La notable mutación de apariencia que ha registrado doña Gabriel en su fuga a Suiza ha dado lugar a toda clase de comentarios. Era inevitable en un país anecdótico. Los más de estos comentarios no han escatimado el énfasis clasista y machista que podemos esperar del macizo de la raza. Lo cierto es que doña Gabriel ha dejado de lucir como una jefa tribal para convertir su aspecto en el de una profesional europea estándar. Es posible que en la mutación haya una estratagema para mimetizarse con el paisaje ante la navegación que le espera en los juzgados. Si una se presenta ante el juez suizo aderezada como una rebelde, es posible que el juez se detenga más tiempo en considerar la pertinencia de la solicitud española de extradición por rebelión. Pero también es posible, y más probable, que este trance haya sido experimentado por doña Gabriel como un rito de paso de la adolescencia a la madurez. En algún momento del delirante prusés ha debido percibir la esforzada revolucionaria que aquello era una charada, revelación que sin duda comparte con sus otros compañeros de viaje con la excepción de don Puigdemont, que parece absorto en la creencia de que el final de la peregrinación será una parusía con él en el centro del retablo. Lo que no esperaban los independentistas conversos a la realidad es que esta les fuera impuesta por la amenaza de una condena de treinta años de cárcel. Ciertamente, hay modos menos traumáticos de aceptar los hechos y menos vengativos de imponerlos, pero en esas estamos.
La política es un arte que termina convertido en oficio. El momento de la conversión entre los dos estados se produce cuando el político que aspiraba a transformar la realidad descubre que es la realidad la que le transforma a él. Entonces, se aplica el famoso cambio de chaqueta, ya sea ideológico o textil, o ambos a la vez. No le ocurre solo a gente rara y marginal, digamos cupaires independentistas. Recuérdese la celebérrima chaqueta de pana de don González. Este escribidor tiene experimentado que, aún hoy, cuatro décadas después, no se puede salir a la calle con una anticuada chaqueta de pana sin que algún convecino te recuerde, es como la de Felipe González. Nunca una chaqueta se pareció tanto a la piel de una serpiente. Aunque quizás la conversión más deslumbrante a la que hemos asistido en estos tiempos de maravilla haya sido la de don Fraga Iribarne, que pasó sin transición de jerarca fascista a padre de la democracia, o mejor, a patriarca de la progenie que nos gobierna. También en este caso hubo un cambio indumentario, del semimilitarizado uniforme de camisa azul y chaqueta blanca al muy civil traje de paisano. Si la suerte y los votantes no le son adversos, podemos decir que a doña Gabriel le queda una larga vida como representante del pueblo. Lo lógico sería que fuese el pueblo el que la jubilara después de la pifia del prusés, pero eso no ocurrirá naturalmente. En nuestro régimen democrático sólo hay dos clases de individuos impunes: el rey cuando caza elefantes en Botsuana y el ciudadano de a pie cuando vota a políticos que le llevan al desastre.