el club y, de otra, la ampliación de las materias objeto de acuerdo que alcanzaron un gran número de ítems, no solo referidos al comercio y a la economía sino también a la creación de un espacio con rasgos políticos propios destinados a implantar en toda Europa los valores democráticos por encima de los nacionalismos heredados. El resultado de esta singladura fue, como se sabe, muy irregular. Al final, parece que hay demasiados países, demasiado distintos entre sí y demasiadas normas administrativas que rigen sus relaciones y conductas sin que sustancialmente sirvan para mejorar la situación de las poblaciones.

Lo cierto es que el proyecto europeo ha sido diseñado históricamente para un marco que no tiene en cuenta ni las diferencias nacionales ni las crisis económicas, tanto menos si son de la profundidad de la que sufrimos actualmente. En el proceso de  integración de los estados nacionales a la unión pueden distinguirse tres fases, cada una con rasgos propios:

  1. La primera fase, ya mencionada, fue la de los países industrializados, vecinos geográficamente en el centro del continente, con una cultura política si no idéntica sí al menos homogénea, y con una experiencia histórica compartida.
  2. En la segunda fase entraron los países mediterráneos –España, Portugal, Grecia-, marginales en la historia reciente de Europa, caracterizados por sus recientes experiencias bajo dictaduras, dotadas de un aparato productivo atrasado y un capitalismo poco desarrollado. Para estos países, el ingreso era una doble oportunidad de consolidar el régimen democrático recién estrenado y de impulsar su economía con la apertura a un mercado internacional potencialmente rico y la ayuda añadida de los fondos europeos. El europeísmo era para ellos una novedad histórica a la que se sumaron con entusiasmo.
  3. En la tercera fase entraron los países del este, a la caída del régimen soviético. En ellos también anidaba la necesidad de consolidar la democracia y de beneficiarse de las nuevas condiciones económicas para impulsar su desarrollo pero salían de un régimen internacionalista, por decirlo así, sufrido como una dictadura y su europeísmo implicaba un énfasis nacionalista que no tuvieron los países de las oleadas anteriores.
  4. El caso del Reino Unido tiene especificidades propias que comentaremos más adelante.

Lo que interesa resaltar de este sumario repaso a la historia de la comunidad europea es que los países se sumaron al proyecto sin olvidar su propia historia y sin renunciar a su propio proyecto nacional, que pensaban desarrollar dentro de la Unión. Esto explica las cautelas, resistencias y salvedades de unos y de otros que se han producido cada vez que la Unión ha dado pasos en la integración política de los estados miembros.

De otra parte, el factor económico ha sido primordial y determinante en la dinámica de la Unión desde su fundación, lo que quiere decir que los países más fuertes –Alemania, singularmente- han operado para no perder la hegemonía sobre el conjunto. El carácter negociado de los acuerdos y la exigencia de unanimidad para adoptarlos daban gran ventaja a estos países y consolidaba la asimetría del conjunto solo mitigada porque los países más atrasados mejoraban su posición en términos absolutos respecto a sí mismos, aunque no en términos relativos ante el conjunto, al menos mientras duró la bonanza económica. La creación del euro es la última prueba de este modo de funcionamiento. El euro nace de la necesidad de crear un instrumento común de cambio que favorezca la cohesión y la operatividad del mercado común pero se hace de acuerdo con la posición de la moneda del país dominante, el marco, y sin complementar con una autoridad económica común que garantice una fiscalidad y una política presupuestaria comunes. Sin contar, al mismo tiempo, que las posibilidades de negocio que abría la nueva moneda llevó a aceptar en la eurozona de manera laxa cuando no fraudulenta a países, como Grecia, que notoriamente incumplían el baremo exigible para la incorporación. Cuando llegó la crisis, el resultado para los países más débiles o atrasados fue devastador y se abrió una brecha entre acreedores y deudores que, por ahora, no ha hecho más que ensancharse y en cuya corriente abreva el nacionalismo euroescéptico.

Reino Unido, el ejemplo

Hasta ahora, el euroescepticismo solo se ha materializado en el Brexit, es decir, en la decisión de abandono del país más extravagante y reticente  de la Unión desde su misma creación. Reino Unido es la metrópoli del último gran imperio europeo, que conservó hasta la segunda mitad del siglo pasado bajo la doble pauta de la industrialización y el libre comercio. Fue, pues, en un pasado reciente un agente político y económico formidable y determinante a escala planetaria, que creó en estas condiciones una robusta y diferenciada identidad nacional. Después de la segunda guerra mundial, había perdido sus colonias y, en consecuencia, gran parte de su músculo económico, tanto más cuanto que se había desgastado por el esfuerzo de guerra. No obstante conservaba aún una posición preeminente en el mundo, lo que sumado a su histórica renuencia a los asuntos del continente hizo que conservara altivamente su insularidad y no se sumara a los tratados de París y de Roma, fundacionales de la comunidad europea. Y no solo eso, sino que creó con los países nórdicos, Irlanda y Portugal, un espacio de libre comercio (EFTA) destinado a competir con la comunidad europea que pilotaban Alemania y Francia, proyecto que no tuvo el recorrido esperado. Las presiones de los norteamericanos le llevaron a finales de los sesenta a solicitar el ingreso en la comunidad europea, petición que sufrió diversos rechazos auspiciados por De Gaulle que veía en Inglaterra un peón de Estados Unidos. Ingresó, por último, en 1973 y durante su permanencia en la Comunidad primero y Unión después fue siempre un socio reticente aunque también leal en sus compromisos. No se incorporó a la moneda única e impuso reservas a los tratados de Schengen, que consagran la libertad de movimientos y de establecimiento para los ciudadanos de la Unión, y de Lisboa, que consagraba una compleja agenda social y política, además de económica para los miembros de la Unión. Por contra, fue decidido partidario de la apertura a los países del este en la línea de abrir todo lo posible el espacio para el libre comercio. En resumen, Reino Unido aceptaba las ventajas de la ampliación por las oportunidades económicas que representaba pero no quiso implicarse más de lo estrictamente necesario en los aspectos políticos. Fue, además, el primer país europeo en aplicar la política neoliberal de desmantelamiento de la industria y de los servicios públicos a beneficio del capital financiero y lo hizo de la mano de Margaret Thatcher, una primera ministra muy celosa y reticente a los fondos de cohesión que implementaba la Unión.

La combinación de estas políticas neoliberales y antieuropeas con los  beneficios objetivos que proporcionaba la ampliación del espacio económico en la fase alcista del ciclo provocó una economía dual con un potente y próspero sector financiero, ubicado en la City londinense, y amplias y deprimidas zonas del interior del país que no han podido superar el trauma de la desindustrialización de los años ochenta y noventa, todo ello atravesado por una profunda conciencia de la identidad nacional, nutrida al uso de los mitos del pasado. El antieuropeísmo de las clases altas y conservadoras británicas, gestionado durante años mediante una política de malabares que permitía al país disfrutar de las ventajas económicas de la Unión sin comprometerse con su fondo político estalló cuando, a raíz de la crisis, el populismo nacionalista, que siempre había sido minoritario, empezó a medrar con el consabido discurso xenófobo entre la población más castigada por la situación económica. Los conservadores vieron el peligro y se apresuraron a conjurarlo con una medida que antaño se había revelado inocua y muy útil para manipular la voluntad popular y la legitimación de medidas impopulares pero que en esta nueva situación se ha vuelto explosiva: el referéndum. Uno de los rasgos más notorios de la situación actual en Europa es la desafección de la población hacia las instituciones, y tiene como consecuencia que las elites no parecen tener ni idea de lo que quiere y necesita la población de cuyo voto procede la legitimación de su poder. El referéndum británico fue convocado por el gobierno conservador como un truco para desactivar el peligro del antieuropeísmo que ellos mismos habían fomentado durante años, es decir, para mantener el statu quo a favor de las mismas clases dominantes que había provocado la crisis. El tiro salió por la culata.

La segunda parte de esta tragicomedia, en la que estamos ahora, es saber cómo cumplirán el gobierno británico y el directorio de la Unión Europea el mandato refrendario. De momento, Londres y Bruselas se han dado un tiempo para abordar la salida. Es obvio que ninguna de las dos partes sabe a ciencia cierta ni los objetivos y ni el método para abordar los innumerables pliegues de la negociación. Por ejemplo, para mencionar solo un problema menor, ¿quién debe pagar la indemnización y las pensiones de los funcionarios británicos despedidos de sus empleos en Bruselas? La primera cumbre europea celebrada después del Brexit en Bratislava, ya sin el Reino Unido, reveló la incertidumbre y el malestar de los dirigentes europeos. La Unión es ahora mismo un puzle en situación inestable. Los dirigentes quisieran dar una imagen de tranquilidad y unidad pero no pueden evitar sentir en el cogote el aliento de los euroescépticos. Hay un cansancio generalizado por las desigualdades provocadas por las políticas europeas y se da la paradoja de que algunas propuestas euroescépticas, como el estudio sobre los supuestos efectos indeseados de la libre circulación de trabajadores, ya han entrado en la agenda oficial europea, nada menos que de la mano de Donald Tusk, presidente del consejo. Es la clase de debate que se abrirá en la negociación de la salida del Reino Unido, que quiere restringir el acceso de trabajadores sin perder el acceso al mercado europeo de bienes y servicios. De manera que la negociación del Brexit puede convertirse en una ocasión para introducir medidas, que ahora defienden los euroescépticos de la mano de los mismos dirigentes de la Unión. Esta incertidumbre y desconfianza hacia las instituciones no hace más que dar fuerza a los populismos.  El problema es que los líderes nacionales están tan agobiados por sus propias agendas domésticas que nadie es capaz de pensar en términos globales, como lo hicieron hace sesenta años los fundadores de la comunidad europea.

El desafío ha dejado de ser una mera cuestión concerniente a los ciudadanos británicos para convertirse en una inquietante señal después de la elección de Donald Trump para la presidencia de Estados Unidos. Como se ha dicho, el abandono del Reino Unido, con ser muy grave, es al fin el resultado de una dilatada actitud del país respecto a la construcción europea. Pero ahora es seguro que el euroescepticismo, palabra que empieza a parecer muy suave para lo que se avecina, ha recibido un impulso que sin duda va a golpear el núcleo duro de la Unión Europea, no sabemos con qué fuerza y con qué resultado. La extrema derecha europea fue la primera en felicitar a Trump por su elección con un entusiasmo que no se vio en las cancillerías y ámbitos gubernamentales. Alemania, Francia y Holanda, tres países fundadores de la unión situados en lo alto de la renta per cápita y acreedores de los países meridionales, tienen partidos populistas y antieuropeístas en su sistema. El Frente Nacional francés puede situar en la presidencia de la república a Marine Le Pen, y para evitarlo probablemente derecha e izquierda convencionales tendrán que votar a un mismo candidato en la segunda vuelta. A su vez, Alternativa por Alemania tiene posibilidades de dañar seriamente al tradicional bloque democristiano de la señora Merkel. En este contexto, es imposible conjeturar cómo se desarrollará el proceso de  salida del Gran Bretaña y si no será el preludio de la desintegración del proyecto europeo.

A modo de conclusión

Creo que ya se puede decir sin riesgo a equivocarnos que la globalización, y la ideología que la informa, el neoliberalismo, han destruido el sistema institucional vigente en Europa desde la segunda guerra mundial. Puede opinarse si eso es bueno o malo y hasta qué punto pero no pueden discutirse los efectos:

  1. La destrucción del tejido social  formado en los últimos sesenta años a causa del desempleo y sus secuelas: crecimiento de la desigualdad, movimientos migratorios descontrolados, aumento de la explotación de la mano de obra y el derrumbe de los instrumentos educativos y sanitarios de protección e integración social que identificaban el estado del bienestar.
  2. La consecuencia política es el vaciamiento de funciones y consecuente la pérdida de legitimidad de los estados-nación, tironeados por dos nacionalismos contradictorios, los regionales que aspiran a la secesión y los que impulsan una mayor centralización y una recuperación de la soberanía perdida a favor de las entidades supranacionales como, en este caso, la Unión Europea, instituciones que son vistas como meros instrumentos ejecutores de políticas económicas socialmente injustas e ineficientes.
  3. La desprotección económica de gran parte de la población, que incluye por primera vez a las clases medias, ha creado un profundo y seguramente irreversible desafecto de la población hacia las instituciones políticas, lo que en la práctica ha significado la quiebra del bipartidismo y de la alternancia para dar entrada en el sistema electoral a nuevas fuerzas llamadas populistas, principalmente de extrema derecha, que en este momento están en su fase ascendente.
  4. La sumisión de los gobiernos nacionales a los designios de los grandes conglomerados y corporaciones empresariales de carácter transnacional para imponer políticas restrictivas del gasto público y de las rentas de los trabajadores ha llevado a un declive imparable a las formaciones tradicionales de centroderecha y centroizquierda (democracia cristiana y socialdemocracia) que venían ocupando alternativamente el poder y gestionando el estado cuando este aún tenía margen para realizar una política económica autónoma.
  5. Esta ruptura del contrato entre la ciudadanía y los partidos que la representan han convertido la elecciones y referendos, es decir, los instrumentos tradicionales de implementación y legitimación de políticas, en un ejercicio azaroso e ineficiente. No es solo que los resultados electorales sean imprevistos sino que sus consecuencias son también imprevisibles. No hay ninguna garantía de que el programa electoral ganador, cuando lo hay, vaya a cumplirse, ni que el mandato votado en referéndum vaya a ejecutarse y en qué términos.

En este contexto de instituciones averiadas, descreimiento de la política y de quienes la ejecutan, falta de consensos básicos, malestar social agudo y desconocimiento de las dimensiones del problema, la recomposición de la Unión Europea es solo una parte de la cuestión. No sabemos qué lugar ocupa esta tarea ni que importancia tiene en la agenda de los gobiernos y de las poblaciones, por lo que se ve, muy baja. No parece que sea prioritaria, a juzgar por la persistencia en políticas destructivas del tejido social y la creciente tolerancia de estos gobiernos débiles hacia la ofensiva euroescéptica. Si observamos la experiencia del Brexit, hay dos factores en esta ecuación que podemos considerar seguros y que son contradictorios entre sí: uno es el auge de las fuerzas nacionalistas y euroescépticas en Europa; el otro es que la arquitectura de la Unión Europea es probablemente más sólida y está implantada en la sociedad con más profundidad de lo que parece ahora mismo.

Lo que parece también seguro es que no habrá un resurgimiento europeo si no brota de las poblaciones nacionales y de sus gobiernos un renovado impulso europeísta, en el sentdo de una Europa inclusiva y federalista, y para que eso ocurra, el proyecto tiene que contener: a) propuestas convincentes de inclusión y mejora para los vastos segmentos sociales que se han visto expulsados del bienestar por la globalización; b) un sistema de gobernanza que tenga en cuenta los intereses reales de los ciudadanos y sus aspiraciones de bienestar y progreso, y c) un sistema de partidos decente, transparente y eficaz. Por ahora, nada de eso se da en Europa..

Este impulso tendrá que salir del marco de los estados nacionales pues Europa carece de un demos común europeo pero a la vez deberá tener una proyección y un compromiso internacionalista y deberá realizarse mediante un tejido de complicidades entre los partidos afines de los distintos países. A día de hoy se impone el pesimismo sobre la posibilidad de que pueda impulsar una dinámica de este tipo, en opinión de quien les habla. Los gobiernos de los estados miembros son débiles, están enfrascados en sus problemas domésticos y la opinión pública de los países propende al chauvinismo, circunstancia que esta siendo aprovechada con éxito por los movimientos euroescépticos. La buena noticia es que las formaciones euroescépticas, por su énfasis nacionalista y autárquico, no están en condiciones de generar una red. Pueden romper Europa pero, al día siguiente, no tienen alternativa ni para sus propias poblaciones.

Y una reflexión añadida. En la actualidad, los únicos internacionalistas verdaderos y efectivos son los miembros de la estrecha franja de altos funcionarios públicos  y ejecutivos de corporaciones empresariales que forman la casta dirigente y que han venido a sustituir a las clases aristocráticas cosmopolitas del XIX y de principios del XX, hasta que fueron barridas de la escena pública por fascistas y comunistas al unísono.

Mirada a la izquierda

La izquierda tiene que activar sus baterías, reactivar su discurso progresista e igualitario y acumular fuerzas si quiere ser una alternativa. Lo ocurrido en España indica que ahora mismo no lo es y en el ámbito internacional está visiblemente fuera de juego. Los populismos de derecha se han mostrado más hábiles y decididos para captar a la opinión pública y hacer valer sus propuestas. La elección de Trump como presidente de Estados Unidos parece significar el punto de no retorno de esta escalada. Trump ha vencido contra el establishment político y económico del que él mismo forma parte y del que es beneficiario, pero lo ha hecho con un programa, si se puede llamar así, que, de cumplirse en alguna medida, va a significar un hachazo a la globalización y a las políticas de austeridad implementadas hasta ahora, porque no solo erigirá aranceles y barreras comerciales sino que necesitará la puesta en marcha de infraestructuras y mucho gasto público para crear empleo doméstico y restaurar las pérdidas que ocasione la restricción del libre comercio internacional. Si impone fuertes aranceles a los productos chinos, por ejemplo, obligará a las empresas norteamericanas que los compran a fabricarlos ellas mismas con el aumento de coste que eso significa.  Estas políticas autárquicas, que tienen al estado como principal agente económico, no son nuevas; las pusieron en práctica los fascismos europeos, incluido el franquismo, y, de otra parte, son las que preconizaba Keynes desde una perspectiva liberal. De momento, Trump ha enfatizado lo más fácil, es decir, más sufrimiento para los más débiles. La expulsión de los inmigrantes está destinada a rebajar la presión del desempleo y de la baja de los salarios entre la población blanca, y la liquidación del sistema de seguridad social implementado por Obama está dirigido a recortar gasto público presuntamente improductivo. A la postre, más marginados y excluidos del sistema. Son medidas inequívocamente fascistas.

La izquierda no lo tiene fácil. Debe proponer un sistema social inclusivo sin excepciones en un contexto de destrucción objetiva de empleo por la implementación de las nuevas tecnologías y de debilitamiento fiscal del estado por las políticas neoliberales, para no hablar del descrédito introyectado en la opinión pública por el fracaso histórico del socialismo real en el siglo XX, que gravita pesadamente sobre el discurso de la izquierda. En lo que se refiere a la restauración del europeísmo debe vencer además la inercia nacional y nacionalista que anida también en la misma izquierda. El principal problema es que no existe un demos europeo, identificable en términos étnicos, religiosos o culturales. El europeísmo es una ideología propia de las elites desde sus orígenes en la Ilustración del siglo XVIII. Se basa en una sofisticada racionalización de lo que son el individuo y la sociedad y su mantenimiento en la práctica exige un espacio abierto de libre comercio y circulación de personas. Puede ganar adeptos en momentos de bonanza económica generalizada y/o de rechazo a los excesos del nacionalismo, como ocurrió después de la segunda guerra mundial, pero, apenas quiebran los mecanismos de distribución de las rentas, se bloquean las expectativas de progreso de una parte creciente de la población o el estado rompe unilateralmente el contrato social con la sociedad, que es lo que está ocurriendo ahora, las proclamas nihilistas sustituyen a la retórica ilustrada y la pulsión inmediata es el retorno a las dimensiones locales y tradicionales de la política, es decir, al nacionalismo.

De modo que la eficacia de la izquierda como alternativa depende de que haga una propuesta que pueda ser aceptada mayoritariamente y políticamente eficiente en tres planos:

  1. En el ámbito de los estados-nación, un pacto o consenso entre las fuerzas uniformadoras o jacobinas con los nacionalismos domésticos.
  2. Una valoración sobre el estado-nación mismo y sus funciones en el seno de una entidad supraestatal.
  3. Una definición de nuevo cuño sobre la soberanía, institucionalización, competencias y alcance político de la entidad supraestatal, se llame Unión Europea o de otro modo. Porque cuando se habla de más Europa, ¿qué quiere decirse exactamente?

No parece que la izquierda tenga ningún plan de respuesta a estos tres desafíos, como se puede ver con una simple ojeada sobre la actualidad política. Hay varios ejemplos. Si hemos de fijarnos en la situación de España, ni PSOE ni Podemos son capaces de ordenar las tensiones nacionalistas en su seno. En Grecia, Syriza no ha obtenido la solidaridad de otras izquierdas europeas para enfrentarse a las draconianas exigencias de la troika. En Francia, el gobierno socialista no ha conseguido concertar un consenso sobre un proyecto alternativo a la actual política de austeridad y recortes. En Reino Unido, el laborismo no ha sabido ni podido detener el Brexit, a pesar de que el partido era contrario a él. Etcétera.

Y con este melancólico mensaje termino mi perorata. Gracias por su atención.