Se despide de la política activa con un discurso rajoyano y previsible para reivindicarse a sí mismo, mezcla de desdén e inquina por el adversario, que ahora es el gobierno legal y legítimo, y autobombo hacia sus propias obras, una reales y otras inventadas, envuelto en una retórica contenida, rebasada al final por unas lagrimitas que afloran a sus ojos y dan noticia de que no quería irse pero tampoco podía quedarse. Los errores que le han desalojado han sido demasiado notorios y graves, y más los de las últimas horas. A don Rajoy le ha derrotado, la proliferante corrupción de su partido, que quizá no organizó ni alentó, pero que quiso ignorar y que encubrió cuanto pudo; su radical falta de empatía para entender la situación de su fatigado país y el desdén por adversarios y competidores que le impedía tejer alianzas y llegar a acuerdos. Bajo sus maneras elegantes había un conservador egolátrico, inflexible y huidizo, que se retrató a sí mismo cuando pasó buena parte del trámite de la aciaga moción de censura encerrado con sus íntimos en un restaurante. Mientras el telespectador sigue su discurso y se deja llevar por estas reflexiones advierte que tras el dimisionario asoma en el recuadro de la pantalla la figura de don Arenas, que le aplaude. Don Arenas, el ectoplasma del pepé. El fantasma del castillo escocés, que no cesa de manifestarse a inquilinos y visitantes pero cuya razón de ser y su contumaz presencia resultan ininteligibles. ¿Quién es don Arenas?, ¿un antepasado desheredado, un acreedor impagado, un pretendiente desairado? Su presencia recuerda lo hondas y tortuosas que son las raíces de este armatoste político del que dicen que ahora va a renovarse.

Ningún partido parece más viejo que el pepé. La barba cana del dimisionario, su plática decimonónica, y su evocación de los cuarenta años de carrera política dan a la escena un aire de jubilación general, de cierre de negocio. No ocurrirá así, sin duda, pero si hay algo difícil de imaginar en el pepé es el futuro. El telespectador se sacude la aprensión sobrevenida y oye a los comentaristas decir que el candidato más probable a la sucesión, y quizás el único, es el gallego don Feijóo, el amigo del narcotraficante que no sabía que su amigo era narcotraficante. Una imagen que viene del pasado, otro fantasma titilante, de cuando los contrabandistas de sustancias euforizantes colonizaban la economía de las rías gallegas y tenían buena relación con las autoridades regionales, donde siempre ha gobernado la derecha. El funeral ha seguido su curso. A puerta cerrada, los deudos han cumplido con lo que se esperaba de ellos y, uno tras otro, han cantado el panegírico del dimisionario, enfrascados en sus propios cálculos sobre qué les quedará de la herencia. Al telespectador, la presencia del ectoplasma don Arenas le ha llevado a otra fantasía: la casa Usher.