La historia está tachonada de mujeres intrépidas que instigaron a los hombres a la lucha. Juana de Arco, Agustina de Aragón, la Libertad de Delacroix y todo eso. Iconos para la eternidad. Doña Inés Arrimadas pertenece a este rango. No hace política sino activismo. No argumenta, gesticula. No se detiene, avanza. Cuando pusilánimes verbosos como don Casado se distraen en la retórica de la reconquista, ella la ejecuta sobre el terreno. Es la vanguardia que asalta las almenas de la fortaleza enemiga. Ya lo hizo en Cataluña, donde consiguió que sus citoyens fueran la lista más votada y representada en el parlamento, aún no sabemos para qué, y ahora ha llevado la batalla al último confín del lazo amarillo, el palacete flamenco donde espera, ay, el pretendiente carlista, absorto ante la pantalla del televisor que retransmite el proceso al proceso. Doña Arrimadas es lo que queda de los tercios de Flandes más allá de las páginas de Pérez-Reverte. Luego sentará sus reales en la villa y corte, y mientras haya algún sucedáneo de épica en el programa podemos asegurar que estará en el escenario.

Pero vivimos en tiempos de parodia. En Waterloo, la heroína ha perpetrado un sainete soso, una performance con pancarta y megáfono para ganar treinta segundos en el telediario. Ya hizo antes algo parecido otro cómico, este profesional de la farsa, don Boadella, y si su gesto fue una patochada, ¿por qué habríamos de pensar que el de doña Arrimadas ha sido otra cosa? La pancarta desplegada reza que la república no existe. Si lo sabrá el inquilino de la casa de la república, que vive solo en ella, y hasta los mossos lo proclaman en las calles de Barcelona cuando aporrean a los manifestantes independentistas. El cruel destino ha condenado a don Puigdemont a que le toquen las narices todos los cuervos que pasan ante su casa, como si fuera el tonto del pueblo y no el prometeo encadenado que le gustaría creerse. Algo más digno estaría sentado en el banquillo. Y hablando de eso, la cuadrilla de pánfilos que ha llevado tras de sí la doña para sostener la pancarta bien podría haber aprovechado que la puerta del palacete estaba entreabierta para allanarlo, atrapar al inquilino, montarlo en el autobús de vuelta a casa y ponerlo atado de pies y manos ante el  tribunal del juez Marchena. Eso sí que hubiera estado a la altura de la pluma de Pérez Reverte. Pero no hay huevos. Por eso votaremos a los voxianos, que tienen al mando a un militar de operaciones especiales y van a caballo.

P.S. Tras una pancarta siempre hay alguien más loco de lo que podemos imaginar. Más estúpido, más siniestro, sobre el que no es fácil ensayar el humor. Ahí están los independentistas catalanes que hoy han llamado fascistas a los republicanos españoles que acompañaban al presidente del gobierno en su tardío homenaje a Manuel Azaña y a Antonio Machado.