Uno de los términos de la logomaquia política más irritantes, a fuer de repetido y percutiente, es estado de derecho. Es un pleonasmo que nada define porque todos los estados son de derecho, en la medida que se explican y se apoyan en un cuerpo normativo que les da legitimidad y pautas de funcionamiento. La dictadura de Franco estaba servida por una obsequiosa corte de magistrados, abogados del estado y letrados, algunos de gran calidad técnica, y no por eso dejaba de ser un régimen abyecto. En aquel caso hubo incluso algún pensador de campanillas –Juan José Linz– que postuló que era un régimen autoritario, no una dictadura totalitaria, precisamente porque se soportaba en un cuerpo constitucional (las llamadas leyes fundamentales del régimen) sancionado en sucesivos referendos. Por si el derecho humano no fuera suficiente, el dictador se sentía investido por el derecho divino (la gracia de dios, se decía entonces), que también es una variante del derecho de gran predicamento histórico. El recurso al estado de derecho como cerrojo argumental tiene dos connotaciones en las que se advierten vestigios de la herencia de la dictadura: el servilismo hacia una autoridad inapelable y la renuncia a resolver el problema de que se trate por vías dialécticas, o, como se dice ahora, políticas. Esto es lo que ha ocurrido en el caso del prusés. Después de una largo rosario de provocaciones secesionistas y de inactividad del gobierno, el expediente fue remitido a una instancia inapelable, justamente la guardiana del derecho, con el resultado sabido.
Don Sánchez parece pertenecer a esa clase de jóvenes intrépidos a los que en las escuelas de negocios les enseñan que donde aparece un problema hay una oportunidad y va a Bruselas con el estado de derecho debajo del brazo a explicar la sentencia, mientras sus ministros han recibido la orden de ponerse a disposición de los medios de prensa extranjeros para martillear la idea de que España es un estado de derecho, ante el estupor provocado por una condena tremebunda por delitos que nadie ha visto. Don Sánchez está buscando su entronización felipesca, porque se siente de menos siendo un presidente meramente elegido y está en pos de la ocasión de ser investido por la historia. El toreo que se ha traído este verano pasado para hacer imposible la investidura y repetir las elecciones iba en esa dirección, a la espera de que la sentencia del prusés fuera su plataforma de despegue. Si la sentencia fuera dura, don Sánchez se escoraría a la derecha; si blanda, a la izquierda. En realidad, la sentencia es un tratado de didáctica para políticos, plagada de distingos y equilibrios. Los supremos jueces no están en Babia y es obvio que han tenido en cuenta también a Maquiavelo en sus deliberaciones y conclusiones. La sentencia no ha contentado a los extremos español y catalán pero cree dejar margen de maniobra por el famoso centro. La mala noticia es que por ahora el centro se ha estrechado de manera inquietante. De momento, arrecia la bronca en las calles de Cataluña y sube la derecha en las encuestas y puede decirse que estamos más cerca de la vuelta del bipartidismo. Cataluña tendrá que buscar otro don Pujol, alquien que, como él, sepa manejarse en el estado de derecho.