(El texto que sigue es una fábula política en clave bufa escrita por el autor de esta bitácora en alguna fecha de 1979 y publicada en noviembre de ese año en Euskadi Sioux, un revista gamberra de vida efímera, editada en San Sebastián e impulsada, entre otros, por el dibujante  Juan Carlos Eguillor y el escritor José María Aguirre Alcalde. De alguna manera que no puedo explicar, el recuerdo de este trabajo emergió hace unos días de la piedra pómez que es la memoria del viejo, que lo buscó en internet y ahí estaba. La relectura, cuatro dácadas después, hizo sonreír al autor y le ha parecido buena idea compartir la sonrisa con los frecuentadores de este rincón. El cuentecillo es tributario de su época pero conserva intacto, creo, el escepticismo hacia la política y sus pompas y obras, que ahora mismo revive la moción de censura de don Sánchez contra don Rajoy en el parlamento).

oooOooo

No creo que el alcalde alcanzase a descifrar el exacto significado de la agitación del vecindario y del ulular de las sirenas que no obstante despertaban en su ánimo toda suerte de remordimientos y zozobras mientras se apresuraba, tan rápido como sus excesivas carnes y la artritis le hacían merced, hacia la plaza llamada entonces del Progreso “a ver qué había salido de su maldito huevo”, como ásperamente le conminó por teléfono la voz que le había arrancado de la siesta. Ni creo tampoco que llegara a verlo porque, apenas desembocó en la plaza, un picotazo le arrancó con la cabeza el apunte de una mueca que no se había decidido entre el estupor y el espanto. Para esa hora empezaba a extenderse por la ciudad un tumulto maligno, una proliferación de rumores que se hinchaban como globos y zumbaban como balas y los primeros despavoridos formaban correcalles de impulsos contradictorios y encontrados, trenzados de improperios, sustos y maldiciones, algarabía de fiesta pánica que penetraba en negocios y almas, sacaba de su concierto a los más cachazudos y provocaba en los cuerdos las más descabelladas reacciones, como la del que exterminó a hachazos a toda la población de su gallinero apenas supo la razón de la barahúnda, o la del ciego que murió de pena ante su habitual merienda de huevos escalfados mientras escuchaba la radio, y otras más comunes en tiempos de desastre. Todo bajo la mirada omnipresente y mineral de un pollo que al nacer había machacado con el cascarón la fachada de la Telefónica y buena parte del encantador Edificio de las Orquídeas, había sacrificado al alcalde, a varios policías municipales y a un número indeterminado de ciudadanos para saciar su primer apetito, y ensordecía con sus píos del purgatorio a toda la ciudad.

Y tan inútil fue la buena intención de los boy-scouts queriendo encauzar aquella marea de ciudadanos, enseres y desafueros en diáspora como la labor de la policía y de los bomberos que intentaron el asedio de la bestia en las primeras horas, cuando aún no se había achicharrado la jeta picoteando los cables del tendido eléctrico, o la del ejército después, empleando la infantería hasta que se dieron cuenta que pretender abatirlo con fusiles era como «matar un rinoceronte a perdigonadas”.

– Sin embargo, algún mal le hacemos, porque se revuelve.
– Eso es lo peor –bramó el gobernador militar-, cada meneo nos cuesta una manzana de casas.

Trepidaba el aire en capitanía con las idas y venidas de oficiales y civiles, repiqueteaban los teléfonos y teletipos, subían unos, bajaban otros, entraban, salían, daban taconazos, órdenes y contraórdenes, ante el estupor de las Sabinas y sus raptores que en la pared habían detenido su inmortal tarea para contemplar este preludio del último día. Entre tanto, en Madrid, se reunían los aturdidos señores ministros del gobierno y por el ancho mundo empezaban con sorpresa –y con sorna, supongo- a saber de nosotros.

– A estas alturas, cualquier procedimiento que se emplee, artillería o aviación, tanto da, porque la fusilería es inútil, ya lo han visto, destruirá la ciudad, al menos en parte, es como en las películas japonesas  –explicaba el gobernador militar a un grupo de concejales y ciudadanos más o menos representativos que habían acudido a su despacho en busca de remedio y que ya no pensaban sino en ponerse a salvo con sus familias.

– Y créanme –añadió el gobernador con el auricular del teléfono en la mano para dar la fatídica, vergonzante orden-: si el alcalde no estuviese muerto, por las espuelas de Santiago que yo mismo le habría hecho fusilar.
– Ave María Purísima.

Poco después empezó el bombardeo y la ciudad quedó para los sordos, los huérfanos de toda esperanza, los inevitables saqueadores y para un puñado de insensatos de todos los pelajes entre los que se encontraba el viejo profesor de biología del liceo, pletórico de asombros y júbilos científicos ante aquel monstruo que le daba la revancha a las humildes palmaditas en la espalda recibidas como única respuesta cuando quiso advertir al alcalde de que tuviera cuidado porque el calor del verano podía incubar el invento. Ah, encaramado a la ventana de su buhardilla, atisbaba con un catalejo los pormenores de la descomunal anatomía y se ahogaba de risa porque “los técnicos”, je, je, habían olvidado algo y aquel pollo ciclópeo había salido sin plumón. Los demás pudimos ver desde las colinas a donde nos acarreó la beneficencia militar, la bolsa de humo que envolvía a la ciudad, rasgada aquí y allá por bruscas fosforescencias, y escuchar el fragor de las explosiones que enterraban para siempre la historia del Huevo.

– Una idea mía y de mis colaboradores realizada gracias al esfuerzo de todos–acompañó sus palabras con un gesto amplio y vago de la mano derecha que dejó fuera muy poco del universo mundo-, comparable a las pirámides de Egipto o a cualquiera otra de las más grandes obras realizadas por la mano del hombre –afirmó el alcalde el día de la inauguración ante varios ministros, el gobernador, el arzobispo, el rector de la universidad, altos jefes del ejército, el consejo municipal, autoridades de la iglesia y del estado, representantes de corporaciones, colegios profesionales, cooperativas y sindicatos, de la banca, del comercio y de la industria, la banda municipal con traje de gran gala, cientos de niños y niñas con uniforme escolar blandiendo banderitas rojigualdas y numeroso público en la calle y en los balcones engalanados con reposteros y cubrecamas.

No faltamos, pues, nadie aquel día y a más de uno se le humedecieron los ojos y acaso los calzones cuando el alcalde habló de los muchos proyectos y conversaciones que fueron necesarios para vencer el escepticismo de unos y las reticencias de otros ante la empresa y la proeza intelectual y técnica que ésta significaba, o cuando mentó sin afán de ser exhaustivo, la construcción del ferrocarril para el transporte de los materiales, la creación del complejo químico donde se preparó la yema y la clara, por primera vez íntegramente atendido por peritos y técnicos egresados de nuestras universidades, el impulso dado a la minería y metalurgia nacionales, la necesaria edificación de viviendas y comedores sociales para los trabajadores venidos de fuera, convertidos hoy en conciudadanos nuestros, apuró un sorbito de agua y enumeró los porcentajes incrementados de la renta, los ascensos delirantes en la bolsa y los montos de riqueza asegurados para varias centurias, formuló la esperanza, señores ministros, autoridades que nos honráis con vuestra presencia, ciudadanos y ciudadanas, de que pronto la ciudad sería incluida en los itinerarios turísticos de las maravillas de la tierra y especuló sobre los beneficios que reportaría, esperó a que cesaran los aplausos y ponderó la labor de la administración por él presidida reconociendo incluso algunos errores cometidos, porque la autocrítica forma parte de nuestros métodos de trabajo, y abrió los brazos para agradecer a todos los que sin reservas se habían volcado en la realización de esta moderna utopía, así la llamó, sin que entendiéramos que significaba, su entrega y alto espíritu de servicio. Porque –clamó empinado en el vértice del discurso- erigir un Huevo de estas proporciones siguiendo escrupulosamente el modelo original –aquí una risita hirió la solemnidad del acto- es también la más fabulosa afirmación de nuestro tiempo, la frontera que separa la prehistoria escrita de la historia por escribir, semejante al descubrimiento de América, a la revolución de octubre, al nacimiento de Cristo, a la conquista de la Luna y a cuantos acontecimientos se han arrogado el privilegio de empezar de nuevo las cuentas del calendario. Estamos en el centro histórico de una nueva era, subrayó con una revolera retórica, en la que el hombre será capaz de fundir en una obra lo útil y lo suntuario, la imaginación barroca y el clasicismo de la naturaleza, el juego y el trabajo, todas, en fin, las caras del humano prisma: economía, ingeniería, deporte y por qué no, religión también.

En este punto pudimos advertir cómo el señor arzobispo, inquieto desde la inoportuna mención a Cristo, se revolvió en su sillón y el alcalde tuvo que lanzarse a una improvisada carrera de desagravio por un terreno totalmente inexplorado para él: apeló a asociaciones poco definitorias entre Huevo y Origen, viendo en el monumento un símbolo del Principio, barajando y confundiendo mitos, leyendas, dogmas y filosofías heréticas, desempolvando sobre la marcha su cultura de oídas y clamando a Dios por una tecnología que no mutile la naturaleza sino que la sirva y reproduzca, así sea. Rescataron al alcalde los aplausos de los concejales de su partido que obstinadamente se mezclan en mi memoria con el ruido de los edificios que se desploman. Y ahora, un olor nauseabundo se desliza como una serpiente y se enrosca en la nariz.

– Han reventado las alcantarillas.
– … perdónanos nuestras deudas así como nosotros perdonamos a nuestros deudores.
– ¿Tiene lumbre?
La llama ilumina una sonrisa malévola.
– El último. Quién sabe cuándo tendremos tabaco otra vez –dice el pedigüeño sosteniendo el cigarrillo a la altura de mis narices y expeliéndome el humo a la cara. Me viene a la sangre partirle la boca pero él señala a los que rezan con una mueca de desprecio.

-Mírelos, parece que no saben hacer otra cosa.

-Sí –le respondo, y me digo para mi coleto que el diablo debe aparecerse en lugares como éste.
– ¡La leche, la leche! Ha llegado el camión.

De las sombras surgen sombras que hacen tintinear potes y escudillas, como esquilas. Me vuelvo y el diablo ha desaparecido. En otro corrillo oirgo que algunas bombas han caído en la calle Provincias, quizás han alcanzado la casa de, es curioso, no puedo recordar el nombre, y lo tengo en la punta de la lengua. Vaya, no saldrá, no. Me pregunto por qué será tan importante… Bueno, ahí se queda.

Como muchos otros no sé a dónde ir ni qué hacer para aventar la angustia y me acerco a una hoguera donde unos cuantos se caldean el ánimo.

– Déjame, déjame y vete a tus cosas.
– Tornan las sombras sosteniendo con firmeza los cuencos para que no se derrame el precioso líquido.

– Dan justo para los niños.
– Ahora se darán cuenta de tanta mentira y despertarán de tanto sueño.
– Yo lo dije hace tiempo.
– Y yo –añade el calvo-.
– Pero quién iba a esperar esto, no sean injustos –suplica una pietá con el hijuelo en el regazo.
– Ya hubo quién advirtió al alcalde.
– No puede ser.
– Le habrían hecho caso.
– Ja.
– Dejadlo ya. No sabemos quién nos oye.