Nadie menor de cuarenta años se acuerda de lo guapo que era Felipe González. La tortuga oronda en que se ha convertido y cuya cabeza emerge de vez en cuando del caparazón de su leyenda  para desgranar alguna ocurrencia, no le hace justicia. Cuando surgió de la niebla de la dictadura  era tan joven y atractivo que en las siguientes elecciones tuvieron que pintarle unas sienes encanecidas para hacerle parecer más maduro. Pero el primer Felipe, el de la mayoría absoluta más abrumadora que haya conseguido nunca un partido español, era irresistible, hasta el punto de que quienes nos resistíamos a su encanto formábamos una despreciable, en todos sentidos de la palabra, minoría. Alto, atlético, piel bronceada, cabello abundante y desenvuelto, labios carnosos que componían una sonrisa contenida  a través de la cual se veía la perla de los incisivos superiores, la nariz firme, y ojos que parecían mirar desde la ranura de los párpados a  algún arcano inaccesible para el común y los hacían soñadores o escrutadores, según conviniera. Un hijo del pueblo tal como el pueblo desearía que fueran sus hijos. Tenía otra cualidad que permanece intacta hoy y que de alguna extraña manera redoblaba su credibilidad en vez rebajarla: sus discursos y declaraciones eran ininteligibles. Una parla zigzagueante, elusiva, envolvente, en el que significantes y significados parecían buscarse sin encontrarse nunca. Hemos vuelto a ver su espectro en la primera rueda de prensa de Pedro Sánchez.

Entre las estampas del santoral del presidente, Felipe ocupa la hornacina central y el magnetismo que ejerce sobre él  es superior a las enconadas diferencias que ambos personajes han tenido en el reciente pasado. No es solo que don Sánchez imite a su ancestro, sino que se  inviste de su espíritu para que le inspire y le acompañe. Don Sánchez es también alto, atlético y bien parecido, si bien su majeza es más obvia, más lineal, más urbana, y carece de esa zona de penumbra que constituía la clave del carisma de don González. También imita la parla filipina: respuestas gaseosas y periodos a veces ininteligibles, pero, una vez más, le falta el don o la pericia para crear los densos laberintos retóricos de que era capaz su maestro. Pero, en realidad, lo que hace inaccesible sin remedio al modelo es el cambio de época. Es una expresión filipesca (por el cambio fue el lema electoral que llevó a don González a La Moncloa en mil novecientos ochenta y dos) que don Sánchez repitió varias veces ayer para marcar la mutación que al parece supone su llegada al poder. Sin embargo, el cambio de época es más grave que una alternancia de partidos en la poltrona. Lo que separa a don Sánchez de don González es el imperio de internet, la economía globalizada, la inmediatez de las comunicaciones, una sociedad más autoconsciente y menos esperanzada, la multiplicación de los agentes políticos, la crisis de las democracias representativas y sobre todo la incertidumbre de una época en la que diríase que nos jugamos cada día el futuro a los dados. Don Sánchez está obligado a renunciar a la advocación de su ancestro, pero aún no lo sabe o no se atreve a intentarlo.