Crónicas de agosto, y 16
Nada hay más perenne e indestructible que la estratificación social. Las clases sociales sobreviven a revoluciones políticas y catástrofes naturales. En India, una república democrática que parece un hormiguero, las castas tienen una dimensión sagrada y plenamente operativa en la vida cotidiana. Morirás en la clase social en la que has nacido, no importan las vueltas que dé tu biografía ni los dones y sinsabores que recibas de la fortuna. La inexpugnable escala social produce un tipo característico: el arribista. Es el personaje emblemático de la literatura moderna, desde el Julian Sorel de Stendhal hasta el Tom Ripley de Patricia Highsmith. El arribista es el hijo bastardo de la igualdad (falsa) entronizada por la revolución burguesa. Inteligente, ambicioso, tenaz y sagaz, dotado de encanto y de recursos para las relaciones sociales, también solitario y narcisista, y en el fondo carcomido por la inseguridad de su origen inocultable, la fragilidad de su patrimonio, la hostilidad con que es recibido por los voceros de la clase dominante. Trasladado el personaje al mundo de la política, don Iglesias, el líder podemita, es un arribista, o se comporta como tal, tanto da.
Todavía no ha explicado a sus votantes por qué quiere participar en un gobierno en el que estaría en minoría y sometido a constricciones políticas contradictorias con su programa, como se ha visto estos días con el asunto de los náufragos del Open Arms, y en el que, si las cosas salieran bien, el mérito sería para el socio mayoritario, y si mal, que es lo más probable, el demérito sería suyo. El arribista no quiere ver las propias limitaciones que están ante los ojos de todos. No tiene fuerza parlamentaria suficiente para que la coalición que propone arme una mayoría de gobierno estable; carece de una base territorial lo bastante sólida para sostener sus exigencias, como se ha demostrado en Madrid y en La Rioja, y el regateo de carteras ministeriales le hace aparecer como un oportunista. El lema tomar los cielos al asalto es tanto una enardecida consigna revolucionaria de la Comuna de París como la receta que se impone el pequeñoburgués que aspira a bailar con la más guapa de palacio, poseer la mansión más lujosa y recibir el aplauso de los asistentes al banquete real. A estas alturas del curso, ante la convocatoria de septiembre, no sabemos qué hay de revolucionario y qué de simple medro en la estrategia de don Iglesias, cuya urgencia en la consecución de sus objetivos revela una mezcla insoluble de razón y locura, que despierta a la vez ternura y rechazo.
El arribista interactúa con el césar, que ocupa (en funciones) el sillón presidencial y se ve a sí mismo como caído del cielo. Don Sánchez, el líder providencial. Un fantasma recorre las vetustas democracias europeas, de cuya confusión e impotencia surgen líderes que aspiran a establecer una conexión mística con el pueblo, por encima del armazón representativo del parlamento. Míster Johnson y don Salvini pertenecen a este rango que tienta a don Sánchez, el cual desdeña a las fuerzas parlamentarias con las que está constitucionalmente obligado a negociar y pactar y pasa el dulce verano pastoreando a grupitos de personas a las que nadie ha elegido y a las que él llama untuosamente la sociedad civil, como si la ciudadanía que vota al parlamento fuera la sociedad alienígena. Al término de este verano pastoril, don Sánchez desciende del Sinaí con las tablas de trescientas propuestas –un número masivo, mágico, redondo- que nadie podrá rechazar. El césar es el guardián (en funciones) del poder establecido y teme al arribista por su inteligencia, su descaro, su resolución, su potencial desestabilizador, y quiere destruirlo con la misma determinación con que el arribista quiere ocupar el sillón del césar. Esta es la tragedia shakespeariana, en versión de teatrillo para escolares de primaria, que tiene como rehenes a once millones doscientos mil votantes de izquierda.