Apuntes sobre la vida y obra de Aharon Appelfeld

“Opinaban que sobre el Holocausto no se componen poemas, ni se inventan historias, se explican hechos (…) Aquella opiniones no exentas de razón y malicia, me hacían daño, aunque entonces ya sabía que me esperaba un largo camino y que éste era sólo el comienzo”.

Estas palabras pueden leerse en la autobiografía Historia de una vida de Aharon Appelfeld. Aluden a la opinión dominante en Israel en los años cincuenta y principios de los sesenta y parecen contener la clave de la obra de este judío de Europa oriental que en esos años tuvo que reconstruir su azarosa identidad personal y literaria. Appelfeld murió en su casa de Tel Aviv en enero pasado.

Cuando estalló la II Guerra Mundial era  un niño, hijo de una familia de judíos bienestantes de habla alemana, asimilados y laicos, de la  Bucovina austrohúngara (Czernowicz, hoy territorio de Ucrania). Su madre fue prontamente asesinada por los nazis y Aharon fue internado con su padre en un campo de concentración hasta que en una de las habituales cargas y descargas del tren en el que le deportaban a otro campo o quizá a la muerte la suerte quiso que se escabullera de los guardianes y fuera a parar al bosque, donde pasó toda la guerra dependiendo de la frágil hospitalidad de los lugareños y huyendo de las cacerías que practicaban los nazis y de las frecuentes delaciones de los antisemitas locales. El temor a ser capturado y las particulares condiciones de su indefensión hicieron de él un temprano cimarrón. Un muchacho quebrado, solitario y perplejo, cauteloso y escrutador, que, a raíz de su inmigración a Israel a finales de los años cuarenta, inició un doloroso proceso para encontrar su propia voz.

El valor de la obra de Appelfeld, según entiendo, no se debe tanto a que refleja una experiencia particular del Holocausto, sobre el que no puede decir gran cosa en términos de testimonio directo, sino porque constituye una luminosa guía de la reconstrucción de una identidad fracturada entre el perdido mundo de la infancia europea y el nuevo mundo creado en Israel. Es la experiencia del inmigrante, y no sólo la del superviviente. La singularidad de quienes construyeron el nuevo estado judío no radica en que fueran inmigrantes sino en que el mundo que dejaron atrás fue barrido del mapa por una fuerza vesánica y con él sus padres, familias, vecindario, hogares, lugares de culto e incluso paisajes de la infancia. Todo indica que la fuerza de Appelfeld y su valor en la moderna literatura israelí radican en su capacidad para explicar el proceso de creación de una experiencia colectiva nueva a partir de los vestigios que han quedado en la memoria después de la destrucción sobrevenida y absoluta de la vida anterior. Esto resulta evidente en la lectura de Historia de una vida, que constituye uno de los testimonios autobiográficos más logrados que recuerdo haber leído nunca, pero es más ambiguo en su novela Vía férrea, que había leído inmediatamente antes que el libro de memorias.

El nido de la memoria

En realidad, el lector debe avanzar bastante en la novela para hacerse con la realidad narrada y degustarla. Appelfeld escribe como un pájaro que construye su nido: acopia frases como briznas de hierba o pequeñas ramitas que poco a poco van tejiendo un espacio cerrado y dotado de lógica. Las frases, cortas y directas, inspiradas en el estilo bíblico, según el autor, desvelan situaciones fragmentarias alrededor de un motivo estable, que opera como un cañamazo del relato. Lo que nos cuenta el narrador protagonista, del que no se nos dice su nombre ni su profesión ni ningún otro rasgo de su identidad, son unos extraños viajes en tren que parecen seguir rutas fijas y en cuyas paradas se encuentra con personajes que despiertan en él sentimientos y recuerdos contradictorios y deslavazados. El personaje es un tipo solitario, esquivo y, por lo que podemos atisbar, con rasgos obsesivos de carácter. Sus viajes en tren funcionan como las vueltas que da un prisionero en su celda. Poco a poco, se nos descubre que es un superviviente del Holocausto, hijo de campesinos judíos afiliados al partido comunista, que se llama Siegelbaum, y que es buhonero y se dedica a traficar con objetos de culto y otros materiales de la expoliada cultura judía. Aún sabremos algo más, por último, que explica la existencia de la pistola que lleva siempre consigo y con la que a veces hace prácticas de tiro en un descampado junto a las vías de tren de las que no se separa nunca. Siegelbaum quiere asesinar al jefe del campo de concentración que asesinó a sus padres, un tal Nachtigal, al que por fin encuentra convertido en un viejo baldado y al que mata por la espalda. La escena del asesinato tiene el tono ingrávido, que recuerda la prosa de Kafka, en el que la acción se produce por un automatismo de las circunstancias al que parece ajena la voluntad del agente. Perseguidor y perseguido se encuentran y charlan sin que el segundo reconozca el destino que le espera.

-Necesito leche, ¿dónde está la tienda?- recordó Nachtigal.

-Justo en la cima de la colina.

-Antes la gente tenía establos y vacas. Ahora todo es cartón –dijo, moviendo la mano en señal de despedida.

 Si no hubiera sido por ese gesto tal vez no le habría herido, pero ese gesto, más que todo lo que había dicho, me recordó la cordial relación de Nachtigal con sus jóvenes subordinados en el campo y cómo les influyó esa amistad. Les cuidaba como un padre o un hermano mayor, y en poco tiempo los convirtió en seres tan crueles como él.

Él se alejó y yo abrí la maleta, saqué la pistola y la dirigí directamente a su espalda. El primer disparo le hirió, pero no se tambaleó. El segundo le hizo caer con los brazos extendidos. Volví a enfundar la pistola, la dejé en la maleta y a paso ligero me alejé del lugar.

No resulta fácil interpretar todas las claves de esta novela, pero sí es posible detectar algunos rasgos ambiguos, que sin duda quieren iluminar las profundidades de una experiencia que no encaja con las verdades dominantes del sionismo israelí de los años cincuenta. J.M. Coetzee, en su comentario sobre Vía férrea (Costas extrañas, Ed. Debate 2004) recuerda que sólo a partir del juicio de Eichmann en Jerusalén, que hizo públicos y notorios los procedimientos del exterminio de los judíos, los israelíes alcanzaron a entender la complejidad del Holocausto, que hasta entonces había estado rodeado de silencio y de un sentimiento de indecencia que tendía a culpar a los supervivientes de lo que había ocurrido. La pregunta que caía sobre la cabeza de éstos era, ¿qué hiciste durante la guerra?, lo que quería decir, ¿qué hiciste para resistir a los nazis? En su autobiografía, Appelfeld da repetida noticia de la vergüenza y malestar que le causaban estos frecuentes interrogatorios, oficiales unos y oficiosos los más, apenas emigrado a Israel.

Para Appelfeld la tensión entre la experiencia real del Holocausto y la idealización forzada que se había impuesto en los primeros años de la creación del Estado de Israel sólo se rebajó durante la guerra del Yom Kippur (1973), en que ofició de profesor en el Departamento de Educación del Ejército y tuvo oportunidad de encontrar una actitud más receptiva y comprensiva para sus relatos y una real empatía con los jóvenes soldados de la generación posterior a la de los niños del Holocausto a la que él mismo pertenecía, y no deja de consignarlo con un tono agradecido y admirativo: “Me costó despedirme de aquella juventud única que llevaba a sus espaldas el destino de un pueblo no querido en Europa ni tampoco en esta tierra. La lucha aquí es diferente y aún así nos persigue la misma vieja maldición”. Con el tiempo, Appelfeld, que siempre negó tener filiación política, estaba cerca de la derecha israelí. Pero volvamos a Vía férrea.

La experiencia del vacío

El buhonero Siegelbaum se niega a abandonar la tierra europea de la que han sido erradicados los judíos, y que es su país; incluso, hasta entonces, su patria. Sin embargo, debe viajar continuamente en tren porque carece de hogar y su periplo circular sólo le sirve para constatar en cada estación de parada la devastación que se ha llevado consigo a familiares, viejos camaradas y  referencias de toda clase, es decir, su propia memoria, de modo que sus idas y venidas resultan vacías, despojadas de sentido, porque no es capaz de reconstruir dentro de sí el mundo. Los pueblos, los paisajes, las voces, se han vuelto definitivamente extrañas. De hecho, propende a buscar la soledad y las únicas experiencias que reconoce como nutrientes de su experiencia son los sonidos y olores del bosque que se ha acostumbrado a descifrar durante su vida de fugitivo. Esta permanencia obsesiva en una patria que le ha expulsado tiene dos rasgos peculiares y siniestros, que constituyen el motor de la existencia del protagonista. Su modus vivendi es el comercio ilícito de bienes de los muertos y expoliados y el objetivo inconfesable de sus viajes es la venganza sobre el asesino de sus padres. Al seguir viviendo en el solar del Holocausto no puede hacerlo sino mediante una forma de continuación de éste, enriqueciéndose con los despojos de los muertos, y, cuando intenta cerrar el ciclo empuñando una pistola contra el hombre que encarna el mal que se enseñoreó de aquel lugar, encuentra enfrente a un viejo alelado al que mata como si no fuera él quien aprieta el gatillo. Y, cumplida esta venganza sin grandeza, se aleja del lugar a paso ligero con la pistola en la maleta. J.M. Coetzee pone de relieve que la visión que Appelfeld ofrece del superviviente del Holocausto en sus ficciones es “inhóspita” y no es infrecuente que lo pinte como un personaje moralmente truncado. Así ocurre desde luego en Vía férrea y de ello da también noticia en su autobiografía cuando relata las mezquindades y disputas de los supervivientes de la región de Bucovina que habían constituido un club social en Jerusalén al que se asoció Appelfeld con el fin de encontrar un paliativo a su soledad.

El nuevo éxodo

En Historia de una vida, Appelfeld desentraña la naturaleza del nuevo éxodo de los judíos desde la esclavitud del antisemitismo europeo a la tierra prometida. En el joven hijo de una familia laica y asimilada reverbera el eco bíblico. Aunque también este encuentro con las raíces religiosas de la gran literatura hebrea será un proceso duro y laborioso.  Lo que se nos cuenta en este libro es la reconstrucción de un ser humano a partir de un superviviente. Esta reconstrucción es azarosa, no sólo por las circunstancias externas, sino porque los materiales básicos, la memoria y las convicciones, son quebradizos y elusivos. Appelfeld deja que sea la caprichosa memoria la que le dicte el camino en los primeros capítulos, referidos a su infancia en la pavorosa experiencia del nazismo. Los recuerdos buscan el sentido a partir de su propia fuerza y el autor parece dejar que sean ellos los que se expliquen por sí solos. De hecho, los recuerdos más intensos no son construcciones narrativas sino experiencias físicas mudas (olores, sabores), que han dejado en él una huella tan intensa que movilizan como un seísmo toda clase de emociones innominadas y, por ahora, despojadas de sentido. El autor se limita a buscar las raíces de su memoria y a seguirles la pista hasta donde sea posible, como si fuera un animalillo del bosque guiado por el oído o el olfato. Aquí es donde el tono parsimonioso de Appelfeld encuentra toda su eficacia: el lector ve crecer la historia ante sus ojos aunque no siempre discierna a dónde le conduce. En cierto sentido, acompaña al protagonista en su zozobra. De antes de la guerra Appelfeld evoca a su madre y a su padre, a algunos familiares, el intento de seducción que sufrió por una desconocida en un tren, anécdotas ordinarias. Luego, durante al guerra, una pincelada del gueto, la convivencia con una desquiciada prostituta en una cabaña del bosque y, sobre todo, la empatía conquistada hacia las mudas expresiones de la naturaleza: el sol, el arroyo, el manzano cargado de frutos, el heno recién cortado, el trino de un pájaro, la vaca a la que ha aprendido a ordeñar, terminan constituyendo el mobiliario de su hogar espiritual y la única realidad tangible y acogedora más allá de la cual no hay más que oscuridad y temblor. En cierto sentido, el Holocausto alumbra a un niño adánico que “todavía no ha encontrado palabras para las poderosas manchas de la memoria” .

Cuando llega a Israel, Appelfeld es un individuo taciturno, introspectivo, inseguro de sus cualidades y acomplejado por sus carencias formativas. Por doquier, en el centro de acogida de inmigrantes, en el servicio militar, en la escuela agrícola, encuentra a compatriotas más altos y fuertes, más listos, más arrojados y más desenvueltos que él.  El hijo del bosque ha ingresado en una nueva civilización y se siente amedrentado por sus inextricables y exultantes valores, que parecen hechos para quien esté dotado de especiales destrezas intelectuales y actitudes físicas resolutivas y musculadas. Pero, sobre todo, se siente amenazado por las preguntas que puedan hacerle y que a menudo le hacen. Cuando Aharon tenía doce años, al término de la guerra, los rusos ocuparon Ucrania y una superviviente que advirtió el desamparo del niño, le preguntó, “¿Qué te ha pasado niño?”. “Nada”, le contesté. Mi respuesta, al parecer, la dejó perpleja, porque no insistió. Esa pregunta volvió a formularse una y otra vez en la larga marcha hasta Yugoslavia, y ni siquiera cesó en Israel”.

Los perros vagabundos son mudos 

He aquí un desafío descomunal: construir una literatura desde el mutismo, dejando que el silencio se adueñe del espacio y las palabras broten por su propia necesidad y permanezcan en razón de su fuerza. Pero el silencio es, antes que un prerrequisito formal para un programa literario, un arma de supervivencia duramente conquistada. En la historia contada por un idiota, llena de ruido y furia, el silencio es el don de los cuerdos: “En el gueto y en el campo de concentración, sólo las personas que habían perdido el juicio hablaban, daban explicaciones o intentaban convencer. La gente cuerda no hablaba. Fue entonces cuando desarrollé mi desconfianza hacia las palabras. Una corriente fluida de vocablos despierta en mí la desconfianza”. De esa experiencia esencial se deriva el estilo: “Prefiero el tartamudeo: en él noto la fricción y la intranquilidad, el esfuerzo por depurar las palabras de residuos, el deseo de ofrecerte algo interior. Las frases lisas y fluidas me producen un sentimiento de falta de limpieza, de un orden que oculta el vacío”.

Pero el silencio no sólo era una elección, sino que fue una exigencia de quien necesitaba permanecer oculto mientras era perseguido. Ahora, por el contrario, necesitaba expresarse. El temor, ese sentimiento que le había acompañado durante toda su etapa de maduración, ayudándole a sobrevivir, cambió de objeto y de función: los materiales de los que estaba hecha su vida nutrieron su literatura, o mejor, su quehacer literario, a pesar suyo. “Mis primeros escritos frenaban más de lo  que dejaban fluir y eran como la continuación de mi diario. Algo en mi forma de hablar se podía percibir en mi modo de escribir. El constante temor a que algo defectuoso surgiera de mi interior y me delatara, que tanto caracterizó mi habla después de guerra, ese temor encontró expresión también en mis primeros escritos.  Traté inútilmente de escribir con mayor fluidez. Mi escritura era como ir de puntillas, desconfiado y reticente”. El conflicto se resolvió cuando alcanzó a comprender que él mismo era la materia de su literatura: “A finales de los cincuenta renuncié a mi aspiración de ser un escritor israelí y me esforcé por ser lo que realmente era: un inmigrante, un refugiado, un hombre que lleva en su interior al niño de la guerra, a quien le cuesta hablar y se esfuerza por narrar con el menor número posible de palabras”. Esta especie de viejo niño, de adulto que aún no ha mudado la piel de la infancia y busca un nido que ya ha sido arrasado, es el personaje que pinta en Vía férrea.

Appelfeld escribe del Holocausto “desde los márgenes”, como le reconocieron los críticos israelíes a los que él mismo cita, pero eso no le margina de la tragedia de su pueblo. Los judíos del siglo XX descubrieron en gran medida que lo eran en la aflicción del Holocausto, y muchos lo descubrieron como una identidad sobrevenida, que venía acompañada de una sentencia de muerte y en cuanto a tal ineludible. Simplemente, los judíos no podían elegir no serlo. Durante poco más de una década estuvieron a punto de ser exterminados por completo, y, en todo caso, fueron erradicados del solar europeo en el que, no sin muchas dificultades, habitaban desde hacía dos mil años. Appelfeld no puede desertar de ese destino colectivo; sólo se pregunta qué papel le corresponde desempeñar bajo su nueva identidad y cuáles son los términos de ésta.

Identidad y cultura

Cuando emigró a Israel, no sólo era un individuo taciturno e inseguro, sino un judío incompleto, que no sabía muy bien qué debía hacer para ser judío. La efervescencia intelectual que le rodeaba en los círculos de inmigrantes, en el ejército y en el kibutz no sólo era debida al júbilo de la vida y la libertad recobradas, sino a la pasión por construir una forma particular de vivir esa vida y de gozar de esa libertad, una forma judía que había que construir ex novo. Appelfeld, que se había criado como una alimaña perseguida, tenía que aprender a ser judío. Su autobiografía describe a un joven con los cinco sentidos alerta para captar el sentido de las voces y de los gestos, los hábitos y las creencias, que bullían a su alrededor y constituían el hecho de ser judío en el nuevo Israel. La investidura de la nueva identidad cultural es parte esencial de su construcción humana. Observa y admira a sus maestros de la Universidad –Gershom Scholem, Shmuel Agnon, Martin Buber-, grandes luminarias del pensamiento judío, pero también siente la influencia de otros personajes de su entorno, menos conspicuos pero no menos magnéticos, sus colegas universitarios, los compañeros de armas en el ejército, los consocios del club de ajedrez, sus vecinos. Una parte de Appelfeld, la que puede conocerse a través sus ficciones, permaneció con el personaje asilvestrado y trunco que nunca terminó de salir de los bosques de Bucovina, pero para que este personaje sea perceptible es necesario inscribirlo en una cultura que le dote de sentido. Pero, ¿qué forma debe adquirir esta cultura?

En Buber, Scholem y Agnon, “lo común en este grupo, si se me permite generalizar, era la relación postasimilatoria con el judaísmo”, explica Appelfeld, lo que quiere decir que la identidad judía ya no se nutre, o no se nutre sólo, de los antepasados y de la religión, sino que acepta las aportaciones de la experiencia personal  de cada individuo. Los judíos han dejado de ser náufragos en un mar de gentiles, agarrados a la precaria tabla de las verdades heredadas, y están en tierra firme. Las opciones existenciales han dejado de ser la asimilación o el gueto. No hay otra cultura a la que asimilarse ni tampoco de la que refugiarse en un espacio cerrado; esta nueva situación despierta inesperadas corrientes creativas: Scholem y Buber se declaran “anarquistas religiosos”; Agnon “trataba de hacer lo que parecía imposible: vincular el judaísmo con el mundo moderno”; Yejezkel Kaufman “quiso liberar la Biblia de la investigación cristiana”; Yitzjak Ber “buscaba demostrar la continuidad judía desde la época del Segundo Templo”; Dov Sadan “exponía la literatura hebrea en términos dialécticos”. Es decir, estamos ante una recreación nacional del judaísmo, a la que se suma Appelfeld, guiado por estos maestros.

La lengua resucitada

Y la forma de incorporarse a la corriente que se está formando es la adopción del hebreo como lengua literaria. Appelfeld da noticia de las iniciales dificultades por las que pasó para hacerse con el nuevo idioma, pero, lamentablemente, su característica parquedad expresiva le aconseja no extenderse sobre este proceso que es apasionante en varios sentidos, también en el sociológico, porque el hebreo, la lengua oficial de Israel, era nueva y desconocida no sólo para Appelfeld sino para la mayoría de los judíos que llegaron al nuevo estado, y, de hecho, era nueva para todos los hablantes como tal construcción lingüística, ya que se trataba de una lengua resucitada. Appelfeld era, como la mayoría de los judíos centroeuropeos, plurilingüe: su lengua materna era el alemán, pero además conocía el yiddish que había oído hablar en su familia y se desenvolvía bien en ruteno y en ucraniano, las lenguas de los campesinos de su país. El alemán seguía siendo en Israel la lengua dominante entre los judíos cultos, pero su pervivencia pública estaba descartada por razones obvias, y el yiddish, la popular lengua judía centroeuropea arrastraba el estigma de ser la jerga del gueto y de la sumisión. Al narrar en hebreo experiencias que habían tenido lugar en alemán, yiddish y otras lenguas centroeuropeas, Appelfeld y los demás escritores israelíes que adoptaron la misma opción llevaban a cabo una suerte de transubstanciación. Lo que contaban eran historias de judíos relatadas en la lengua propia de los judíos, y al hacerlo así otorgaban a sus relatos un carácter ontológico, a la vez que separaban la materia de la nueva literatura hebrea del humus europeo en la que se había incubado, en un proceso análogo al rescate de un tesoro en un vertedero de basuras. Las historias de Appelfeld nunca más serían europeas aunque estuvieran protagonizadas por europeos y se desarrollaran en Europa. La tartamudez y la zozobra que impregnaban la expresividad de Appelfeld cuando llegó a Israel no podía resolverse con el retorno a las lenguas donde estas dolencias habían arraigado, sino mediante la terapia de inmersión en un código expresivo nuevo, duro, oscuro, pero también virgen e incontaminado, que otorgaba al escritor la libertad de usar las palabras por primera vez, en un genuino renacimiento.

La historia del gueto

Badenheim 1939 es la segunda novela de Appelfeld publicada en castellano. La edición española está precedida por un prólogo que es una entrevista de Philip  Roth al autor, en la que se ofrecen algunas claves de la literatura de Appelfeld, que ya aparecen en sus memorias, comentadas más arriba. La historia que cuenta Badenheim 1939 es una fábula sobre el estupor de los judíos asimilados de Europa ante las medidas antisemitas de los nazis. Appelfeld la interpreta como una fábula sobre la ingenuidad de los judíos, y la consiguiente indefensión, ante el mundo que les rodeaba Para muchos de estos judíos, fue precisamente la cascada de medidas administrativas segregacionistas la que les reveló su condición de judíos, que hasta entonces había permanecido sepultada bajo los hábitos de la asimilación cultural alemana, y hasta el umbral mismo de la muerte mantuvieron una firme incredulidad sobre las consecuencias últimas de lo que les estaba pasando. El tema es una recreación literaria del hecho histórico que llevó a la famosa denuncia de Hannah Arendt sobre la complicidad de los judíos en su propio exterminio. Appelfeld, cuya familia perteneció a este importante grupo, en términos culturales e históricos, de judíos centroeuropeos asimilados, no emite un juicio sobre la cuestión, pero deja claro en su ficción que el acoso, la segregación y finalmente el asesinato de los judíos, fue la acción conjunta y coordinada de los aparatos del estado europeo más potente y avanzado de la época contra un colectivo de ciudadanos que no tenían a priori ninguna razón para sentirse amenazados por ese estado ni mecanismos para defenderse.

Los materiales de la fábula que urde Appelfeld están extraídos de su experiencia infantil en los balnearios frecuentados por la clase media judía a los que acudía en verano con su familia. Un grupo de judíos asimilados se reúne cada año en Badenheim (lugar de baños, en alemán, situado en Austria, sin duda no por casualidad) donde celebra empalagosos rituales sociales y lúdicos en medio de un cotilleo intrascendente y complacido. Lo que ocurre ese año, sin embargo, resulta inédito. Un llamado departamento de sanidad obliga a los veraneantes, así como al dueño del hotel y a los músicos, camareros y comerciantes de la localidad, todos judíos, a inscribirse en un registro oficial porque van a ser enviados “a Polonia”, a la vez que se aplica a la localidad una cuarentena que convierte el balneario en un gueto. Los huéspedes aceptan la nueva situación sin abandonar sus rutinas, confiando en las autoridades, adaptándose con espíritu cooperativo a las nuevas exigencias y refiriéndose a ellas con comentarios consoladores y de un optimismo forzado. Las escasas expresiones de perplejidad -ni siquiera de protesta- de algunos personajes por lo que está ocurriendo son despachadas por sus interlocutores con comentarios anodinos.

La locus clausus que se va creando en el balneario recuerda a El ángel exterminador de Luis Buñuel, pero, claro está, aquí proyecta una sombra insoportablemente aflictiva, que, por lo demás, sólo el lector ve. La privación del conocimiento de lo que les estaba ocurriendo hasta que ya era tarde fue la experiencia común de las víctimas del Holocausto. Appelfeld la convierte en un recurso narrativo, que obliga al lector a situarse fuera de los corrillos donde se desarrolla la vida de estos judíos acomodados y triviales, cuyas costumbres Appelfeld califica en el prólogo de la novela de “ridículas”. Pero la atalaya exterior de observación que el autor ha asignado al lector no es inocente, ya que es el que ocupan los verdugos, los agentes “sanitarios” que apenas participan en la acción pero que toman nota de la vida y andanzas de esta colonia de veraneantes para liquidarlos. Así, el lector se ve abocado a asistir a la tragedia como espectador y también como cómplice, con toda la responsabilidad moral que esta posición comporta.

El recurso narrativo basado en el desconocimiento de los personajes sobre su suerte también lo emplea Imre Kertész en Sin destino, aunque con un efecto distinto porque Kertész busca una empatía en el lector que la prosa distante y secretamente trágica de Appelfeld no consiente. En ambos autores, sin embargo, este recurso segrega la tinta de un humor desasosegante. Badenheim 1939 termina cuando los habitantes y veraneantes del balneario son cargados en el tren de ganado hacia su destino final. “Y, a pesar de todo, el señor Pappenheim aún tuvo tiempo de decir la siguiente frase: ‘Si los vagones están tan sucios, es señal de que el camino no es largo’”.

La herencia perdida

Este fue, en términos históricos, el final de los judíos europeos. Pero, ¿qué ocurrió antes?, ¿cuál fue el origen de este desastre? En Katerina, Appelfeld indaga en el clima social en que medraba un antisemitismo endémico y crecientemente criminal. El escenario de la novela es conocido para el lector: los campos de la Bucovina, las aldeas primitivas donde malvivían rutenos cristianos y judíos, los mercados, las tabernas y las estaciones de ferrocarril. Pero la perspectiva del relato es más compleja. El personaje en el que el autor delega la autoridad del punto de vista y que sirve de lanzadera a la narración es una muchacha campesina, asilvestrada, cristiana y analfabeta, hija de una familia desestructurada, que vive a la busca en los límites de la sociedad, acosada y apaleada por sus vecinos. Al inicio, los judíos ejercían en la muchacha una suerte de atemorizada fascinación -eran buhoneros “con las maletas llenas de tesoros”-, a la vez que es testigo del maltrato a que los sometían los gentiles. Pero son dos familias judías las que sucesivamente la arrancan de ese degradado ambiente y la acogen para servir en sus casas. Es entonces cuando Katerina experimenta una vida ordenada, regida por normas rígidas y frugales, pero cargada de un sentido que empieza a entender y hacer suyo. No se trata de una conversión sino de una especie de mímesis motivada por la necesidad de habitar un mundo ordenado y limpio. El hombre y la mujer de la primera familia son asesinados en un pogromo, la mujer de la segunda casa, una aventajada pianista, se suicida. Cada vez que Katerina pierde su empleo vuelve a su vida azarosa y caótica y, a medida que se siente más cercana de los judíos, arrecian los insultos que caen sobre ella de sus convecinos rutenos. La vida de la protagonista da un giro cuando tiene un hijo, al que, contra la opinión de la gente que la rodea, ya sean gentiles o judíos, circuncida y le pone un nombre judío. El bebé será asesinado por un acosador al que ella descuartiza en un ataque de ira. La última parte de la novela se desarrolla en la cárcel donde Katerina purga su crimen y, ya entrada la década de los años cuarenta, el exterminio de los judíos se hace sistemático. Katerina vive aislada de las presas -entre las que reina un antisemitismo furioso y que reciben prendas de vestir y otros aditamentos del saqueo de las casas judías-, aferrada a los afectos y recuerdos más consoladores, que son sobre todo los adquiridos en las casas de los judíos en las que estuvo de sirvienta.

Para la crítica consultada, esta es la mejor novela de Appelfeld. Sin duda, es más compleja que las otras dos que se han comentado aquí. El autor transfiere a una mujer gentil la experiencia histórica de los judíos y, en gran medida, la propia experiencia y los sentimientos del autor. Este utiliza las cavilaciones de su personaje sobre qué es ser judío para dar respuesta a sus propias preguntas. Katerina es portadora de las dudas y angustias de Appelfeld. Pero este es solo uno de los rasgos de la novela. Como hiciera en Badenheim 1939, el punto de vista que adopta el narrador es el que obliga a adoptar al lector. Si en aquella novela era la perspectiva del verdugo, en esta es la del testigo. Un testigo próximo, implicado, y sobre todo desamparado, maltratado él mismo. Esto es lo que te han hecho a ti; esto es lo que nos han hecho a nosotros. No hay en esta estrategia narrativa ninguna intención moral; no hay moraleja. En realidad, sirve a la verdad histórica. Los judíos han sido exterminados y lo que queda de su memoria son ruinas y los recuerdos que puedan conservar los gentiles. Katerina es una mujer empática y compasiva, pero esa cualidad moral, igual que su torturada peripecia biográfica, son anecdóticas en el vendaval de la historia.

En algún momento de la novela se dice que los judíos no creen en la otra vida y los gentiles que les acosan se sienten estimulados por el temor de sus víctimas a la muerte. Esta circunstancia hace más crueles, si cabe, los crímenes. Los asesinados desaparecen excepto de la memoria de sus deudos. Pero, ¿qué ocurre cuando todos ellos han sido exterminados? En su aflictivo peregrinaje existencial, los muertos pueblan los sueños y alucinaciones diurnas de Katerina y se convierten en su único consuelo, y el frágil soporte de la memoria es la materia que constituye su identidad. Cuando, al final de la historia, sale de la cárcel y abre los ojos a la realidad, constata que nada queda de aquel mundo, solo ruinas deshabitadas. Toma un papel y empieza a escribir las palabras hebreas que había aprendido en el pasado, referidas a los hábitos y rituales de las casas donde había servido y de las que ya no queda rastro. Es decir, empieza a reunir las briznas de la memoria, las ramitas del nido destruido para reconstruirlo. En un lenguaje nuevo y para ella desconocido.

Qué pena que a los muertos no se les permita hablar; tienen cosas que contar, estoy segura. Pero los días son largos y espléndidos, y paseo a placer. Mientras mi ventana esté abierta y mis ojos despiertos, la soledad no me pesa en el alma, son las últimas palabras de Katerina y las últimas líneas de la novela.

(Septiembre 2008)

Obra consultada:

Historia de una vida. Aharon Appelfeld. Traducción: Rosa Méndez (Ed. Península 2005).

Vía férrea. Aharon Appelfeld. Traducción: Raquel García Lozano (Ed. Losada, 2005).

Badenheim 1939. Aharon Appelfeld. Traducción: Raquel García Lozano (Ed. Losada, 2006).

Katerina. Aharon Appelfeld. Traducción: Luis Álvarez-Mayo (Ed. Losada, 2007)