Esta mañana, la sedicente actualidad había deparado dos imágenes de prensa. En una, míster Johnson, nuevo premier británico, saltaba sobre lo que parecía una de esas vallas metálicas provisionales que ponen en las ciudades para separar los espacios del espectáculo y de los espectadores. En la otra, don Iglesias en el parlamento español miraba a una silla que sobrevolaba su cabeza en manos de un operario de la cámara que la estaba retirando después de la sesión. Unas horas más tarde, cuando se escriben estas ocurrencias, las imágenes habían desaparecido de la primera línea de internet, así que el autor no va ayudar a sus lectores a encontrarlas mediante los correspondientes enlaces. Por aquel tópico de que una imagen vale más que mil palabras, eran fotos propensas al devaneo metafórico del tipo de, Johnson se salta todas las barreras o Iglesias ve volar su poltrona. Johnson el bufón e Iglesias el estadista con los papeles cambiados. Etcétera. En realidad, el valor de ambas imágenes no estaba en el relato más o menos forzado que arrastraban sino en su muda significación. Las dos fotografías despojan al poder de su tradicional hieratismo y refieren un tiempo provisional, azaroso, marcado por la gesticulación, espectacular si se quiere, e imprevisible. Nadie sabe, y el pronombre incluye a Johnson e Iglesias, qué va a ocurrir en la fracción de segundo siguiente a que las fotos fueran tomadas.
Nadie sabe si habrá bréxit y si, de haberlo, será salvaje, como se dice, o un interminable rosario de amaños y fintas diplomáticas que descompondrán a las partes antes de que hayan llegado a ningún objetivo tangible. Nadie sabe si Johnson, que parece el joker, será batman. Nadie sabe tampoco si habrá acuerdo y consiguiente gobierno en España, y, si de haberlo, no será por el pánico compartido por las partes a unas nuevas elecciones. Nadie sabe si conviene más este gobierno que dicen que se negocia u otro distinto; don Sánchez, que habrá de presidirlo, lo duda y tuvo la amabilidad de exponer su ánimo hamletiano a calzón quitado ante el parlamento y la sociedad. Nadie lo sabe, ¿pero importa? Vivimos en un mercado universal y lo propio del mercado es la incertidumbre. En él ponemos a la compraventa anhelos, expectativas, habilidades, filias y fobias, y pudiera ocurrir que termine el día sin que hayamos cerrado ni una operación. La política deliberativa y decisoria, a la antigua, está obsoleta. No se puede formar gobierno como no se puede intervenir en el precio de los alquileres, porque interfiere en los delicados equilibrios de la oferta y la demanda, y tampoco se puede escapar de ese gran mercado que es la unioneuropea sin romper una gran cantidad de vajilla y dejar unos cuantos jirones de piel en la alambrada. Hace tiempo que los políticos entregaron a los mercados los atributos de su poder y con ellos las convicciones que los inspiraban. Si se celebrara uno de esos referendos al que nos hemos vuelto tan aficionados en el que se preguntase a la parroquia qué prefiere, un gobierno de tal o cual color o una economía que funcione, cuestiones que son indendientes una de la otra, adivinen por qué se inclinaría el buen pueblo. Hay pruebas empíricas de cuál sería la respuesta. En medio de este sindiós gubernamental que ya va para cinco años, la economía no ha dejado de crecer. Claro que lo último que necesita la economía es un referéndum.