He entendido el mensaje. Una de las afirmaciones más vacuas de entre las muchas del género quincalla que esmaltan la política española la pronunció Felipe González inmediatamente después de las elecciones generales de junio de mil novecientos noventa y tres. Había comenzado la cabalgada de don Aznar hacia el poder y el pepé había obtenido ciento cuarenta y un diputados, treinta y cuatro más de los que tenía, si bien no pudo superar al pesoe, que obtuvo ciento cincuenta y nueve escaños y había perdido dieciséis. Esa noche, que anunciaba el declive del largo ciclo felipista, don González lo dijo: he entendido el mensaje, y subrayó la astucia con el vago propósito de iniciar el diálogo con las fuerzas sociales, sindicales y parlamentarias para garantizar la gobernabilidad, etcétera. El blablablá se tradujo en un acuerdo con nacionalistas vascos y catalanes que le permitió conservar la presidencia. En aquella circunstancia, izquierdaunida tenía dieciocho diputados (había ganado uno más), lo que significa que las dos fuerzas de izquierda sumadas disponían de la mayoría absoluta en el parlamento pero el discurso felipista impregnaba de tal modo la opinión común que a nadie se le ocurrió que ambas fuerzas pudieran coaligarse de alguna manera. Uno de los principios inamovibles del catecismo -por lo demás laxo (gato negro y gato blanco, ya saben)- que inspiraba a don González era, con los comunistas ni a heredar. Tres años después de haber entendido el mensaje, la derecha le echó de la poltrona.

Hay frases, como la glosada más arriba, que están destinadas a la distracción de la audiencia  y otras que tienen el propósito de que el oyente reciba en la entrepierna el impacto de lo que se dice. Una de estas la pronunció el líder podemita cuando se dirigió a don Sánchez para conminarle a que se apartara de la estela de Felipe González, que está manchada con cal viva. Una sacudida recorrió la médula espinal del más felipista de los felipistas vivos, al que iba dirigida la advertencia. Yo me siento muy orgulloso de Felipe González, respondió el aludido dejando claro que tomaba la invectiva como una declaración de guerra. A don Errejón, que estaba entre ambos en el hemiciclo, se le saltaron las gafas de la cara por efecto del encontronazo, con las consecuencias sabidas. Así que bien puede decirse que la feliz pareja formada por don Pedro y don Pablo se conoció en un accidente de tráfico en el que ocupaban los vehículos que colisionaron de frente mientras las dos familias hacían turismo en las venerables ruinas del felipismo.

Al mandato anidado en el código genético del pesoe de no considerar a ninguna fuerza política a su izquierda excepto como un maldito incordio, hay que añadir los caracteres y las circunstancias de Pedro y Pablo. El primero, después de su épica conquista de la secretaría general del partido, aspira a la restauración en su persona del reino de Felipe, obviando el hecho de que este inició su reinado con una victoria electoral sin precedentes ni consecuentes y que una investidura en el parlamento  no es una entronización en la catedral.  A su turno, el segundo se sintió investido por el pueblo de los indignados para ocupar por rebasamiento el territorio de la izquierda y más allá, y, desde el deslumbrante inicio de la campaña de conquista, con setenta y pico diputados, su carrera ha sido una sucesión de derrotas y una aceptación implícita del papel de segundón. ¿Qué hacer?, que diría el otro. Izquierdaunida, que algo sabe de derrotas históricas y de condiciones objetivas adversas ya ha sugerido el camino: apoyar el programa del candidato y esperar, esperar, esperar. Todo eso ya lo hemos visto antes porque es el marco del sistema. El felipismo es nuestra Gestalt.