Una de las secuencias novelescas más famosas de la literatura moderna describe a un tipo que participa en la batalla de Waterloo sin saber que es la batalla de Waterloo. El tipo se llama Fabrizio del Dongo y es el protagonista de La cartuja de Parma, de Stendhal. A este joven arribista le faltó en la faltriquera o en el bolsón de la casaca un iphone; de haberlo tenido habría recibido toda la información en tiempo real sobre el perímetro y las incidencias de la batalla, y la ubicación de Napoleón que pasó a su lado sin el que atribulado joven lo reconociera. Un emoji en la esquina superior derecha de la pantallita no dejaría de recordarle que estaba viviendo un día histórico. Los miles de manifestantes que se han reunido hoy en Madrid para derribar al gobierno de don Sánchez no han olvidado en casa sus móviles y en consecuencia han tenido la exultante certeza de que vivían, esta vez sí, un acontecimiento histórico. Estos chismes de última tecnología aportan a nuestra experiencia dos rasgos apenas contradictorios. Estimulan nuestro narcisismo y vanidad, como el espejito mágico de la reina malvada de Blancanieves. Un tipo con un móvil está en el centro del mundo y sus ocurrencias, por sandias que sean, irradian al orbe infinito. Pero también los móviles han conseguido que desaparezcan, al menos en esta parte del planeta, los fusiles y cañones que hasta hace cuatro días constituían el sistema de comunicación entre grupos políticos enfrentados y bajo cuyo fuego correteó el inane Fabrizio.
Miles de españoles muy españoles se han manifestado en este día histórico del mismo modo que miles de catalanes muy catalanes se manifestaron en otros días históricos del pasado, envueltos en el narcisismo de sus respectivas banderas, que tienen los mismos colores y a cierta distancia y cuando están azotadas por el viento son indistinguibles. El fervor de estas manifestaciones dizque históricas crea un vacío del que la realidad se ausenta. Los catalanes muy catalanes iban en pos de un horizonte que era un trampantojo, o un farol de póquer, como reconoció una dirigente de aquellos días históricos. Ahora, las banderas han vuelto al arcón de la masía y los manifestantes de antaño están hogaño presos en su laberinto, que para unos pocos tiene cerrojos de hierro de forja y no de clave digital. En la marea unánime de las banderas que han poblado hoy un mínimo espacio de la ciudad de Madrid también pueden advertirse corrientes de fondo encontradas: liberales (incluso un conspicuo afrancesado) magnetizados por los fascistas y fascistas que quieren ser reconocidos como liberales. Los asistentes han sido enardecidos desde la tribuna con un montón de trolas proferidas por periodistas serviles que han hecho gala de su profesión como los políticos hacen gala de su ética o los curas de su castidad.
Laberinto español vs. laberinto catalán. La ironía literaria es que ambos bandos pugnan en un escenario que es el último avatar de la batalla de Waterloo, donde reside el emperador virtual de este maldito embrollo en el que se dirime la suerte de las dos derechas –la española y la catalana- sacudidas de la poltrona de mando por su propia corrupción y por la respuesta brutal que dieron ambas a la crisis económica haciendo caer sus consecuencias sobre quienes no la habían provocado. Pero no hay batalla, ya sea real o virtual, a la que no acudan miles de fabrizios convencidos de que están haciendo historia.