No es fácil quedar atrapado por una novela de seiscientas y pico páginas escrita por un autor español contemporáneo; no es fácil, al menos, para este lector. Pero ha ocurrido con Patria, de Fernando Aramburu. Hay, desde luego, un interés extraliterario previo. La sociedad que habita esta parte del país, si no el país entero, necesita una representación que ordene el sentido de lo que ha ocurrido en las últimas décadas y dé luz sobre la atroz experiencia compartida. Necesitamos un relato que transmita claridad, compasión y esperanza. Diríase que Aramburu ha prestado su voz a toda la sociedad vasca. No por casualidad, los personajes de su novela están unidos por lazos de familia, de amistad, de vecindad y de clase social, constituyen un demos, pero envuelto en una tenaz incomunicación. Las madres no hablan con las hijas, los hombres no hablan con las mujeres, los hermanos no hablan con las hermanas, los compañeros no hablan con sus iguales, y es en esta comunidad cerrada, dominada por la costumbre e impregnada de silencio en un tiempo de incertidumbre y cambio donde brota un mal nuevo y terrible, una peste que se infiltra a través de los canales ordinarios de socialización y fractura el mundo, conocido, compacto y articulado hasta ese momento, en un infierno de amigos y enemigos, de verdugos y víctimas.
El relato discurre a través de un pequeño grupo de individuos pertenecientes a dos familias vecinas de un pueblo, cuyos miembros han sido amigos entre sí hasta que resultan separados por la acción del terrorismo y sus efectos. En una de las familias, el hijo mayor ingresa en la banda terrorista; en la otra, el padre es asesinado por un comando del que forma parte su joven vecino. Lo que parece un tópico novelesco se convierte en un potente motor narrativo que permite al lector seguir a los personajes durante más de tres décadas hasta las últimas páginas en las que se atisba un tímido conato de reconciliación definitiva. La narración se ofrece como un mosaico de innumerables teselas, cada una de las cuales contiene un episodio de la deriva de los personajes, y del conjunto resulta un paisaje humano que ejerce un efecto hipnótico sobre el lector. Es un sereno, demorado y minucioso examen conductista de una situación y de quienes la habitan, un relato de gente del común, sin carácter relevante, que tienen que construir su vida bajo la carga sobrevenida y terrible de la muerte a la que deben vencer en el fondo de su corazón si quieren seguir viviendo. No todos consiguen librarse de la peste y no todos de la misma manera.
Una prosa sobria, coloquial, que reproduce en la medida de lo posible el habla local, da noticia de las circunstancias y estados de ánimo de los personajes, a los que vemos evolucionar en el tiempo, primero para soportar la aflicción, después, para dominarla, y, por último, para librarse de ella y recuperar la paz. La crónica es la historia del país, jalonada de sucesos reales y notorios, alojados en la memoria dolorida del lector. El autor no deja ni un solo ángulo de la materia del relato sin explorar mientras se mantiene al margen, como si lo hubiera escrito con la mirada y el oído y no con las manos, guiado por la mera voluntad de entender y hacer entender la verdad de los hechos, sin ápice de ambigüedad moral. Es difícil decir cuán larga vaya a ser la vigencia de una novela en el gusto de los lectores pero es seguro que ningún interesado podrá ignorar Patria en el futuro si quiere tener una idea cabal de lo que ha ocurrido en este país en este quicio entre dos siglos.
Es cierto, yo no podía dejar de leerla, me enganchó como ninguna otra novela de los últimos meses, quizá años si hablamos de narrativa española. Pero me dejan perplejo algunos rasgos de estilo, tics diría yo, que no sé si atribuir al habla coloquial de la zona, aunque no creo en el caso de uno de los más extraños: la tendecia a usar en aposición un adjetivo en -ante: caminaban por la calle, dialogantes; fregaba los cacharros, silbante. Los ejemplos no son literales pero los hay más peculiares. Hay otros que hacen que en algunos momentos la novela parezca traducida de una lengua muerta. Pero la fuerza del relato es tan grande que uno perdona que a veces el estilo no esté a la altura de su estructura, la penetración en los personajes, la humanidad de todos ellos, incluidos los más desalmados, y el uso magnífico del estilo indirecto libre llevado a sus últimas consecuencias.
Sí, es muy llamativo y muy frecuente el uso de estos adjetivos terminados en -ante para caracterizar un estado de ánimo o una circunstancia de los personajes. No es un recurso tomado del habla local y creo que debe considerarse una licencia de estilo del autor, quizás para eludir perífrasis y hacer la narración más seca, más expeditiva y ceñida a los hechos. Llama la atención pero, como dices, no resta fuerza al relato.
Los participios de presente activos latinos en -nt-s, -nt-is (amans, amantis) han dejado en español un resto vivo y muy abundante de adjetivos en -ante (y en -ente). Pero no son formas integrantes de la conjugación, a diferencia del latín y de otras lenguas indoeuropeas, como el alemán («arbeitend», de «arbeiten» -«trabajar»-, que, tal vez Aramburu traduciría por «trabajante», ya en desuso, según el Diccionario de la Academia). Aramburu, que vive desde hace muchos años en Alemania, podría estar imitando ese excelente instrumento del paradigma verbal germánico como un recurso estilístico demasiado frecuente que, al menos a mí, me parece un peñazo, o por lo menos un escándalo (una piedra de tropiezo), en la lectura de su sobrevalorada novela. (Pregunta: ¿Cuántas formas en -nte hay en estas líneas? Respuesta: seis).
Hombre, no evitan perífrasis esos adjetivos tomados del participio presente latino, como bien dice Quirón; se pueden sutituir por un adjetivo mondo y lirondo o un gerundio, que no suelen ser muy elegantes pero no producen esa sensación de estar leyendo una novela traducida del latín. Hay otras manías estilíticas en el libro: el uso de la barra para separar dos verbos o dos adjetivos, que a veces se justifica y otras no se sabe muy bien por qué coño la usa; las preguntas directas dentro de un párrafo narrativo, que pueden interpretarse como un inserto de monólogo interior o no, como si el autor se adelantase a alguna duda del lector. Confieso que a mí estos rasgos me incordian, no dan más ligereza al relato sino que entorpecen la lectura. Con todo, creo que son peccata minuta si se tienen en cuenta otros méritos. Es como rebajar Guerra y paz por la considerable cantidad de páginas dedicadas a las reflexiones entre cristianas y patrióticas de Tolstoi; son un peñazo pero Pierre y el príncipe Andrei sobreviven perfectamente a esas lagunas