Un gobierno nuevo es un palimpsesto indescifrable; una tablilla con signos borrosos para cuya lectura nos falta una piedra rosetta. De eso va la democracia: votas con un propósito y de la urna sale algo irreconocible, aunque tu papeleta haya resultado ganadora. Los que entienden afirman que don Sánchez ha impreso un sesgo económico (o economicista) a los ministros por él nombrados, frente al sesgo social (o socialista) de los ministros de su aliado, don Iglesias. De ser así, el consejo de ministros sería la representación dialéctica del principal dilema constitucional del país porque hace ya tiempo que la economía y la sociedad se muestran incompatibles y, en consecuencia, el primer artículo de la constitución –España se constituye en un Estado social y democrático de Derecho, que propugna como valores superiores de su ordenamiento jurídico la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político– está averiado y en buena medida en desuso ¿Podrá el nuevo gobierno repararlo y poner a pleno rendimiento el motor?

Y ahora hablemos de la nomenclatura del gobierno, en la doble acepción del término (con c y con k), como lista de nombres de las carteras ministeriales y como jerarquía del poder que representan. Hubo un tiempo no tan lejano en que los nombres de los ministerios tenían un sentido unívoco y funcional, referido al área de la administración pública que era de su competencia. Todavía quedan ministerios escuetos y funcionales (justicia, interior, educación, sanidad, etcétera) pero se nos presentan escuálidos, insignificantes, un punto vulgares, que incluso han tenido que ser troceados para hacer sitio a todos los invitados (consumo) por aquello de que donde comen veinte, comen veintidós. En alguno de estos platos únicos es difícil encontrar el magro (igualdad), y a otros les ha tocado compartir plato: universidades y ciencia e innovación, al frente de los cuales, por cierto, han puesto a dos superhéroes.  Ya veremos. En este país es más difícil ser ministro que astronauta o sociólogo de fama mundial.

Pero los ministerios y vicepresidencias que de verdad molan son los de nombres compuestos y perifrásticos, que cuelgan rutilantes de la tarjera de visita del titular como bombillas del árbol de navidad municipal de Vigo o la pechera de un general norcoreano: relaciones con las cortes y memoria democrática; derechos sociales y agenda 2030; economía y transformación digital; transición ecológica y reto demográfico;  asuntos exteriores, unión europea y cooperación; seguridad social, inclusión y migraciones, y por ahí seguido. Incluso a don Ábalos, que básicamente es el ministro del cemento y el ladrillo, le han recompensado sus altas y leales funciones con un título interminable y majestuoso: transporte, movilidad y agenda urbana. Esta tendencia a la abstracción y a la fantasía en un campo semántico en el que debería imperar la sobriedad y la concreción tiene su correlato en las telenovelas y otros artefactos de la ficción: ministerio del tiempo, agencia de la felicidad perpetua, departamento de los sueños perdidos, etcétera, y todos encuentran su inspiración en la labilidad del lenguaje orwelliano de 1984. Hay que leer a Orwell siempre, incluso en la más acreditada y aparentemente sólida de las democracias, lo que no quiere decir que sea el caso.