El ejercicio de la política es azaroso y tanto ofrece oportunidades de lucimiento como de bochorno. A doña Ayuso le ha le tocado en suerte una de los primeras, después de haber transitados otros episodios marcados por el descrédito, como cuando dijo que nadie se había muerto por la contaminación atmosférica. Doña Ayuso es una dama intrépida y disparatada, a la que espera un largo futuro en este subgénero de la industria del entretenimiento que es la política. Ahora ha comparecido en el febril horno arábigo, suelta la melena y los antebrazos desnudos, durante los actos de la final de la supercopa de fútbol español que se celebra en el país árabe. Dejemos de lado la anomalía de que un torneo para equipos españoles -madrileños, por más señas- haya de jugarse en un país tórrido, ajeno y sin tradición ninguna en fútbol. Es como si Islandia fuera sede del campeonato panárabe de carreras de camellos. Ha tenido que ser una pastizara colosal la que ha regado las arcas y los bolsillos de la federación española de fútbol para que el patriotismo futbolístico haya superado el trance sin perder la cara de vergüenza.
Pero ahí estaba doña Ayuso, dando al mundo una lección de libertad indumentaria. Los saudíes pueden ir envueltos en sábanas pero no son idiotas y, después de haber tenido bajo su protección económica al mismísimo rey de España, no iban a lapidar a la presidenta de la comunidad de Madrid en un evento de alta diplomacia muy provechoso para su imagen internacional y para el fomento del incierto turismo en cuya publicidad las turistas se muestran destocadas. Lo que doña Ayuso ha hecho, melena al viento, es legitimar un régimen siniestro. No hubiera sido muy distinto de haber comparecido con mantón de Manila y un clavel en la coronilla en un concurso de chotis patrocinado y celebrado en Corea del Norte. A nuestra derecha se le ha hecho un bolo intragable el feminismo rampante del país y, en busca de un terreno en el que esta batalla cultural les sea favorable, ha decidido que, antes de nada, las musulmanas tienen que quitarse el pañuelo de la cabeza. Es una aportación voxiana, otra más, al catecismo de la derecha.
Por supuesto, la balanza del juicio cambia de platillo cuando el aderezo indumentario entra en contacto con los teócratas locales, los que pastorean la ideología de doña Ayuso y de su partido. La consejera doña Calvo fue criticada por su forma de vestir cuando en agosto de dos mil dieciocho se entrevistó con prebostes vaticanos en el curso de las negociaciones para la exhumación de la momia de Cuelgamuros. Entonces, las críticas vinieron de un dinosaurio de su partido, ex embajador en el Vaticano. Aúpa, pues, doña Ayuso. En otra ocasión le tocará vestir de peineta y mantilla, eso sí, en nombre de la libertad indumentaria que tan gallardamente ha defendido en el país cuyas autoridades no dejan entrar a los infieles y han pagado por hacer una excepción con ella.