Debo a Fermín Bear la noticia de la caída del caballo de Francis Fukuyama, quizás el accidente hípico más notorio desde que el jamelgo de Saulo de Tarso decidió desembarazarse de su jinete camino de Damasco. Para millenials recordaremos que don Fukuyama es un académico norteamericano al que se debe el descubrimiento de el fin de la historia, que hizo público en los primeros años noventa del pasado siglo y fue en su momento un hit planetario equivalente a la formulación de la ley de la gravedad. La ocurrencia del sabio no carecía de ingenio lógico. Hasta aquel momento y desde principio del siglo diecinueve, la humanidad vivía en la Historia, con mayúscula, un artilugio filosófico de funcionamiento simple y previsible, formado por una proposición (tesis) a la que la se oponía otra (antítesis) y del resultado del encontronazo brotaba una tercera (síntesis), y esta serie de procesos dialécticos, así se les llamaba, destilaban el progreso, vale decir, la humanidad era mejor después de cada uno de estos encontronazos. Para simplificar, la tesis era conservadora y la antítesis revolucionaria y de la accidentada cópula de ambas surgía una síntesis que era distinta según las condiciones objetivas, otro término de la época, pero siempre mejor que la anterior.
Durante todo el siglo veinte la tesis fue el capitalismo y la antítesis el socialismo y la dialéctica entre ambos estaba en lo que parecía un empate sin fin cuando, de repente, hacia 1990, la antítesis implotó. El bloque soviético se vino abajo y la China de Mao se pasó al campo de la tesis como por arte de magia. La Historia en la que la humanidad había vivido hasta ese día se desvaneció como un sueño y fue entonces el momento Fukuyama, un cometa fugaz del que aún podemos ver la luminosa cola. Fin de la Historia. El dogma obtuvo una credibilidad y difusión comparable al de la inmaculada concepción en su tiempo, y fue acogido con similar entusiasmo. La formulación de Fukuyama operó como la acreditación académica del futuro. El discurso único fagocitó a la dialéctica. El capitalismo se adueñó de todo el campo de juego, se hizo con los despojos del adversario y la turboeconomía liberal-financiera entró imparable en velocidad de crucero. Los partidos comunistas se extinguieron como los dinosaurios, y los socialdemócratas entraron en una fase de anemia progresiva que aún no ha cesado a pesar de sus esfuerzos por adaptarse al nuevo ecosistema. Karl Marx, sus epígonos y la teoría que habían destilado durante siglo y pico fueron erradicados de los programas políticos de la izquierda y de los currículos de los departamentos universitarios de historia, economía y filosofía. Ser marxista dejó de ser cool. Entre nosotros, don Felipe González, siempre avisado, fue uno de los primeros en despojarse de la chaqueta de pana y sembrar de refranes su andadura por el nuevo mundo: hay que ser socialistas antes que marxistas, o aquello de gato, blanco, gato negro, lo que importe es que cace ratones. Hoy parecen lo que son, proclamas de vendedor fullero, pero sirvieron de nutrientes intelectuales de la política en las últimas cuatro décadas.
La prolongación de la vida humana, que tanto preocupa a los gestores del capitalismo, permite que un profeta sobreviva a su profecía y eso le ha ocurrido a don Fukuyama, que aún no es lo bastante viejo como para no ser testigo de las consecuencias de su descubrimiento. La edad y la experiencia te vuelven prudentes y retornan evidencias que de más joven descartaste. Se confiesa Fukuyama:
En esta coyuntura me parece que algunas de las cosas que dijo Karl Marx vuelven a ser ciertas, como lo que dijo de la crisis de la sobreproducción, que los trabajadores serían desempoderados y la demanda sería insuficiente.
Se ha debilitado a los sindicatos y el poder negociador de los trabajadores y ha emergido una clase oligárquica global que ejerce un excesivo poder político.
No se ha aprendido nada de la crisis financiera, que es la necesidad de regular el sector para que no la hagan pagar a todos. La doctrina profundamente arraigada en la eurozona de austeridad impuesta por Alemania ha sido desastrosa.
Si usted habla de programas de redistribución para intentar rectificar el gran desequilibrio de ingresos y de bienestar, entonces sí, no solo creo que pueden volver sino que deben volver. Este largo periodo, que comenzó con Reagan y Thatcher, en el cual tomó cuerpo cierto repertorio de ideas sobre los beneficios de la desregulación de los mercados, ha tenido efectos desastrosos en muchos sentidos.
Pues ya lo ven: Fukuyama el converso. La Historia, con mayúscula, empieza de nuevo. Marx returns.