Uno de los efectos más visibles del agónico proceso del bréxit es la demolición del partido laborista inglés: el viejo labour de los mineros de cara tiznada de cuando el socialismo era una noción inteligible y una esperanza. A los laboristas británicos debemos los europeos algunas de las herencias más fecundas del estado del bienestar, como la sanidad pública universal, el National Health Service, implantada (y ahora también cuestionada) en toda Europa pero que aún hoy es una meta imposible en países como Estados Unidos o la híper comunista China. El laborismo fue herido de muerte por la revolución neoliberal de doña Thatcher, que se enfrentó directamente a los obreros y a sus organizaciones sindicales, a las que derrotó en el último gran episodio de lucha de clases habido en territorio europeo.
Thatcher defendió con éxito la idea de que no solo la clase obrera sino la sociedad misma carecen de entidad real; lo único real son los individuos. ¿Y cómo sabemos que los individuos son reales? Por las tarjetas de crédito que llevan en la cartera. El laborismo británico tuvo su última reencarnación en la llamada tercera vía de Tony Blair, una suerte de oportunismo para gente guapa que no hizo más que acelerar el descrédito y la insignificancia del laborismo. Para entonces, la socialdemocracia europea había entrado en declive y sus líderes gobernaban, cuando les tocaba, con la mirada puesta en las puertas giratorias que les proporcionan una radiante prolongación de su vida profesional allí donde hay más tarjetas de crédito, white or black, y en consecuencia el mundo es más real.
El socialismo español tal como lo conocemos es contemporáneo de la derrota de los mineros británicos y llegó al poder con la lección aprendida: hay que ser socialista antes que marxista, pontificó el fundador del nuevo pesoe, don Felipe. Aquí también hubo cierres de minas y siderúrgicas, y palos de la policía, aunque sin la épica proletaria de las luchas de Arthur Scargill y sus mineros. En los ochenta, España era un país sumiso, moldeado por la dictadura y esperanzado, y aquellos episodios no se vivieron como una derrota. El socialismo dejó de ser una alternativa al capitalismo para formar parte de su sistema. En esas estamos. La máquina que puso en marcha Thatcher ha seguido su tarea y tras acabar con los sindicatos y la sociedad, está en fase de demolición del estado mismo. Las instituciones crujen bajo la presión del tsunami global, la política se torna inoperante y la solución se desplaza, por ahora, a los tribunales, donde parece que se guarda la última reliquia de aquello que llamábamos estado nacional y sistema democrático. En el país de doña Thatcher, el tribunal supremo ha declarado ilegal el cierre del parlamento decretado por el primer ministro, y en el país de don Felipe también ha tenido que ser la máxima autoridad judicial la que autorice la exhumación de Franco ante la impotencia del gobierno socialista. Y bien que ha fardado del exitazo nuestro don Sánchez desde la tribuna de las nacionesunidas.