Hay palabras que surgen de la constelación del lenguaje y, a medida que se hacen audibles e inteligibles, adquieren un cariz amenazador, incluso catastrófico, como esos meteoritos que aparecen en el telescopio como un diminuto punto luminoso y mientras nos preguntamos por su órbita, ya gravitan sobre nuestras cabezas a toda pastilla. Una de estas palabras es constitucionalistas. Parece inocua e incluso razonable pero empieza a adquirir la textura de un hacha de sílex. Doña Arrimadas la ha esgrimido a la manera alocada y estridente característica del discurso naranjo para conminar a don Sánchez a que abandone la pesadilla de la coalición con los podemitas y vuelva con los constitucionalistas -en su cómputo, pepé y ciudadanos- para lo que le ha ofrecido una mayoría de doscientos veintiún escaños, como si los llevara en el bolsillo.
Doña Arrimadas es una mujer admirable; capaz, en un solo día, de anunciar su embarazo, postularse para el liderazgo de su partido mientras finge apartarse de la gestora que habrá de hornear el congreso que la elegirá, y, por último, ordenar a don Sánchez a que vuelva al redil constitucionalista. Los medios de comunicación no dan abasto: gugleen arrimadas y verán el florilegio de noticias que les sirve la máquina. El escenario nacional resulta pequeño para las dimensiones de su monólogo. Pero, en la medida que las demás noticias pertenecen a su ámbito privado (el embarazo) o partidario (el liderazgo, la gestora y todo eso), quedémonos con la parte del discurso que nos concierne a todos.
El constitucionalismo es ahora mismo una herramienta retórica para la nueva fase de enfrentamiento político. Las gentes de nuestra generación – la que precede a doña Arrimadas y a la totalidad de los actuales capitostes de la clase política- hemos estado durante toda la vida adulta bajo el imperio de la constitución, sin necesidad de enseñar el carné de constitucionalista para acceder a la piscina municipal o a la biblioteca pública. Fue precisamente la nueva generación, incluidos los naranjos, la que hace un lustro empezó a ponerle peros y a proponer reformas, que si abolir el senado, que si cambiar la ley electoral, que si introducir el derecho de autodeterminación, etcétera. Todo ha quedado en agua de borrajas (o de cerrajas, como dicen los finos) y la constitución se ha convertido en una referencia malparada, en un fetiche y en una trinchera de la mala leche nacional en la que los naranjos y doña Arrimadas han tenido un papel destacado.
La constitución como fortaleza o como club de campo; en todo caso, recinto exclusivo y excluyente. La derecha necesita ahormar las instituciones y las leyes al único principio que rige su estancia en el mundo: la propiedad privada. Todos libres e iguales si son tan libres como yo e iguales a mí. La pejiguera en este caso es que la derecha trifásica está ahora mismo, y por tiempo indefinido, bajo la batuta voxiana, un partido dícese que constitucionalista que quiere abolir las comunidades autónomas, prohibir los partidos que no le gustan, revertir el sistema fiscal a favor de los ricos, más si cabe, y recortar los derechos civiles. La constitución como coto de caza; los viejos del lugar también vivimos esa situación cuando entonces e incluso nos la mostraban en el nodo. A los naranjos les esperan unas semanas de reflexión y mudanzas hasta que restauren la operatividad del partido y el nuevo liderazgo; deberían utilizar el tiempo para hacer una cura de silencio y meditar sobre quiénes son y a dónde van, y dejar atrás la etapa eufórica y tontiloca de don Rivera, aunque nadie puede renunciar a su adeene. Doña Arrimadas lo demuestra cada vez que le ponen un micrófono delante.