Hay hitos de la condición humana, que llamamos conquistas sociales, que se han alcanzado porque han sido arrancados de la jurisdicción de las leyes de mercado. Por ejemplo, la esclavitud. ¿Qué duda cabe que la prosperidad y riqueza que depararon las grandes superficies agrícolas de América en el siglo diecinueve se debió al uso masivo de mano de obra esclava procedente de África? El mercado esclavista necesitaba, como todos los mercados, propiedad privada, operadores, logística, selección del género, oferta y demanda, y, en último extremo, un acto de violencia y rapiña correspondiente al momento en que los futuros esclavos eran arrancados por la fuerza de sus aldeas de origen y trasladados al otro lado del océano en las bodegas de un barco. Esta espantosa injusticia no impidió que algunos esclavos fueran felices en su condición, como atestiguan las novelas de Margaret Mitchell y Harriet Beecher y la película de Quentin Tarantino, tal como nuestros liberales esperan que ocurra. La última gran abolición del sistema esclavista exigió una guerra civil al término de la cual los antiguos propietarios de esclavos conservaron su capital inmobiliario y sus prejuicios intactos y la esclavitud se diluyó en los márgenes de la sociedad en forma de limpiabotas, mozos de tren y aparceros o arrendatarios minifundistas, parvamente asalariados y apenas visibles.
El partido naranja de don Rivera y doña Arrimadas, que cada vez se parecen más a la empalagosa Scarlett O’Hara en brazos del machote Rett Butler, apuesta por una condición femenina similar a la condición de los afroamericanos antes de Martin Luther King y Malcolm X, según la cual el feminismo bien entendido sería legalmente compatible con la conservación de los privilegios sexuales y reproductivos de las llamadas clases medias acomodadas, que, imposibilitadas para satisfacer sus anhelos en el marco social en el que viven con desahogo, habrían de recurrir a los servicios de mujeres subalternas transmutadas en servidoras sexuales o vientres de alquiler. En el paraíso liberal en el que viven don Rivera y doña Arrimadas esta propuesta igualaría los derechos de los hombres y parejas que encarnan la demanda con los de las mujeres que representan la oferta, todas ellas despojadas de otros recursos para ganarse la vida y procedentes de los márgenes de la sociedad bienestante -en nuestra geografía, Ucrania o Nigeria, digamos- a las que prohibimos afincarse en nuestro país pero no producir hijos para sus ciudadanos o habitar como animales nocturnos los suburbios de nuestras ciudades. La legalización de este tráfico quizá permitirá a los emprendedores del negocio acceder sin sonrojo al palco del real madrid donde, quién sabe, no se sentirían extraños. Es la aportación liberal al 8-M por una igualda real y efectiva, sobre todo efectiva.