Crónica ginebrina

Ginebra se recuesta a la vera del lago con la certeza de que es un paraíso. Un sol vivo lo atestigua este domingo. Los mástiles de los yates dibujan un pentagrama feliz en un azul de verano intempestivo Un paraíso cívico, silente, ordenado -suizo al fin-, habitado por gentes que parecen haber atravesado con éxito el cabo de las tormentas y disfrutan de la dicha de la tierra firme. En un recodo del paseo que bordea el lago, a diez pasos del lugar donde el anarquista italiano Luigi Lucheni atentó y causó la muerte a la emperatriz Sissi, un grupo de mujeres se han sentado en corro en el suelo (hay hombres, pero somos menos y parecemos renuentes, ah, el sentido del ridículo del hidalgo hispano) para recitar a los artífices de la lengua común: Antonio Machado, Pablo Neruda, Julio Cortázar, Luis Cernuda, Oliverio Girondo, Juan Rulfo, Santa Teresa, José Espronceda, Luis Alberto de Cuenca, en un concierto improvisado y democrático en el que alguna recitadora da la palabra con generosidad a don Pedro Muñoz Seca. El encuentro está impregnado de una mezcla de juego y determinación que termina por resultar cautivante. Es uno de los actos programados para la Semana del Español organizada por el personal de intérpretes y traductores de la sección española de las Naciones Unidas. En este entorno donde el más inhábil de los hablantes se maneja con total competencia en tres o cuatro idiomas se han reunido para celebrar las palabras de la tribu: poemas y fragmentos de prosa que identifican la memoria compartida.

Para estos funcionarios de la torre de babel para los que la lengua es la materia volandera de su oficio, que tejen y destejen cada día, diríase que es una necesidad encontrar la zona de conexión entre las palabras y los  sentimientos. Tal parecía ser el objeto de la semana del español, salir del piélago verbal en el que intérpretes y traductores viven sumergidos para encontrar palabras que tuvieran un sentido reconocible. Dos días antes, la organización de la semana había reunido en uno de los intimidantes salones de la sede de la ONU a tres escritores – José María Conget, María Leach y Borja Ortiz de Gondra; un novelista, una poeta y un dramaturgo- para que hablasen de la memoria y la recreación de la experiencia como fuente de inspiración literaria. Los materiales de la experiencia con los que los escritores nutren sus ficciones tienen nombres propios, aluden a sucesos realmente ocurridos y arrastran consigo fantasías y dobleces, y todo esto fue lo que destiló la intervención de los tres invitados, que se hicieron de inmediato con la atención y el interés del público. Puede imaginarse que nunca antes se habían oído historias tan verdaderas en aquel salón dedicado a la peroración sobre tremebundos asuntos planetarios.