La distopía es el único género literario que puede describir que un tal Morales, un político regional desconocido, sea el que más seguidores en facebook registra en la liga en la que juega. En un medio que uno imagina, prejuiciosamente, rural y de baja densidad tecnológica,  Morales forma parte de esa galaxia rutilante de los influencers de la redes.  El personaje tiene menos de cincuenta años y lleva la mitad de su vida como aparatchik de la política extremeña, pendiente del ganapán que le vienen proporcionando las sucesivas poltronas que ha ocupado. Procede de cepa franquista y ha hecho su carrera en el pepé hasta que se ha pasado a las filas de vox. Un día vio la luz, dejó el partido en el que se había criado y se pasó a la nueva derecha: una trayectoria idéntica a la de su jefe y amigo, don Abascal. Desde las elecciones andaluzas, sus antiguos correligionarios, que le habían negado el saludo por su deserción, le bailan el agua, y a lo que se ve están absortos en sus deposiciones en las redes.

La novela distópica registró en el siglo pasado tres cumbres incontestables: Nosotros de Yevgueni Zamiatin, Un mundo feliz de Aldoux Huxley y 1984 de George Orwell. Esta última es la que conserva mayor vigencia debido a la extraña familiaridad que encontramos en sus páginas con la experiencia de esta época, setenta años después de haber sido escrita. La distopía que describe Orwell es la de un país liberal y democrático -en realidad, la Inglaterra de su época- que acepta una opresiva superestructura política totalitaria. No hay ninguna tensión entre el gobierno omnímodo y la población sometida; al contrario, diríase que se da una suerte de complicidad entre ambos. Los aparatos coercitivos del estado son en su mayor parte discursivos y comunicacionales. Orwell fue un pionero de la crítica cultural. La preocupación por la verdad y su traslación al discurso público es axial en su obra y le llevó a un temprano interés por las cuestiones relacionadas con la semántica del discurso público, la comunicación social y las tecnologías que la hacen posible. En su relato aparecen algunos atisbos geniales de artilugios que se harían realidad varias décadas más tarde. Por ejemplo, las proliferantes pantallas de televisión presentes en todos los escenarios de la novela, dotadas de la doble función de emitir mensajes prescriptivos y vigilar los hábitos de los ciudadanos, son, sin mayor esfuerzo imaginativo, un precedente de facebook, instagram y demás redes sociales de consumo masivo. Winston Smith, el protagonista de la novela, es un individuo solitario rodeado de solitarios, algo que podemos experimentar ahora en casi cualquier reunión de cualquier orden en las que los integrantes están amorrados sin excepción a sus dispositivos móviles, la única vía disponible, al parecer, no solo para obtener información del entorno sino como proveedora de emociones y sentimientos.

En el clima de la época en que Orwell escribió su novela se popularizó la noción del lavado de cerebro; el término ha quedado como un tópico sin significación concreta alguna, pero entonces daba lugar a fantasías de intervención en la conciencia de los individuos, que en algún caso fueron experimentadas en laboratorio y que aspiraban a alterar la conducta y orientarla con fines políticos, comerciales y de dominación social. Hoy, ese lavado se llama en jerga hackeo y sus comentaristas defienden o denuncian la capacidad de penetración que las redes sociales tienen sobre la conducta de los usuarios. No hay, por ahora, una evidencia científica suficientemente acreditada del poder del hackeo cerebral, al menos como arma de manipulación masiva, y los ejemplos que se mencionan referidos a  procesos políticos (elección de Trump, el brexit) tienen en común sus efectos disgregadores y en último extremo catastróficos, quizá porque, como sugieren los expertos, las redes no son capaces de movilizar más que actitudes negativas, como la codicia o el odio. En este sentido, el caso del diputado Morales es a la vez interesante e inquietante.