La derecha española no tiene antepasados en la historia moderna que puedan ser presentados en sociedad sin desdoro. Esta carencia explica la accidental fama del almirante Blas de Lezo, vasco del siglo XVIII y soldado del rey absoluto, impulsada por el neofascismo voxiano, y la entusiasta difusión de la imperiofilia argumentada por doña Roca Barea. Por lo demás, ni rastro de referentes a los que acogerse en un contexto democrático. Lo más lejos que se ha llegado en la búsqueda de antepasados respetables se debe a don Fraga, ex ministro franquista y fundador del pepé, que homenajeó con el nombre de la fundación del partido a don Antonio Cánovas del Castillo, autor de la restauración monárquica y de un régimen electoral censitario y caciquil que desembocó en la dictadura de Primo de Rivera. La fundación Cánovas devino faes, el laboratorio de don Aznar del que emergen lumbreras como doña Cayetana Álvarez de Toledo, resueltas a hacer de la constitución un hacha de sílex.
La orfandad democrática de la derecha se convierte, cuando ve en riesgo su poder, en un discurso derogatorio, agresivo, que no se para en barras. Después de mí, el diluvio. En el pasado debate de investidura hemos asistido a una de esas enloquecidas tormentas discursivas (y algo más que discursivas, que se lo pregunten a don Guitarte) orquestadas para impedir que se formara un gobierno de la mayoría y en la que han empleado toda la munición disponible. En la cacofonía de desafueros, insultos y consignas cuarteleras se ha oído de boca del líder de la oposición, don Casado, una cita manipulada de Manuel Azaña dirigida al candidato: yo les tolero que ataquen a la república, pero nunca les toleraré que ataquen a España. La cita exacta se puede encontrar en internet y dice lo siguiente: Os permito, tolero, admito, que no os importe la República, pero no que no os importe España. El sentido de la patria no es un mito. La reflexión fue formulada justamente tras el golpe militar que dio origen a la guerra civil y estaba dirigida a los golpistas, que, en efecto, convirtieron la patria en un mito o, más precisamente, en una finca privada. El pepé equiparaba así a don Sánchez y a sus aliados como los golpistas del treinta y seis, de acuerdo con el hilo argumental del gobierno ilegítimo.
Manuel Azaña fue un estadista desdichado y un personaje trágico, dueño de un estilo literario en el que se teje elegancia expresiva, altura intelectual y compromiso democrático en una prosa sin parangón en el siglo XX. Fue también víctima, como millones de sus compatriotas, de la Esssspaña que se ha pregonado estos días y de él aprendimos en la escuela franquista que era el destilado de todos los males; el verrugas, le motejaban entonces los ancestros de don Casado. No obstante, ha habido ocasiones en que los prebostes de nuestra derecha se han acercado a su obra, no se sabe si por curiosidad o por ver si se les podía pegar algo. Don Aznar tuvo una breve temporada azañista, y reivindicó al personaje cuando necesitaba el apoyo de los nacionalistas catalanes, ahora situados en la antispaña.
Este escribidor fue testigo de otra escena de devoción azañista en tiempos convulsos. Fue hace cuarenta años y el que cuenta la historia se iniciaba como cronista político en el parlamento de la remota provincia subpirenaica, elegido entonces por un procedimiento sui generis o foral, si se quiere, que llevó a convivir en la diputación provincial a la derecha (la actual navarra suma) y a los que ahora llaman batasunos. En cierta sesión parlamentaria tuvo lugar un enfrentamiento político y el presidente de la cámara ordenó la expulsión de los batasunos por una cuestión de orden, y como estos se negaran a abandonar el hemiciclo, fueron desalojados sin mayor controversia aupados en brazos de agentes de la policía foral (la misma, por cierto, que va a hacerse cargo de las competencias de tráfico en la provincia con gran escándalo de los sobrevenidos lectores de Azaña). Mientras se desarrollaba la aparatosa escena de las expulsiones, el más connotado de los diputados de la derecha leía ostentosamente en su escaño La velada de Benicarló, un diálogo político escrito por Azaña en plena guerra civil marcado por el desconsuelo y la derrota moral que significaba la guerra. El incipiente cronista parlamentario había leído la obra, de la que recordaba vivamente un detalle: la alusión que hace uno de los personajes a la represión ejercida por los militares golpistas en la remota provincia subpirenaica, un asunto que en la transición era poco menos que un secreto de estado. Ver el libro en manos de aquel diputado, hijo de uno de los más conspicuos participantes en la conspiración, preparación y ejecución del golpe en la provincia, le produjo un recuerdo intrigante que la memoria le ha devuelto estos días. Todo indica que el carácter democrático y liberal de Azaña es una más de las asignaturas pendientes de nuestra derecha. Quién sabe, quizá pongan su obra como lectura obligatoria en la fundación faes; así no tendrían que rascar las citas de la wikiquote y podrán entender su completo sentido.