Nicolás Maduro y Quim Torra comparten un rasgo común que no es necesariamente estar sitiados por fuerzas adversas dominantes en su ámbito. En todo caso, esa sería la consecuencia. No. Lo que identifica a estos dos personajes, de azarosa presencia en el escenario, es su carácter de herederos de una empresa que no han creado y les viene grande. También el difunto don Chávez y el ausente don Puigdemont, de los que han heredado la misión, tienen un rasgo en común: el caudillismo de su liderazgo, tan típicamente español, mal que les pese. Al venezolano le inspiró el general Bolívar y al catalán, diríase que el general Cabrera del que sus adversarios dejaron dicho: parece imposible que Cabrera sea criatura humana, respecto a que cuanto alcanza la ciencia militar y la astucia de los hombres más sagaces se ha empleado para sorprenderle, pero todo lo ha hecho vano el atrevimiento del caudillo carlista. No haría falta añadir que Cabrera terminó en el exilio, como Puigdemont. La política tiene su propia genética y don Maduro y don Torra son víctimas de ella. Ninguno de los dos sabe montar a caballo pero ambos viven en un universo de grandes galopadas, horizontes lejanos y luminosos, y atmósfera mística.
La imagen que dio don Maduro en la entrevista televisiva de Jordi Évole fue la de un dirigente cauteloso y amable, muy lejos del mitinero gritón y desafiante que nos suministran los telediarios, pero algunos momentos del diálogo fueron reveladores de su debilidad: uno, obvio, fue el reconocimiento a regañadientes de los clamorosos déficits de su gestión económica. Esta ineficiencia gestora es común a los herederos de los héroes, llamados a conservar el patrimonio en circunstancias adversas y muy distintas a las que permitieron ganarlo a sus predecesores. En Venezuela ha caído el precio del petróleo y en Cataluña se ha activado la fuerza del estado que durante años pareció estar dormido ante la ofensiva secesionista. En ambos casos, los herederos han de gobernar sobre una realidad disminuida, irreconocible para quienes se han criado en un sueño que los tiene atrapados mucho después de que se hayan visto obligados a abrir los ojos.
Don Maduro blandía ante las cámaras la constitución venezolana impresa en un volumen diminuto, como si fuera un vade retro, y fue significativo el momento en que se negó a contestar a la pregunta del entrevistador sobre el hecho ininteligible de que el país tuviera dos parlamentos. Para el presidente bolivariano, la llamada asamblea constituyente, que le es favorable, no es un órgano parlamentario sino una entidad mística, metahistórica, depositaria de las esencias de la revolución patria, que él encarna como presidente. El parlamentarismo es, en su mundo, una formalidad o una circunstancia, no el fundamento de la razón política. Un papel no muy distinto al que los independentistas catalanes atribuyeron al parlament cuando, apoyados en una exigua mayoría, optaron por asaltar los cielos sobre los escombros de la legislación vigente. ¿Existe algo que legitime la acción política por encima de la nuda correlación de fuerzas en cada momento histórico? Bolivarianos e independentistas, vástagos de la matriz romántica, creen que sí. Pero luego hay que gestionar el resultado. Es la descolorida e ingrata tarea que corresponde a los herederos.