Hay una forma de felicidad acorralada, la que habita un colectivo de individuos iguales a sí mismos e iguales entre sí, envueltos en la aromática espuma de valores y pautas uniformemente compartidos. El socialista utópico Charles Fourier teorizó y promovió esta distopía igualitarista y la llamó falansterio. En el proyecto de Fourier, era un espacio estanco y cerrado, que albergaba en su interior una comunidad con los servicios que pueden necesitar individuos y familias, desde viviendas, huertos y talleres hasta biblioteca y sede de justicia. Nada está más alejado de una república que un falansterio y, sin embargo, los soberanistas catalanes sueñan con esta síntesis, si hemos de creer en sus iniciativas. Es el nacionalismo en fase de repliegue, cuando el proyecto consiste en ahormar el universo a la medida de la tribu. La última iniciativa de la principal asociación civil independentista consiste en crear un censo de empresas afectas a la república, que deben promover en sus negocios la igualdad de género, la responsabilidad social, la economía cooperativa, la sostenibilidad ecológica, el uso de la lengua catalana y otros indicadores moralmente exultantes. Estas empresas, a las que la autoridad competente les otorgará un lábel de calidad independentista, serán sostenidas por clientes y consumidores también independentistas e igualmente motivados, cerrándose así un circuito económico completo dentro de los muros del falansterio. Esta economía excluye no solo a empresas menores desafectas a la causa sino, por definición, a los oligopolios del llamado ibex treinta y cinco, proveedores de energía, servicios financieros, transporte, comunicaciones y entretenimiento, entre otros. ¿Quién y cómo suministrarán estos bienes y servicios?
En el delirio de uno de los promotores del falansterio, hay por ahí afuera un incalculable número de inversores internacionales dispuestos a adelantar su dinero hasta que la hacienda tributaria de la república independiente de Cataluña esté operativa y para subvenir la falta de liquidez para las infraestructuras básicas durante la fase de construcción del nuevo estado. Por ende, si la independencia fuera resultado de un acto unilateral, sin negociación con el estado español, este quedaría como titular único de la deuda que ahora compromete a todos y la república catalana se presentaría en los mercados como un bebé rozagante y limpio de hipotecas. Y para esto, ¿tanto lío? Las instituciones de la república catalana quedarían desde su nacimiento en las fauces de los georgesoros y otros arrebatacapas que acampan en la umbría de los mercados mientras en la puta base impecablemente republicana se celebraría una economía de trueque dentro de los muros del falansterio. Pero no hay que apurarse por las consecuencias; esta ocurrencia es un recurso pirotécnico, otro más, una pamema para mantener encandilados a los seguidores y encabronados a los detractores del difunto prusés mientras llega el gran advenimiento del que nadie sabe ni el día ni la hora. La aenecé, la organización promotora del falansterio lleva suficiente tiempo en el negocio de la agitación para saber lo que hay de hueco en sus iniciativas. Simplemente, no pueden soltar la brocha so pena de estrellarse contra el suelo.