El término meme se debe al parecer al biólogo Richard Dowkins que nombró así la unidad primaria de información cultural transmisible entre individuos por procedimientos neurocerebrales que incluyen la memoria y la imitación (mímesis). Hasta aquí la ciencia – wikipedia dixit-,  así que no me pregunten por qué en la ciberjerga se llaman memes lo que en lenguaje analógico de antaño se llamaba burla, pitorreo o pedorreta. ¿Qué sabemos de la novedosa fauna que habita esta representación del mundo que es la red, poblada de organismos desconocidos y aún en fase de evolución? Uno de estos especímenes son los miméticos o mímicos, neologismos que acabo de inventarme, porque no tienen nombre acreditado, para designar a los usuarios de las redes que cuelgan memes. Estos se activan cuando algún visitante de la red, poco adaptado al medio, hace acto presencia con algún mensaje, preferiblemente gráfico. Entonces, un enjambre de miméticos abandona su guarida y dejan alrededor de la deposición del visitante un mosaico de versiones paródicas que llevan a la certeza de que el intruso en la red es un perfecto idiota. Véase lo que le ha ocurrido a don Rajoy y su tonta autofoto en los jardines nevados de La Moncloa. El jefe del gobierno quiso hacerse el campechano, lo que sin duda le cuesta muchísimo, quizá como estrategia para cortarle el paso a don Rivera, y lo único que consiguió es que lo asaetearan mosquitos tan grandes como él mismo.

Los lenguajes de las redes sociales se caracterizan por la impremeditada celeridad con que se producen y la tendencia a la parodia. El resultado es que los mensajes resultan insignificantes, pasajeros, y, como unidades primarias de información cultural, contienen muy poca carga significativa. Hay otros dos efectos reseñables de esta forma de comunicación, que falta poco para que sea hegemónica: Uno, su carácter democrático y la transparencia que aportan a la plaza pública, en la que todos los participantes se muestran como iguales, sin serlo, claro está. La autofoto de don Rajoy y la comitiva burlesca que arrastra tras de sí es una escena de carnaval, donde todos aparecen disfrazados. Iguales y falsos. Y aquí encontramos el segundo efecto de este sistema de comunicación: el desvanecimiento de la frontera entre la realidad y la ficción, que se vuelven indistinguibles. Esta bruma puede tener efectos terroríficos. El guirigay independentista catalán tuvo, para sus participantes y para muchos de sus espectadores, aun los más escépticos y reticentes, un carácter festivo del que resultaba imposible abstraerse. Fue una suerte de historia creativa, feliz y liviana, que, como todas las fiestas espumosas, se vino arriba a medida que avanzaba, hasta que sonaron las campanadas de la media noche. ¿Alguien creía que a los organizadores de la fiesta les esperaban condenas de cárcel de treinta años?