La foto de inicio los presenta como galgos en las cajas antes de la carrera, alineados, expectantes y con la mirada fija en la liebre mecánica que maneja la conductora del programa. Hagan apuestas. Los contendientes se miran de reojo y se aluden solo para ganar posiciones, con la atención puesta en los patrocinadores de sus dorsales. Nada hay más esquemático y abstracto que un debate televisivo en campaña electoral; más descarnado y huero que una misa donde, por alguna razón jamás corroborada por los hechos, los fieles y aficionados esperan encontrar alguna iluminación. De las dos acepciones que ofrece el diccionario rae del término debatir –discusión y lucha-, la apropiada en este caso es la segunda, si bien es una lucha incruenta y atenida a las normas del formato televisivo, que vetan la argumentación y priman el eslogan y la consigna. Es una carrera en la que se mide, no el fuelle, la ligereza y la potencia muscular del corredor, sino  el donaire y la contundencia y oportunidad de sus ocurrencias. Los contendientes no tienen que demostrar nada, solo proclamarlo y posar con telegenia. Queda para los comentaristas la ulterior extracción de conclusiones, que en esta ocasión han sido pocas y decepcionantes, aunque siempre se puede rebañar un titular que dé satisfacción a la parroquia. Se mantiene el melancólico empate entre bloques porque constitucionalistas e independentistas operan en registros distintos, estáticos en su zona de confort, y hablan de otra cosa que no se va a producir después de las elecciones cualquiera que sea el resultado. Ni la calidad de vida del buen pueblo de los electores va a mejorar tras los comicios, como pregonan los constitucionalistas, ni habrá una república bis, como sueñan los soberanistas. Es lo que tiene convertir la política en pasto para el imaginario, el neologismo en uso más gracioso del lenguaje. Otro rasgo distingue a unos de otros. Los independentistas juegan en su campo, donde han perdido la fase eliminatoria y necesitan recuperar o mantener la posición en la tabla mientras que los constitucionalistas juegan en una liga más amplia donde también han de cosechar resultados, así que para estos últimos la liza es más bien un entrenamiento para futuras carreras. El prusés ha empequeñecido a Cataluña.

Si hemos de hablar de animales políticos en la carrera, apuesto un par de euros por doña Arrimadas. Mujer en un universo de hombres, como se escenificó en el debate donde los republicanos habían sustituido a la abnegada doña Rovira por un varón no menos incompetente. La candidata ciudadana tiene rasmia y es clara e inequívoca. Su mensaje es una enmienda a la totalidad de la aventura independentista y resulta balsámico para una gran parte de la sociedad que vivió las fiestas de la estelada con ansiedad y pánico. Claro que con ese mensaje no podrá gobernar Cataluña pero ¿quién ha dicho que ese sea el objetivo? Además, la palabra gobernar esta sobrevalorada respecto a la realidad, ¿no gobernó don Puigdemont?, ¿no gobierna don Rajoy?