Uno. Don Rivera debiera haber previsto que su celo inquisitorial contra el presunto fraude académico de don Sánchez terminaría por volverse contra su partido y contra él mismo, que ha tenido que practicar una acelerada dieta curricular para eliminar grasa. La bronca de los másteres y demás pacotilla académica ha entrado en un bucle que solo concierne a personas con tres rasgos sociológicos: políticos/as, de clase media, en el entorno de los cuarenta. En esta circunstancia, los currículos son la munición del conocido y tedioso juego del y tú más en el que está entretenida la clase política de relevo, tan ambiciosa como timorata, tan fantasiosa como impotente.

Los currículos académicos son inservibles en la vida real para las dos funciones para los fueron creados, como acreditación científica y como palanca para conseguir empleo. Lo primero, porque la ciencia se acredita a sí misma mediante la comprobación empírica de los hechos y tiene poco que ver con el medro social, y lo segundo, porque los mecanismos de selección de personal en el mercado laboral rara vez tienen en cuenta el abultado papelote del que se hace acompañar el aspirante. Los científicos y los empresarios son los primeros en saber que los currículos no significan nada, aunque no estén falsificados. Esta norma consuetudinaria que impera en el mundo real tiene sin embargo una excepción en la política donde todo es gratis, una vez que los votos del pueblo soberano han sentado tu culo en la poltrona. Los jóvenes sobradamente preparados se encuentran en la tesitura vital de ser presidente del gobierno o repartidor de pizzas, y a la menor oportunidad, y con las ayudas necesarias, eligen lo primero. Ya en la cancha, despliegan el repertorio de mañas, a veces simbióticas, que han aprendido en los departamentos universitarios y en los aparatos de los partidos, ámbitos que constituyen su única experiencia existencial. En esas estamos.

Dos. Nada desacredita tanto a la institución parlamentaria que esa pamema a la que llaman comisión de investigación, donde no se investiga, ni se descubre ni se juzga nada ni a nadie. Hoy, el cartel de la función traía una estrella; una pieza mayor, si se quiere en lenguaje cinegético. El padre del partido de la corrupción, que ya está acreditada en sentencia judicial. Uno de esos zombis que conservan un aura mítica en la memoria del común y que diríase que pueden volver a la vida, para júbilo de unos y pánico de otros.  Unos, los partidarios, lo traen en andas a la sala como a una reliquia venerada; otros, los adversarios, afilan los estiletes en el escaño a la espera de la hora de la disección. Y ahí está don Aznar con la cara de cactus que donosamente le ha otorgado la naturaleza. Ni él, como convocado, ni los diputados que tiene enfrente, como convocantes, tienen ni idea de qué va la ceremonia, lo que permite a todos hilar su guión particular a su respectivo antojo. ¿Qué decir del contenido del teatrillo? Nada. Ni siquiera el acerado histrión don Rufián consiguió que el interpelado trastabillase. El compareciente, reo, penitente, imputado o como se le quiera llamar, no sabe nada, no es responsable de nada y, además, no va a pedir perdón por nada. Y así termina la sesión. Nada desgasta menos una cara de cemento que una investigación parlamentaria.