Crónicas agostadas 2

El anhelo de independencia es un anhelo de pureza más que de libertad. El independentista aspira a emerger de la espuma de la historia para mostrarse desnudo, tal cual se ve a sí mismo, liberado de las algas, moluscos y otras adherencias que la navegación a lo largo de siglos ha pegado indeseablemente a su cuerpo prístino. En el procés, la manta de detritos entre la que se abre paso el independentismo recibe el nombre genérico de españa, la cual se manifiesta de innumerables maneras, ya sean en las maniobras leguleyas del gobierno central o en el acento andaluz de doña Díaz, del que se ha mofado un diplomático español que exhibe en su tarjeta de visita dos sonoros apellidos catalanes. Al diplomático, la lucha por la pureza le ha costado el empleo. Y es que la pureza, como sabemos los que nos hemos educado en la cultura del pecado original, es la llamita de una candela asediada por vendavales. Así que la lógica independentista no se detiene en españa porque ¿cómo reducir todo lo que nos contamina a una meseta reseca, habitada por necios?, y la ha emprendido con otro enemigo más poderoso si cabe: el turismo, esa plaga de langostas en calzones y chancletas que vaga por nuestras calles desinteresada de nuestro sufrimiento y que nos envuelve e impide que reconozcamos lo que verdaderamente somos. Los autores de los atentados han sido, al parecer, grupos de lo que en cierta ocasión Enric Juliana llamó con perspicacia fraticelli, para los que la independencia es una vía mística porque ningún interés material anima su empeño. La pureza en estado puro, para decirlo con una tautología que parece de don Rajoy. Ahuyentad al extranjero que nos invade y aparecerá el paraíso nacional, es una consigna que hemos padecido durante más de cuatro décadas en este rincón del golfo de Vizcaya, y los catalanes harían bien en inquietarse porque haya eclosionado en su casa. Barcelona es una de las ciudades más afamadas de Europa, mucho más que Madrid, pero esta fama es virtual y cosmopolita, una especie de patrimonio de la humanidad designado por vía de los hechos, lo que quiere decir que cualquiera puede entrar y salir y degustar lo que le plazca de la oferta de la ciudad. Las autoridades locales deben gestionar este flujo y sus consecuencias pero ¿atacarlo? ¿Cómo van a gobernar este magma urbano los neocarlistas de interior una vez conquistada la independencia? Una gran ciudad portuaria es una gangrena por la que se corrompe cualquier forma de pureza, ya sea política o de otra especie, como sabe bien la familia Pujol, que tenía la materia del negocio en la capital y el espíritu de la patria en el aire puro y pirenaico de la casa solariega de Queralbs. En el siglo diecinueve, los ancestros de quienes han atacado los autobuses turísticos, sitiaban las capitales portuarias, como Bilbao en tres ocasiones, para detener el mal. Ahora, se limitan a acciones de guerrilla urbana que sus promotores llaman simbólicas y ya veremos en qué terminan.