El presidente catalán hace alarde de determinación en una entrevista publicada en prensa. Todo el mundo sabe que esta vez va la vencida, afirma don Puigdemont en un tono que recuerda el juramento de lealtad de los pilotos kamikazes al dios emperador. He aquí un personaje autoinvestido de una misión histórica. Solo le falta subrayar su propósito con la exclamación ritual, banzai, o visca el barça, o como se diga. Los personajes mesiánicos necesitan olvidar que los hechos que tejen la historia nunca van a la vencida. La historia es un continuo de acontecimientos regidos por el azar, o si se quiere, por reglas y determinaciones cuyo manejo no está al alcance de los simples mortales, y a menudo ni siquiera su comprensión, una vez que los acontecimientos han pasado. Para abordar el conocimiento de la historia parece más apropiada la teoría del caos que la famosa secuencia dialéctica de tesis, antítesis y síntesis. La primera examina el comportamiento de sistemas complejos y volátiles que se alteran por efecto de cambios inopinados en el entorno. El idealismo hegeliano sin embargo se apoya en el equívoco de que todo lo real es racional. Bien, ya veremos qué grado de realidad y de racionalidad podemos soportar en las próximas semanas; entretanto, sigamos con la actualidad.
Las resolutivas y poco convincentes afirmaciones de don Puigdemont han llevado a este lector a una digresión. La historia reciente de Cataluña tiene, entre otros, dos héroes trágicos: Lluís Companys i Jover y Domingo Batet i Mestres. Ambos murieron bajo las balas del mismo verdugo. El primero está entronizado en el santoral del catalanismo; el segundo habita un lugar ambiguo de la memoria y muy bien podría perder la calle que tiene dedicada en Barcelona junto a la avenida Manuel Azaña si los sucesos que promete este otoño se extreman. Companys, presidente de la Generalitat, proclamó en 1934 el estado catalán dentro de la segunda república española, una decisión política que vulneraba la legalidad constitucional, y el general Batet fue encargado por el gobierno de la derecha, que presidía Alejandro Lerroux, para reprimir la sublevación de las instituciones catalanas que esta decisión trajo consigo. Lo hizo con reconocida mesura y proporcionalidad en la fuerza, a pesar de que no pudo evitar algunas bajas en los enfrentamientos. Al final, Companys se rindió a Batet. Dos años más tarde, este último, católico y leal a la república, se negó a sumarse al golpe de Franco, fue apresado por sus camaradas de armas sublevados y fusilado. Companys siguió la misma suerte tras ser capturado en Francia al final de la guerra. En estos lances, perdió la república y perdió Cataluña. Las circunstancias son ahora muy distintas a las de ochenta años atrás, sin duda, pero ¿hasta qué punto?