Cirujano de hierro, hombre providencial, caudillo invicto… El tipo al que las circunstancias han llevado a hacerse con el mando por encima de sus pares, apoyado en la voluntad de servidumbre del común y arropado por un vago sentimiento compartido, ha recibido diversos nombres en nuestra historia. Ahora quizá le corresponda el de príncipe azul. En la época en que la ciudadanía ha abandonado el debate público para enamorarse de su dispositivo móvil y hacerse selfies, la seducción es el arma principal del poder, y una suerte de erotismo narcisista, que empieza y termina en uno mismo, parece el atributo más apreciado de un líder político. Después del borroso y ceniciento don Rajoy, las imágenes de los neolíderes se elevan sobre las cabezas de la sociedad como globos en una fiesta infantil. A don Manuel Valls le ha costado un plisplás imponer la suya como futuro alcalde de Barcelona. Juvenil, apuesto, sexy, venido de lejos (una condición indispensable para un príncipe azul) y con un adecuado toque xenófobo ha cautivado a la gente de dinero de la ciudad, espantada de que el prusés empiece a parecerse más a la independencia de Mozambique que a la de Mónaco. El príncipe trae consigo un relato (antes llamado currículo) deslumbrante: catalán, europeísta, republicano (no como los casposos monárquicos de la meseta) y político de mano dura, pretende elevarse a la poltrona, no por medio de los herrumbrosos andamios de los partidos sino impulsado por la etérea energía de un movimiento transversal, esa palabra mágica de esta era líquida.
El marrón lo tienen ahora don Rivera y sus ciudadanos. Don Valls aspira a elevarse impulsado por el caudal de voto que atesora este partido frenéticamente oportunista que ha patrocinado su aterrizaje en la política peninsular, pero sin dejarse manejar por él; al contrario, llevando la batuta para conseguir una transversalidad fetén para la que son imprescindibles los caladeros de socialistas y populares, vale decir, para hacerse con la totalidad del voto botifler, en gran parte procedente de clases medias y bajas, que temen, no sin buenas razones, el desabrido supremacismo de los soberanistas, pero cuyos intereses materiales están muy lejos de lo que se enseña en las escuelas de negocios donde imparte doctrina don Valls. El esquema que trae el ex primer ministro francés es el que llevó a Macron a la victoria y a él a la derrota en Francia: todos contra Le Pen; aquí, todos contra don Puigdemont y compañía, sin olvidar a doña Colau para tener el pack nacional-populista completo. Así tendríamos en Cataluña una Francia pequeñita. El juego de bloques se habría trasladado a la mestiza Barcelona y quizá el gobierno municipal quedaría paralizado, como lo está el gobierno de Macron que a fuer de transversal no satisface a nadie ni puede dar un paso sin que le crujan las cuadernas. Don Valls podría heredar la impotencia que aqueja a la ciudadana doña Arrimadas, otra transversal, cabeza de la lista más votada en Cataluña y cuya única aportación conocida al reñidero catalán es su fobia por los lacitos amarillos. ¿Y en el resto de España, donde populares y socialistas tienen una fuerza infinitamente superior a ciudadanos? Bienvenidos a la nueva política en el valle de los narcisos.