Una de las anécdotas más repetidas de la biografía de Isabel I de Inglaterra es aquella en la que un cortesano tiende su ferreruelo sobre un charco a los pies de la reina para que esta no manche sus zapatos. La anécdota es tan conocida que los guionistas de Shakespeare in love urdieron un chiste visual a propósito al final de esta deliciosa película. El personaje al que se le atribuye este gesto de astuta pleitesía es sir Walter Raleigh, cortesano, favorito de la reina, navegante y corsario por cuenta del gobierno inglés. Una leyenda de ahora mismo nos dice que el magistrado presidente de la audiencia nacional recibirá mañana en la puerta del palacio de justicia al presidente del gobierno y lo acompañará a la sala de juicio donde debe deponer como testigo en uno de los innumerables procesos por corrupción en los que está emporcado su partido. Podemos imaginar al magistrado extendiendo su toga sobre el barro que le espera al presidente. Las decisiones de la reina de Inglaterra lo eran por su real gracia y cortesanos y edecanes tenían la obligación de obviar los obstáculos sobrevenidos por fuerzas que estaban fuera del poder real, ya sean los charcos de la lluvia o los charcos de la corrupción. La imagen del juez que oficia de ujier transmite el mensaje de que el testigo no ha sido citado por el tribunal sino que comparece por su gracia. Una metáfora perfecta de la observación orwelliana de que todos somos iguales (ante la justicia, en este caso) pero unos más iguales que otros.
La deposición del presidente del pepé en el estrado de testigos ha despertado cierto morbo que conviene atemperar por razones de salud pública. Es cierto que no todos los días comparece ante un tribunal el presidente del gobierno pero don Rajoy no va a dejar de ser su personaje porque se vea en lo que para cualquiera sería una situación como poco desapacible. No es previsible que el mayor artífice vivo de tautologías, retruécanos, reiteraciones y demás artilugios retóricos con el objetivo de mantener el lenguaje lejos de la realidad sin poder ser acusado por eso de falso testimonio, vaya a cambiar de estilo. Tiene a su favor, por ende, la metodología y los hábitos de nuestro procedimiento judicial, el cual carece del dramatismo –y del respeto a la verdad, hay que añadir- de las pelis de televisión. El corsé del procedimiento legal y la proverbial modorra de la retórica forense se ajustarán sin duda como un guante a la acreditada dialéctica del testigo, no por falta de ganas de los interrogadores sino por falta de competencia. Ya veremos. Entretanto, el obsecuente magistrado que abrirá un paraguas sobre la cabeza del testigo si llueve cuando se apee del coche oficial seguirá, como sir Walter Raleigh, a la vera del monarca.