El duelo de carneros en que las derechas han convertido su pugna electoral doméstica da esperanzas a eso que llaman el mundo rural y explica la oposición de los machotes al feminismo y a la feminización de la política. Este desafío tabernario en el que se dirime quién es el cobardica del pueblo no es lugar para las mujeres. La bronca ha terminado por perturbar la autoridad de don Aznar, el milhombres patriarca de las varias derechas en liza, quien se ha tomado como una afrenta personal la alusión a la falta de cojones y, para que no hubiera dudas sobre el tamaño de los suyos, los ha puesto sobre el atril de orador. El cineasta Carlos Saura es autor de dos películas sobre el mundo rural que las derechas debieran revisar en un cine fórum compartido. En la primera, La caza, los hombres dirimen sus diferencias de talante y de negocios disparándose unos a otros hasta que no queda nadie vivo. En la segunda, El séptimo día, los hombres han unido sus fuerzas y sus propósitos en una causa común y disparan sobre la gente con el fin de provocar la mayor matanza posible. Ambas películas fueron realizadas con cuarenta años de distancia en el mismo escenario, están protagonizadas por el mismo odio y las mismas escopetas, y tienen un inquietante cariz costumbrista. Los millennials tienen ahora ocasión de comprender por qué.

No es fácil ser hijo de una entidad mitológica. Winston Churchill y Adolfo Suárez son héroes en sus respectivos países por razones análogas y paradójicas. Ambos deben su lugar en la historia a una circunstancia que enfrentaron con éxito pero que en esencia contradecía toda su carrera política hasta aquel momento. Churchill fue un correoso imperialista, racista y conservador, con el currículo trufado de agresiones que costaron muchas vidas, al que la amenaza nazi sobre Inglaterra y su resolución de hacerle frente a cualquier coste convirtieron en un héroe nacional. A su turno, Adolfo Suárez fue un oscuro y ambicioso funcionario del aparato de la dictadura hasta que la muerte del dictador y las perplejidades que trajo acarreadas en el tinglado del régimen lo convirtieron en el padre de nuestra trémula democracia, tanto que ni el ministro de exteriores es capaz de defenderla sin perder los papeles. No sabemos cómo los churchill actuales llevan la carga de llamarse Churchill pero sí podemos afirmar que el Adolfo Suárez vivo lleva malamente la herencia de llamarse Adolfo Suárez. El chico es un tipo espigado, de aire mohíno, cabeza cenicienta y ocurrencias carcomidas por la polilla. Don Casado lo ha sacado de algún convento intramuros de las murallas de Ávila como quien rescata el brazo incorrupto de santateresa, un pedazo de materia orgánica momificada y dotada de poderes taumatúrgicos. La primera intervención pública del talismán ha sido penosa incluso para quienes le patrocinan. No solo es un reaccionario químicamente puro, lo que va de suyo, sino que adoba sus argumentos con un discurso tontiloco y descabellado del que ha tenido que retractarse con cara de no entender por qué. En el interior de la casa solariega el hijo tonto perora con sus sombras y en los campos que rodean el predio sus hermanos y parientes la emprenden a escopetazo limpio. ¡Vivassspaña!