Las guerras que desguazaron Yugoslavia en los años noventa empezaron en el campo de fútbol, así que ojo con el clásico de esta tarde porque es un modo clásico de iniciar una guerra, valga el soso juego de palabras. Las medidas de seguridad adoptadas por las autoridades civiles y deportivas indican que algo se malician sobre lo que pueda ocurrir y sus consecuencias: más de un millar de policías, otro millar de guardias urbanos y casi dos mil vigilantes de seguridad privada contratados por el club que acoge el partido se enfrentan a una entidad fantasmagórica, una especie de mano negra, por utilizar un término de raigambre balcánica, que aquí llaman tsunami democràtic, el cual ha anunciado una granizada de pelotas hinchables sobre el terreno de juego. Cómo conseguirán introducir las pelotas en el estadio es un misterio. Pero, vamos, en Cataluña han demostrado creatividad de sobra en estos menesteres después de que introdujeran tropecientas mil urnas para realizar un referéndum ilegal sin que ningún cuerpo policial o de inteligencia se lo coscara. Las pelotas son como el referéndum y como todo el prusés independentista: una especie de broma, un jaleíllo de chavalería de clase media del que no sabemos en qué momento hará perder la paciencia a todos. Por ahora ha conseguido convertirse en un cepo para la marcha del país y singularmente para la formación del gobierno que habrá de dirigirlo, si puede.

La quiebra de las convenciones del fútbol es el principio del fin de nuestra civilización. El fútbol es la perfecta simbiosis de elite y plebe; la prefiguración de la nación con todos sus atributos: bandera, himno, héroes victoriosos, milicias de hinchas, patriotismo tribal y gobierno de los más ricos. Veintidós mocetes en calzones repartiendo balonazos arriba y abajo de la cancha es la mejor fórmula de legitimación de un sistema político, cualquiera que sea. En los últimos tiempos, incluso las teocracias petroleras de los desiertos de Arabia lo han adoptado para este fin. En España, por ende, es el último adarme de crédito exterior que nos queda. Los niños que pululan en el barro de los campamentos de refugiados de todo el mundo visten camisetas del Madrid y del Barça como símbolo de la esperanza de una vida mejor que tal vez no les llegue nunca, ajenos a la cerrada significación política que en Celtiberia damos a los colores de ambos clubes. ¿Qué pasará si se malogra el clásico?

El fútbol solo tiene una contraindicación para los nacionalistas: es un negocio global. En la década de los ochenta, Yugoslavia era una potencia exportadora de futbolistas. El honor de la nación estaba depositado en su ejecutoria profesional, cualquiera que fuera la camiseta que calzaran. El montenegrino Predrag Mijatovic ganó varios trofeos con los colores del Madrid; luego se manifestó contra la intervención de la OTAN que sancionó el desguace de Yugoslavia, y volvió a manifestarse a favor de continuar el desguace apoyando la independencia de Montenegro, su país, y ahora está preocupado por lo que pueda ocurrir en el clásico. Eclecticismo político, responsabilidad profesional y perspicacia fiscal son ingredientes del carácter de las estrellas del fútbol.  Si la mano negra o el tsunami o como se llame consigue su propósito esta tarde, los héroes nacionales saldrán volando en busca de otra nación que les pague mejor.

P.S. Estas notas han sido escritas horas antes de que se celebre el partido Madrid-Barça. Que dios reparta suerte.