Como quizá recuerden los cinéfilos oversixties, Cabaret es una película musical del coreógrafo Bob Fosse inspirada en la novela Adiós a Berlín, del escritor británico Christopher Isherwood, que narra en ella sus cuitas y desvelos existenciales en la época del auge del nazismo durante la turbulenta república de Weimar. Quédense con el adjetivo: turbulenta. En cierta escena de la película, el joven narrador/protagonista y un aristócrata ocioso hacen una excursión en automóvil por un apacible paisaje de prados y bosques, y se detienen en una cervecería al aire libre. En las mesas hay miembros de las juventudes hitlerianas, de los que aristócrata comenta: nos sirven para echar a los comunistas. Entonces, uno de esos jóvenes de camisa marrón y svástica en el brazo se levanta y entona una canción, El mañana me pertenece. El adolescente que canta es un ángel rubio, como una revelación, la expresión de una dulce y vital inocencia, y la canción se contagia a toda la parroquia, que termina coreándola, en pie y brazo en alto.
Solo un viejo permanece sentado, mira a sus paisanos con desdén y contrariedad y se desentiende de aquella hipnótica ceremonia. La leyenda dice que el viejo formaba parte del grupo de extras contratados para la escena y el ayudante de dirección le reprendió durante el rodaje al ver que no seguía la pauta marcada, a lo que el viejo respondió que había padecido a los nazis y no iba a hacerles el juego ni en la ficción de una película. Bob Fosse advirtió la potencia dramática del gesto del viejo y lo conservó en el metraje final, convertido en el único mensaje de esperanza en aquella tóxica atmósfera.
La larga introducción sirve para reiterar que la memoria es el único recurso que tenemos para explicarnos la realidad. El viejo que esto escribe se ha acordado de aquel otro de la película al ver a una diputada voxiana del parlamento de Madrid, más parecida a una guardiana de Bergen Belsen que al púber canoro de la película, la cual postula un mañana en que las mujeres están condenadas a coser botones. El efecto del discurso ha sido de incomodidad en la derecha y de estupor en la izquierda, pero, al otro lado de los muros del parlamento, hay más de tres millones y medio de ciudadanos a los que este mañana voxiano les parece deseable.
Vivimos en una democracia mercantil, sustentada sobre los vaivenes de la prima de riesgo, huérfana de discurso fundacional y en el que la amnesia es un mandato orwelliano porque recordar es reabrir heridas. En esta oquedad atruenan las voces del neofascismo, que penetra en la sociedad como un cuchillo en la mantequilla. Por ahora, en España y en el resto de Europa, la democracia ensaya técnicas de resistencia pasiva con la esperanza de que la extrema derecha sirva para frenar a los comunistas, como dice el aristócrata de la película, o a los podemitas, como intenta la diputada voxiana con su discurso. Pero nadie sabe a quién pertenece el mañana. Quizá tengamos que empezar a habituarnos a coser botones y a abrir zanjas.