Don Rajoy está preocupado por el efecto que la moción de censura va a tener en los españoles porque yo voy a seguir siendo español, ha zanjado, como un forofo de sí mismo. Tranquiliza que, como efecto de la pérdida del mando, no se convierta en sueco, ruandés o cualquier otra nacionalidad de idioma ignoto, con lo que le cuesta el inglés básico. Pero, por otra parte, no deja de asombrar el primitivismo y la estolidez que impulsa, como razón o pretexto último, a quienes nos gobiernan. La españolidad, lo que demonios signifique eso, tiene un carácter tan excluyente, que, de hecho, no es atributo más de aquel que la utiliza contra los demás. Pasa lo mismo con la catalanidad, la vasquidad, etcétera. El portavoz vasco ha dado sus votos a don Sánchez con el aire fatigado y la expresión concesiva de quien hace un favor a los españoles, después de haberse garantizado los haberes negociados con ellos, claro está. Los catalanes también han dado sus votos a crédito, a la espera de ver qué hay de lo suyo. No hay manera de distinguir el patriotismo de los negocios, como ya advirtió el doctor Johnson y sabemos por experiencia propia. Parece un juego de banderas y es un juego de intereses en el que don Sánchez ha salido hipotecado, como si hubiera adquirido un chalé en la sierra. No hay que engañarse, también don Rajoy estaba hipotecado. La bandera no es más significativa que el capote del torero: un señuelo para ingenuos.
Tanto tiempo deseando la despedida de don Rajoy y, cuando ocurre, nos invade un ánimo melancólico. Lo cierto es que ha sido una batalla por completo carente de épica. Una versión ratonera del asesinato de César, en la que también aquí ha habido más acuerdo para deshacerse del tirano que para gobernar Roma. El ya ex presidente ha sido víctima de su propio talante: engreído y desdeñoso hasta la ceguera. Los adversarios, unos reales y otros sobrevenidos, no han tenido más que navegar la ola de la oportunidad. Don Rajoy cae abatido por su hybris, el estado de quien no escucha las voces de la realidad. El último gesto de permanecer oculto en compañía de un puñado de íntimos mientras tenía lugar la ceremonia de su defenestración política revela soberbia y cobardía a partes iguales. Don Rajoy hasta el final.
A don Sánchez le ensalzan por su debilidad, cada voto recibido es una advertencia de su deuda. En la tribuna se mostraba contrito y mendicante, a veces con la mirada baja sobre el atril, como el pedigüeño que se avergüenza de su oficio. Ni una palabra que permitiera entrever su programa, sus intenciones, sus prioridades. Se puede aventurar que, en la línea de don Zapatero, dará pasos en el ámbito de los derechos cívicos, cercenados por el pepé, y que revertira en lo posible las políticas de la derecha en materia de ciencia, ecología, igualdad y otros. Pero está por ver qué va a hacer con la reforma laboral y con programas sociales que signifiquen mayor gasto público. Tampoco hay indicios sobre cómo se propone estabilizar, como dice él, la cuestión territorial y, específicamente, el conflicto de Cataluña; en este punto, los antecedentes en el comportamiento socialista son ambiguos y contradictorios. Bien, ya veremos.