La máscara de Dimitrios, de Eric Ambler, y la revolución de la novela negra
(Un comentario datado en el verano de 2004)
Muy propiamente, esta novela ha escapado durante la largo tiempo a los intentos del disperso lector para hacerse con ella y leerla, y ahora sabe que esta persecución no era sino una metonimia de la peripecia del protagonista de la historia hurtándose una y otra vez a los intentos del inquisidor Latimer. Al fin ha encontrado un ejemplar del libro y ha desentrañado su secreto, para comprobar, como le ocurre a Latimer, que es un secreto a voces, compartido por innumerables personas, casi tantas, diríase, como las que han habitado en la cultura europea durante el siglo XX. El rostro de Dimitrios aparece y se esfuma en la multitud, como le ocurre a la historia escrita por Ambler, cuyas huellas pueden rastrearse en numerosas novelas y películas posteriores porque fue de hecho la primera gran revolución de la novela negra, un género incansablemente mutante.
El lector se ve asaltado por un efecto dejà vu mientras recorre las páginas de la novela. Las escenas se recrean en su cabeza con los violentos claroscuros y agresivos contrapicados de la estética de Orson Welles, y podía reconocer a los personajes con los rostros de Akim Tamiroff, Lila Kedrova, Peter Lorre o Marlene Dietrich. En efecto, la historia tiene la estructura de Citizen Kane o Mr. Arkadin: un hombre poderoso, esquivo y maligno, cuya presencia es recreada y su identidad construida por los testimonios parciales que quienes le conocieron. Sin embargo, la versión cinematográfica de esta novela la hizo Jean Negulesco en 1944, interpretada por Peter Lorre (voilá), Zachary Scott y el gordo Sydney Greenstreet en el papel de Peters. A Ambler no le gustó la película; para ser exactos, le produjo náuseas, según afirma en sus Memorias (Here lies) y confiesa que hubiera preferido que la dirigiera John Houston porque era de la opinión “posiblemente herética” de que la versión que Houston había hecho de El halcón maltés era superior a la novela original de Hammett. Ambler tiene razón. La versión de Negulesco es teatralizante, descuidada y rebaja bastantes grados la tensión de la novela. Pero en la filmografía de Orson Welles sí hay una película basada en otra novela de Ambler, Journey into Fear, que en España se tituló Estambul y que fue rodada por la RKO en 1943, con guión del actor Joseph Cotten. Welles padeció sus características perturbaciones durante el rodaje –peleas con los ejecutivos del estudio, fallecimiento por accidente de un técnico de sonido que se cayó de una plataforma, y otros percances- que llevaron al estudio a rehacer la película en la fase de montaje y a poner como director en los créditos a Norman Foster. Ambler escribe en sus memorias sobre esta versión de su novela: “La película me decepcionó, aunque no me sorprendió mucho, porque ya estaba algo al corriente de lo sucedido durante a producción. El resultado fue que quedó muy deshilvanada. En algunos momentos se me hizo difícil seguir el hilo argumental. Había buena interpretación por parte de los actores, pero nada más”.Una vez más, no le falta la razón a Ambler. Estambul está narrada con la planificación característica de Orson Welles pero el montaje resulta atropellado, aunque como espectáculo es muy superior a la versión de Dimitrios hecha por Jean Negulesco
¿A qué debe su fama esta novela que ha sido acreditada por autores tan conspicuos como Graham Greene y John le Carré? La mera lectura, aunque sea tan tardía como ésta de julio de 2004, permite comprenderlo de inmediato. La máscara de Dimitrios es un poderoso hito literario que marca un giro en la narrativa del género negro y, de añadidura, en la noción del crimen y del mal en la sociedad moderna. Los hechos de la historia se desarrollan, no por casualidad, en la década de los treinta del pasado siglo. Un tal Latimer, viajero inglés en Estambul, escritor de novelas policíacas y trasunto del propio Ambler, entra en contacto fortuitamente con un alto jefe de la policía secreta turca que comparte su afición por la literatura de detectives y le invita a ver en la morgue el cadáver de un famoso delincuente, largamente perseguido por las policías de varios países, que ha sido encontrado flotando en el Bósforo con una puñalada en el vientre. Picado en su curiosidad, el escritor decide remontar la pista que ha llevado a Dimitrios hasta una mesa forense de la morgue de Estambul. La primera clave, pues, de la novela es una inversión de las reglas tradicionales del género. El crimen deja de ser una excepción para convertirse en un estado de cosas y no se trata de encontrar al criminal, que ya ha aparecido, sino en descubrir su personalidad y sus razones. La indagación deja de ser un problema policial y se convierte en una cuestión moral. Al mismo tiempo, adquiere el sentido de un viaje iniciático en el que Latimer espera probar su perspicacia y valor en circunstancias reales y no sólo a imaginarlas ante la página en blanco; es decir, espera experimentar la naturaleza del mal, quizás verse envuelto en él, como, efectivamente, ocurrirá.
Por añadidura, la construcción del relato introduce otra interesante novedad. La idea de que el artificio de la ficción es un procedimiento menos eficaz que el testimonio documental es un tópico del debate sobre la novela del siglo pasado y en este título encuentra un precedente dentro del género negro. Las noticias aparecidas en la prensa, los documentos de archivos policiales y las confesiones de los testigos aportan los materiales de la intriga y el narrador protagonista se limita a ponerlos delante de los ojos del lector esperando que éste ate cabos y saque sus propias conclusiones. Después de Ambler, la novela policíaca acostumbrará a sus lectores a ser leída como si fuera una crónica de sucesos, pero en La máscara de Dimitrios el estilo conserva aromas antiguos, la técnica no está depurada y el lector aún espera que se le proporcione un golpe de efecto final, que restaure el orden perturbado durante las páginas anteriores, lo que ciertamente no ocurre. La historia de Dimitrios termina como había empezado, llena de dobleces, huérfana de sentido y no exenta de la sospecha de que tal vez el final que se nos presenta no es el verdadero.
El lector de Ambler se ve obligado a reconocer que la novela le ha ofrecido la misma experiencia ambigua e inaprehensible que recibe de la lectura de los periódicos: un sentimiento de amenazante irrealidad. Ambler rubrica con humor este sentimiento final y en los últimos párrafos de la novela devuelve a su alter ego Latimer a Inglaterra para que siga en su confortable ocupación de urdidor de crímenes de ficción, pero la realidad se ha instalado definitivamente en el espacio que ocupaba la imaginación del novelista: viaja de vuelta a casa mientras esboza mentalmente los primeros trazos de la nueva novela en la que un hombre podría asesinar a una anciana para cobrar una herencia en el apacible escenario de un pueblecito de la campiña inglesa al que podría “sacar buen partido” cuando, en la última línea de la novela, el tren en el que viaja el autor/narrador “penetró en un túnel”.
El nuevo relato policiaco que anuncia esta novela de Ambler se deriva de una evidencia aportada por la transformación del mundo a principios del siglo XX. El matadero de las trincheras de Verdún hacía insignificantes las cuitas del asesino artesanal enfrascado en una mansión eduardiana en la liquidación de una vieja para heredar su cuenta corriente. El crimen se había convertido en una actividad proliferante y multinacional y los asesinos ocupaban alternativamente posiciones de respetabilidad social o eran liquidados en un callejón inmundo al albur de circunstancias completamente arbitrarias. En realidad, lo que se propone Latimer es descubrir los rasgos del Mal en el rostro huidizo del apátrida Dimitrios. El intento se revela imposible y el autor adelanta una explicación general en la página 233: “Pero no tenía sentido explicar a ese individuo en términos de Bien y de Mal. Esos conceptos no eran más que complicadas abstracciones. Buenos Negocios y Malos Negocios eran el fundamento de la nueva teología (…) Dimitrios no era el mismo diablo. Sólo un hombre lógico y consistente, dentro de la jungla europea, como el gas venenoso ‘lewisite’ y los cuerpos destrozados de miles de ciudadanos muertos durante los bombardeos de una ciudad indefensa. La lógica del ‘David’ de Miguel Ángel, de los cuartetos de Beethoven y de la física de Einstein habían sido reemplazadas por la del ‘Anuario Comercial’ y del ‘Mein Kampf’, la obra de Hitler”
Es imposible describir de manera más didáctica el paisaje estético y moral en el que Ambler escribe La máscara…donde los delitos son radicalmente modernos, es decir, nacen en una matriz política y tienen un carácter masivo. La política envuelve la peripecia de los personajes y determina el carácter de alguno de sus crímenes: la eclosión de los nacionalismos, los primeros genocidios del siglo XX, el desplazamiento de numerosos refugiados de un país a otro, los intereses de los gobiernos, la corrupción e inepcia de las policías, cuyas actividades están más dirigidas por los intereses particulares o políticos de sus agentes que por el servicio público, y el carácter desplazado, apátrida, de los personajes, son factores del cuadro general que pinta Ambler. Su hombre, Latimer, dedica largas páginas a escuchar el detallado testimonio de los personajes que aparecen en su camino, que le ilustran en detalle sobre la organización de una red de tráfico de drogas, el robo con soborno de unos planos militares secretos o de la organización del asesinato de un compinche.
El minucioso relato de estos crímenes alberga en sí mismo una fascinación que tiene la virtud de ocluir el horror de sus efectos. Cuando se llega al final, las víctimas han dejado de tener existencia real. Latimer se ve arrastrado por el imán de estas historias y termina por quedar atrapado en la empatía que siente hacia el repulsivo personaje que persuasivamente le cuenta la historia. Latimer no sólo escucha, sino que negocia moralmente con su interlocutor y termina por quedar atrapado por su lógica. Estamos, pues, no sólo ante la banalidad del mal, que ha destacado Hannah Arendt como rasgo del siglo XX, sino ante la complicidad pasiva de los ciudadanos honrados con el crimen. En la mayor parte de los casos de ofuscación registrados en grandes pensadores del siglo XX, ésta se ha derivado de la soberbia intelectual de creer que se puede conocer la Verdad sin tener en cuenta sus sórdidas manifestaciones, contingentes y concretas. En un significativo momento de la novela, Latimer se compromete a ayudar a otro rufián, Peters, para chantajear a Dimitrios. Peters tienta a Latimer con una participación en los beneficios de la operación; éste no cree en la buena voluntad de su socio accidental pero, no obstante, le acompaña con el fin de ver, por fin, la cara real del que ha sido hasta ahora un fantasma.
En Latimer hay un prurito de desprecio por las ventajas materiales que proporciona el Mal y por las vilezas que acarrea su ejercicio, pero se siente irresistiblemente atraído por su naturaleza y quiere conocerla con sus propios ojos, aun a riesgo de convertirse en su cómplice. En un momento previo a la ejecución del chantaje contra Dimitrios piensa en denunciar a la policía al chantajista Peters y a su víctima Dimitrios, y para forzarse a hacer la denuncia se obliga a pensar en el rastro de víctimas, con nombres y apellidos, algunas de las cuales ha conocido personalmente, que ambos tipos han dejado en su carrera delictiva, pero al final desiste de su propósito. Dos circunstancias empujan al desistimiento. La primera, de orden material, está constituida por las dificultades burocráticas que opone el policía que le atiende en la comisaría cuando se dispone a poner la denuncia (que si era extranjero y no llevaba el pasaporte encima y eso era ilegal en su caso, etcétera), pero la segunda circunstancia es de orden moral y cualitativamente más grave. Latimer termina por preguntarse si, al final, hubiera sido posible formular una denuncia de los delitos imputables a Dimitrios y a Peters, que fuera coherente con el código penal y estuviera soportada por pruebas suficientes, y la respuesta que él mismo se da es que no. La naturaleza del mal resulta, pues, inaprehensible para la ley que debe atraparla y sancionarla.
Esta última reflexión nos describe otro rasgo del crimen en el siglo XX: la posibilidad cierta de que la virtud ciudadana se encuentre desamparada en una red de normas legales y medios materiales del Estado creados precisamente para protegerla y sin parangón en el pasado. El cambio de perspectiva que representa la obra de Ambler consiste en que la presencia del mal en una sociedad regida por el Estado de derecho, para utilizar un manoseado término de nuestro lenguaje público, ha dejado de ser excepcional por diversos factores encadenados. Entre otros, las prácticas criminales de los mismos gobiernos, la multiplicación de los instrumentos delictivos debido al propio desarrollo de la sociedad y la aparición de clases sociales nuevas, con sus propios valores y estrategias, en el escenario público. Un ejemplo de esta confusión, firmemente arraigada en la conciencia del lector, lo ofrece el coronel Haki, el jefe de la policía secreta turca cuyas primeras confidencias a Latimer desencadenan la indagación que da lugar a la historia. La figura de este personaje proyecta una sombra ominosa que se alarga durante toda la historia y que lleva a creer al lector que tendrá un papel relevante en el desenlace. Pues bien, no es así. En realidad se trata de un personaje accidental, como los otros, ya que ésta es una historia de sombras, aunque está pintado, eso sí, con una envidiable plasticidad para amoldarlo a las inquietudes de la imaginación del lector. Éste no puede dejar de creer que un jefe de la policía secreta turca no sea un personaje singularmente perverso, y sin duda lo es, pero su maldad en este caso, si es que existe, es irrelevante para el relato; tal vez la ejerza en otros ámbitos pero, en lo que respecta a Dimitrios, ejerce escrupulosamente su función de perseguidor del delito y benefactor de la sociedad. ¿Lo es realmente? Eric Ambler nos ha arrastrado por toda la Europa de entreguerras en pos de una máscara en medio de otras máscaras, y cuando volvemos al hogar y creemos recuperar el orden perdido, “el tren penetra en un túnel”.
La estela de la lectura de La máscara de Dimitrios lleva a leer también Viaje al miedo y las Memorias de Eric Ambler. Viaje al miedo es, quizás, la segunda novela más famosa de Ambler, escrita en 1940, en los primeros meses de la II Guerra Mundial, cuyo clima político es el telón de fondo de la trama: un ingeniero de armamento inglés viaja en un pequeño vapor por el Mediterráneo, entre Estambul y Génova, en compañía de una decena de pasajeros, algunos de cuales están en el barco con el propósito de asesinarle. Ambler ofrece también en esta novela datos que abonan su fama de fundador de la novela policíaca moderna.
Veamos cuales son, a la luz de la dos novelas, estos rasgos que les dan un irresistible encanto:
- El protagonista, que constituye el punto del vista del narrador, es un atildado y bien parecido burgués británico, que se ve inmerso en una siniestra historia, unas veces llevado por su curiosidad de novelista (La máscara…) y otras, involuntariamente involucrado por las circunstancias (Viaje al…).
- Este esquema ofrece a Ambler la posibilidad de enmarcar sus tramas en lo que hoy llamaríamos un choque de civilizaciones. En el lado bueno, los británicos, es decir, el protagonista británico, que está solo, fuera de Inglaterra, donde ha dejado esposa, una holgada posición económica y una casita en el campo, y también un mundo presidido por el sentido del derecho, la elegancia en las formas y un cierto distanciamiento cultural respecto a las motivaciones y modales de la Europa continental, donde bullen sus antagonistas y donde a un inglés le puede pasar cualquier cosa. La variopinta fauna de espías, asesinos, proxenetas, estafadores, vividores, prostitutas y mujeres fatales constituyen un asamblea de la naciones del continente, tanto más cuanto que las peripecias que imagina Ambler tienen un carácter itinerante lo que da al protagonista inglés la oportunidad de encontrarse en lances diversos con italianos, franceses, holandeses, serbios, rusos, alemanes, rumanos, checos y españoles, todos ellos de mucho cuidado. Como nota patriótica, puede decirse que en Viaje a…, el rufián y tahúr de turno es español y se llama José Gallindo [sic], aunque el malo absoluto es propiamente un alemán, como corresponde al momento histórico de la novela. En beneficio de estos canallas hay que decir que son personajes pintorescos y muy atractivos para un inglés, y para el lector, que se aburriría mortalmente sin ellos. Los pulcros protagonistas de Ambler se dejan arrastrar por intermediarios y correveidiles a los antros más desapacibles de las capitales europeas (morgues, cabarés infames, callejuelas siniestras, hoteluchos de la peor reputación) sin perder la apostura y como una concesión a las costumbres locales, y ahí encontrarán la aventura, que siempre les resulta inesperada y envolvente.
- A los villanos de Ambler, sin embargo, se les pegan pronto los buenos modales del protagonista y mantienen con éste largas y sofisticadas conversaciones sobre sus estrategias y propósitos, adornadas con muy pulidas formas retóricas de cortesía. Estos diálogos, por completo improbables, son deliciosos y seguramente constituyen lo más característico y mejor del estilo de Ambler, a medio camino entre Ágata Christie y Patricia Highsmith. Los diálogos de Ambler toman la apariencia que tiene en Christie la idea de que el asesinato es una de las bellas artes, pero al mismo tiempo contienen ya la doblez y turbiedad, además de la proyección política y económica, que encontraremos como quintaesencia del estilo de Highsmith.
- Un rasgo característico del estilo transitorio que representa Ambler entre la vieja y la nueva novela policíaca, se encuentra en el uso de la violencia. En Christie y otras novelistas clásicas, como P.D.James, la violencia era referencial, implícita en el hecho criminal, y mero desencadenante del discurso indagatorio, que era la materia del relato. En las novelas modernas, la violencia juega un papel predominante, que deja en segundo plano, cuando no anula, la indagación detectivesca; aquí, criminales y policías actúan en una atmósfera de violencia, que constituye el lenguaje básico del relato. En este punto, Ambler se encuentra en una difícil disyuntiva. Los refinados parlamentos de sus villanos no logran disipar el carácter ominoso de sus propósitos y, al final, el protagonista debe recurrir a la violencia para romper la maraña conspiratoria que le envuelve y de la que es víctima. Una característica de las dos novelas de Ambler es una vigorosa escena final llena de mamporros e impulsada por el atildado caballero inglés en la que uno o dos asesinos pasan a mejor vida y el orden es restaurado. Sin embargo, estas escenas tienen siempre una apariencia forzada, como si Ambler, en consonancia con los muy legales sentimientos de su protagonista, no llegara a creer en ellas.
- Lo que se ha afirmado de la violencia vale para la entera concepción de las novelas de Eric Ambler cuyo encanto radica en el reconocimiento por parte del lector de que está ante obras de transición en el género. Las situaciones y el lenguaje despiden un aroma en el que se advierte la mezcla de tradición y modernidad. Los convencionales caballeros que las protagonizan navegan por un mundo en crisis, que amenaza con arrastrarlos. En último extremo, llegan a salvarse pero los lectores y ellos sabemos que, después de todo lo ocurrido, nada será como antes. La historia irreversible, irreptible, ha invadido la liturgia de la novela negra tradicional. En este sentido, las novelas de Ambler tienen para sus protagonistas un carácter de viaje iniciático.
Sin villanos, el caballero Eric Ambler se convierte en un tipo muy aburrido y convencional, como puede advertirse en la lectura de sus Memorias, donde el lector reencuentra la característica pulcritud y exactitud del estilo, el sosegado tempo narrativo y el talento para urdir una prosa grávida y garbosa. Pero sin mordiente. La vida del ciudadano Ambler, tal como la cuenta, tiene interés sólo para sus incondicionales, y relativamente. Lo único que sus Memorias ayudan a entender son algunas claves de su oficio: el escritor Ambler tiene una formación científica y técnica, y experiencia en la redacción de dramas para la escena y en el mundo de la publicidad. Eso explicaría, quizás, la robustez de sus arquitecturas narrativas, el conocimiento de algunos ámbitos profesionales, como el del comercio internacional, y la precisión en algunas cuestiones especializadas de detalle, que sirven para dar verosimilitud al relato. Fuera de estos datos que pueden ser inducidos razonablemente, no hay (o este lector no ha encontrado), en las 460 páginas de la edición española de sus memorias, ni un solo dato o anécdota relevante sobre la biografía de este autor. Después de todo, tal vez no tenga importancia.
Obras de Eric Ambler:
La máscara de Dimitrios. Traducción: Ana Goldar. Ed. El País 2004.
Viaje al miedo. Traducción: Manuel Sánez de Heredia. Ed. Montesinos, 1988.
Memorias (Here lies). Traducción: Sofía Coca y Roger Vázquez de Parga. Ed. Grup 62, 2002.rup 62, 2002.
Películas citadas:
La máscara de Dimitrios (Warner Bros. 1944). Dir.: Jean Negulesco. Guión: Frank Gruber, sobre la novela de Eric Ambler. Intérpretes: Sidney Greenstreet, Zachary Scott, Faye Emerson, Peter Lorre.
Estambul (Journey into Fear) (RKO, 1943I. Dir.: Norman Foster, Orson Welles. Guión: Orson Welles, Joseph Cotten, sobre la novela de Eric Ambler. Intérpretes: Joseph Cotten, Dolores del Río, Orson Welles, Everett Sloane, Ruth Warrick, Agnes Moorehead.