Café de media mañana. A la mesa, Quirón, Iacoppus, Liberius y el Escribidor. Cuánto hablamos, observa Quirón cuando se levanta la sesión y cada contertulio regresa a sus tareas domésticas, lo que viene a significar que las palabras han adquirido una extraña gravidez. Cada vez nos parecemos más a personajes de Samuel Beckett, de los que su autor dijo que sólo pueden estar seguros de cuatro evidencias indiscutibles: que han nacido, que están vivos, que morirán y que, por alguna razón, no pueden permanecer callados. La idea de estar representando involuntariamente una función de Happy Days o de Esperando a Godot resulta consoladora. El despojado teatro de Beckett tiene un carácter balsámico. Cada contertulio aporta su visión de las cosas, determinada por su memoria personal e intransferible. Donde uno recuerda algo, los otros lo han olvidado y entre todos tejen el lienzo de un relato compartido, esmaltado de rasgaduras, agujeros y espacios en blanco, lo que no detiene a los tejedores, cuya lanzadera está guiada por la sensación feliz de estar vivos.

No es un sentimiento exclusivo de la edad tardía. La felicidad de estar vivo y en plenas facultades es lo que lleva a los ejercicios de saltimbanqui del magistrado supremo don Marchena, que ora se deja elevar a la presidencia del poder judicial por un pacto espurio, ora renuncia porque el pacto se ha hecho descarnadamente público, siempre con el propósito de mantenerse incólume en lo alto de la pirámide trófica. Vivimos un tiempo darwiniano, en el que el país parece querer regresar al estado de naturaleza y donde se exige más instinto y agilidad que en periodos donde la naturaleza parece dominada por la civilización. Días felices en que todos los agentes de la vida pública se nos muestran impúdicos como bestezuelas silvestres y, guiados por sus intransferibles obsesiones y fobias, se echan a la calle envueltos en banderas y lazos y ocupan el parlamento para intercambiar insultos y provocaciones como si estuvieran no se sabe si en un patio de cárcel o en un jardín de infancia, jaleados por seguidores y afectos que encuentran en estas manifestaciones la prueba de que también ellos están vivos. Jueces y magistrados han secundado a don Marchena porque, dicen, ha antepuesto la justicia a sus intereses personales. Es el otro rasgo de este tiempo: el teatro, la representación, el trampantojo, la fake new. Los jueces ya deberían saber que nadie antepone nada a sus intereses personales. Ni ellos bajo sus togas ni los delincuentes con sus artilugios. Simplemente, andan y se detienen, se sientan y se levantan, hablan, discuten, permanecen mudos, mientras esperan a Godot. Pero, en esta ocasión, en un entorno escénico chillón, trepidante y acelerado, como de ópera bufa a punto de ser asaltada por los hermanos Marx.