Una leyenda urbana, que no sabemos qué grado de verdad contendrá, afirma que don Rajoy fue un estudiante mediocre, de cinco pelado y que obtuvo la plaza de registrador de la propiedad, a la que se accede por  una de las oposiciones más duras del funcionariado, porque las circunstancias, llamémoslo así, se la otorgaron. Esto no quiere decir que sea un menguado intelectual –el peor error que han cometido sus adversarios es infravalorar sus capacidades porque no habla inglés o lee el marca– pero apunta a la idea de que sea el hombre que siempre está ahí, y que de esta capacidad para estar ahí nace su indiscutible éxito político. No basta con que alguien o algo te ayude a conquistar una plaza de registrador o un cargo público, es necesario que desees la prebenda más que cualquier otra cosa en este mundo y que estés ahí para beneficiarte del favor sin dar a entender que estás en deuda con quien te lo ha hecho. Don Rajoy pertenece al entorno social del que brotan naturalmente los miembros de la clase dirigente y las canonjías con que son regalados. Se ha criado envuelto en un patrimonio intangible que no necesita ganar pero que es imprescindible no dilapidar con ocurrencias o iniciativas extemporáneas. La norma de urbanidad en este ambiente es un paciente quietismo porque los dones llegarán y los reveses se desvanecerán con toda seguridad a su tiempo. Lo importante es estar ahí sin dejarse llevar por el vaivén de las pasiones, que las carga el diablo. Ese carácter de arcilla, a la vez mineral y plástico para adaptarse a las circunstancias, hace del personaje un tótem envuelto en una especie de intangibilidad mágica y le garantiza, como se ha visto hasta ahora, una larga y provechosa supervivencia.

Vienen estas reflexiones como réplica a lo escrito hoy por una prestigiosa comentarista en su columna dominical, en la que insiste en la necesidad de que don Rajoy debe dimitir (…) debe comprender lo que está poniendo en juego (…) ningún gobierno puede ejercer su trabajo en esas condiciones, porque carece de legitimidad para exigir a los ciudadanos el cumplimiento de la ley (…) no se puede recomponer la situación ni restaurar la integridad del sistema sin que se produzca la dimisión (…) crear una maraña de discusiones y enfrentamientos sobre este asunto puede terminar suponiendo una imprudencia, etcétera. La admirada periodista casi se pone de rodillas para suplicar al hombre que siempre está ahí que abandone su condición mineral y se apee del retablo. Y un carajo, querida Soledad. Por bajar de los cielos, crucificaron a cristo. Ni un paso atrás, ni para tomar impulso, como proclamó doña Cifuentes, otra discípula de la secta. Con tipos como don Rajoy, doña Cifuentes o don Zaplana nunca se es lo bastante cínico, y desde luego es un error mostrarse sentimental o crédulo. Ante la moción de censura que viene, todos los gallos del corral están haciendo sus cálculos, y, claro está, también don Rajoy, que en ocasiones anteriores se ha mostrado más clarividente que todos ellos. A unos los  ha convertido de adversarios en cómplices; a otros, como los podemitas, los ha domesticado, y a los independentistas catalanes los ha cargado de cadenas.

La dichosa moción ha tenido como primera virtud poner en evidencia la improvisación, el oportunismo y el atropellamiento que impera en la política española; y, en cuanto a los comentarios con que ha sido acogida, son mera expresión de wishful thinking. Unos creen que saldrá adelante y otros que no; las casas de apuestas tienen abierta la ventanilla. Pero si hay una mínima posibilidad de que la moción no prospere, que es algo más que mínima, ¿por qué habría de rendir la plaza don Rajoy antes de la batalla? Tiene los presupuestos aprobados y la llave de las elecciones. En resumen, todavía es el tótem de la tribu, y espera serlo durante mucho tiempo.